miércoles, 26 de diciembre de 2007

Sólo para mí

Gabriel aprieta los botones del control remoto una y otra vez, deslizando la otra mano sobre el descansa brazos del sillón. En el televisor, las imágenes pasan unas tras otras. El sonido del chzz, chzz inunda la habitación.

-Maldita sea. ¿Puedes dejar de hacer eso?-, dice Pamela.

Gabriel la mira, y luego regresa a la televisión.

Chzz, chzz.

-¿Es que no puedes hacerme caso? ¿Cuándo vas a ayudarme con la casa? Mira. La ropa tirada por aquí y por allá. Calcetines arriba del televisor. Camisas sobre el ventilador. Las toallas mojadas en el pasillo. Y los platos... los platos llevan ahí más de cuatro días. ¿No puedes hacer algo?

Gabriel mete la mano al platón de frituras, toma unas cuantas y se las echa a la boca. Mastica con fuerza, haciendo todo el ruido que puede. Luego se chupa los dedos.

Pamela se acomoda a un lado. Se lleva la mano al bolsillo trasero del pantalón y toca el documento que lleva guardado desde ayer. Mete un dedo y lo toca, pasando la yema por la orilla, suspira, pero no lo saca.

-¿Te has dado cuenta que yo hago todo en ésta casa? ¿Y qué haces tú? Nada. Nada más llegas a sentarte frente al televisor. ¡Yo también trabajo! Y aún así, aquí me tienes, de tu tonta, preparándote la cena.

-Mmmmmm.

Chzz, chzz.

-Nunca pensé que fueras así-, dice Pamela, cruzando los brazos y apretando los labios. –Eres... horrible.

Se pone de pie y camina hasta la cocina. Prende un quemador, pone encima la sartén, abre el refrigerador y saca dos trozos de carne. Luego pone algo de aceite de oliva, condimenta la carne con un poco de ajo en polvo y salsa inglesa, y la echa al sartén.

-¿No quieres saber cómo me fue hoy?-, dice Pamela sin voltear a verlo.

-Después... deja que termine mi programa.

Y ella voltea la carne arrojándola de nueva cuenta sobre el sartén. El aceite brinca por todos lados, haciendo shhh. El humo comienza a llenar la cocina.

Pamela corta un jitomate y unos trozos de queso panela. Los coloca cuidadosamente sobre el plato, formando una flor. Después sirve algo de Coca Cola en un vaso y le pone hielos.

Chzz, chzz.

Al final, coloca el trozo de carne cocida sobre el plato y le pone un pan al lado. Se lo sirve a Gabriel en su mesita de cama, mientras él sigue con el control remoto.

-Nunca me haces caso... nunca me agradeces-, dice ella.

Y Gabriel mastica, mastica. Traga y traga. No aparta la vista del televisor.

-¿Sabes qué? Ya estoy harta de ti y de tu holgazanería. Mírate. Ni siquiera te mueves, ni siquiera me miras cuando te estoy hablando...

Gabriel la mira un segundo, y luego sigue comiendo.

Pamela se muerde los labios, le tiemblan las manos, y antes de que se le escape una lágrima, sale corriendo al cuarto. Saca una maleta de abajo de la cama y comienza a llenarla con pantalones, playeras , suéteres y ropa interior. Mete todo con rapidez, arrojándolo con fuerza, apretando la boca. Y de un tirón cierra la maleta.

-Tres años... tres años siendo su esclava y... ¿Así me paga?-, dice para sí.

Se cuelga la maleta en el hombro y sale del cuarto. Mientras camina, sobre el mueble del pasillo mira la copia del periódico de hoy. Pamela se detiene y lo toma; Lo extiende sobre la mesita y lo abre por la parte de los resultados de la lotería. Luego saca el documento que carga en el bolsillo desde el día de ayer, y compara sus números con el número ganador. Mira a Gabriel frente al televisor, mira el departamento desordenado, la ropa tirada, los platos sucios. Mira el número de su billete y el número ganador.

Iguales.

Entonces dice en voz baja:

-...Ni modo, será sólo para mí...

Y guarda el billete en el bolsillo.

Pamela camina rápidamente hasta la puerta, sin mirar a su novio, sonriendo con los labios apretados, y sale del departamento dando un portazo.

Gabriel la mira, pero sigue apretando los botones de su control remoto, una y otra vez, mientras mastica un trozo de pan.

Chzz, chzz.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

EL GOLPE MAESTRO

Por la tarde, al llegar a casa, Viridiana deja la mochila a un lado de la puerta y se pasa sin saludar a nadie; no quiere que noten lo que ha hecho.

Camina hasta el jardín y le sirve unas cuantas croquetas al perro, que salta de un lado para otro, ladrando, moviendo la cola sin parar. Viridiana se acerca y le pone el plato cerca de las patas.

Ella permanece en cuclillas escuchándolo morder los trozos de galleta, mirando las estrellas, con las manos metidas entre las piernas. Luego se levanta y sacude sus palmas en el vestido.

Viridiana da una vuelta por el jardín, oliendo el aroma del pasto humedecido, pasando los dedos con suavidad por entre las rosas en botón. Piensa en los hombrecitos de la luna, en las sombras que se escapan, en comprarse un casco de astronauta. Piensa en las palabras que le ha dicho Antonio hoy por la tarde; “No te preocupes, nadie lo va a saber”. Y que luego la abrazó y la besó.

Cierra los ojos antes de entrar a casa, respira hondo y recorre la puerta de vidrio, esperando que nadie sepa lo que hizo.

-Hola, muñeca- dice el Abuelo-. ¿Cómo te fue en la escuela?

-Bien- contesta ella-. Bien –e intenta no temblar-.

-Ya está lista la cena- dice Mamá desde el otro lado del pasillo-. Vayan sentándose.

Las piernas de Viridiana le hormiguean, ni siquiera ha notado el olor a huevos ahogados y frijoles. Tampoco ha notado el olor a pan tostado y mantequilla. Camina hacia el comedor y siente que lo hace con lentitud, como si alguien le estuviera deteniendo el cuerpo, como si estuviera caminando en el fondo de una piscina llena de lodo.

-¿Pasa algo?- dice Papá.

-No, nada- contesta ella-. No pasa nada.

Las sillas se arrastran, los platos y cubiertos son chocados entre sí, el agua cae dentro de los vasos. Pero Viridiana sólo escucha el sonido de sus dientes al castañear, y el tic-tac del viejo cucú al otro lado de la habitación. Mantiene la mirada fija en el mantel. Piensa en Antonio, en lo que hicieron.

Mamá la mira entrecerrando los ojos, con el tenedor a medio camino, y dice:

-Tú tienes algo.

-¿Yo?

Viridiana tiembla un poco y le da miedo pensar que alguien lo pueda notar. Todos en la mesa tienen los ojos puestos en ella.

-Claro. No has tocado tu cena.

Eso.

-Es que... un amigo me invitó unos tacos al salir de la escuela. No tengo hambre- el corazón de Viridiana da brincos.

-Pues me hubieras dicho eso antes. Si quieres, puedes irte.

-Gracias mamá. Permiso. Buenas noches a todos.

Y aguanta la respiración hasta tomar de nuevo su mochila y llegar a las escaleras.

Mientras sube a su cuarto siente que los colores le regresan, que puede volver a la vida. La sensación de asfixia comienza a abandonarla. Nadie ha notado nada, o al menos eso espera. Se ha salido con la suya. Viridiana aprieta las piernas y sonríe.

Cierra la puerta de su habitación y pone el seguro. Tira la mochila a un lado. Luego se quita el vestido y la ropa interior. Se mete al baño y prende la regadera. Se detiene a escuchar el sonido de su corazón calmándose. Y vuelve a pensar en las palabras de Antonio.

Antonio...

Se mete a la regadera y el agua desciende por su cuerpo, relajándola mientras se limpia con el jabón. Sabe que después de esto ya no quedará nada que la pueda delatar. Ya nadie se dará cuenta que lo ha hecho. Ni mamá. Dieron el golpe maestro. Todo ha salido según lo planeado.

Espera mañana no arrepentirse de lo que ha hecho.

Sale de la regadera y se seca el cabello, se pone el pijama de franela y deja prendida la luz de su lámpara de cabecera. Abre uno de los cajones y saca una pastilla, se la toma, y después saca un cuaderno y un lápiz. Se acuesta boca abajo, moviendo los pies en el aire. Piensa en ese momento inmortal, en comprarse un traje de astronauta. Y escribe hasta quedarse dormida.

lunes, 10 de diciembre de 2007

MELANCÓLICA NOCHE ILUMINADA POR LA LUZ DEL ALMA


Manuel vuelve a escupir sobre el balde de acero inoxidable. Escupe un pedazo de sangre y flema, tiene una ulcera sangrante. No sabe cómo ha llegado a la cama, mucho menos quién le ha cambiado la ropa y colocado la bata. Todo huele a cloro, a alcohol; Manuel tiene sed.

“A la gente le gusta escuchar cosas que la hagan feliz, no insultos” dice la voz como un eco que suena por todo el cuarto. “A usted sólo le interesa su mundo privado”. Poco a poco las imágenes se van aclarando.

El doctor le había dicho, desde hacía tiempo, no puede recordar cuanto, que dejara de beber. Pero a Manuel la advertencia no le había importado.

-¿Quiere ver a un cura?- dice la enfermera.

-Dios me libre.

Manuel se lleva la mano a la boca, como un reflejo basado en la costumbre, y se da cuenta que dos de sus dientes, los de adelante, están rotos. Luego, mientras sigue explorando su cara, se percata que también su nariz está en mal estado, ligeramente sumida del lado izquierdo.

-¿Qué me pasó?

-Una pelea- le contesta en forma descortés la enfermera. Manuel comprende de inmediato. Luego, mirándose, descubre que su brazo derecho está enyesado, desde el codo hasta la punta de los dedos. Lanza un suspiro.

-Entonces quiero un trago.

La enfermera no responde, sólo da media vuelta haciendo ruido con sus tacones, cerrando la puerta al salir. Pero deja encendida una luz tenue que baña el cuarto de azul.

Sus labios, blancos y secos, le lastiman. Tiene sed, aunque no puede beber una gota más. Desde hace años que se ha convertido en un animal que se mantiene exclusivamente de alcohol. Ahora, al parecer, ha tocado fondo.

La noche es silenciosa. El estómago le duele. Ha llegado a aceptar como su único modo de distracción ponerse a contar las gotitas de suero que caen dentro del tubo conectado a su brazo.

Fue en ese momento, en el de mayor quietud, cuando todo comenzó...

La piel de su pecho se tensó en un segundo, jalándose hacia los lados, pegándose a los huesos. Manuel da un brinco sobre la cama. El pecho le cruje como las tortillas duras. No tiene ganas de gritar, ni de llorar; tampoco quiere llamar a la enfermera. Conforme la piel se tensa le van apareciendo unas pequeñas bolas en todo el cuerpo, bolas iguales a burbujas, como si su carne estuviera en ebullición. Manuel mira esto como algo ajeno, como si no fuera su cuerpo el que estuviera sufriendo los cambios.

Con esfuerzo se recuesta sobre su lado derecho, sólo para volver a escupir un trozo de sangre y flema. Y le llega un acceso de tos que amenaza con ahogarlo. “Si tan solo me dieran un trago, una cubita”, piensa, “seguramente todo mejoraría”.

El pecho le truena como trozos de pólvora. La piel se le rompe, igual que un trozo de cartón duro y viejo.

De las fisuras que aparecen escapan rayos de luz blanca muy brillante. Con cada nuevo crujido hay otra fisura que deja escapar luz, como si fueran olas, al techo de la habitación. Y más y más, hasta convertirse en una cascada y después en un lago de luz. Llega el punto en que todo el cuarto resplandece como el interior de una lámpara.

Ahí se encuentra Manuel, como una fuente, emanando luz por cada abertura de su cuerpo.

La piel se le cae, desde los hombros hasta los pies, igual que una tela resbalando por la orilla de una mesa. Luego escapa de golpe todo lo que hay dentro. Poco a poco la luz se va atenuando, igual que el crepúsculo, y la penumbra regresa a la habitación. Manuel tiene un cuerpo nuevo.

Se sienta sobre la cama. De vez en cuando una chispa de luz le brota de encima. Mira sus manos y ve que ya no le duelen; se siente feliz, como no lo ha estado desde niño. Una sonrisa le nace. Con la planta del pie toca el suelo frío. La sed ha desaparecido. Sobre la cama queda su vieja piel, igual que una sábana arrugada. Entonces, cuando se pone de pie, comienza a sentir un dolor en la espalda, no al centro sino a los lados, a la altura de los omóplatos. Su espalda se rasga, dejando salir dos grandes alas.

-¡Esto no puede ser!- dice Manuel en voz alta-. Esto no me puede estar pasando.

Las alas se sacuden dos veces, espabilándose, hasta quedar completamente abiertas. De punta a punta son casi del largo del cuarto. Y luego, de manera involuntaria, Manuel comienza a elevarse, atravesando el techo y los otros pisos, yendo más allá.

Mientras asciende piensa en todo lo que deja atrás, en lo mal que habían salido las cosas, en sus penas y fracasos, en sus amores, en lo que deja sin terminar. “Ahora”, promete, “con esta nueva oportunidad, voy a hacer todo mucho mejor”.



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A la mañana siguiente la enfermera encuentra el cuerpo sin vida de Manuel, tal y como lo había dejado la noche anterior. “Muerte por múltiples contusiones traumáticas y hemorragia interna” escribe en el reporte.

-Estas cosas suceden todos los días con los borrachos, más cuando son busca pleitos- dice en voz baja, mientras le da vuelta a la llave que cierra el contenedor con el cuerpo inmóvil.

Dentro de los bolsillos de su bata deja caer la cruz de oro que le ha arrancado del cuello. Y vuelve al trabajo, haciendo resonar sus tacones por los pasillos silenciosos del hospital.

lunes, 3 de diciembre de 2007

LOS CAMPOS VACÍOS QUE LLEGAN HASTA EL INFINITO

El fondo del retrete. Rojo. Lo sé porque puedo verlo de cerca. Estoy vomitando sangre. Roja y espesa sangre. Me llevo la mano al estómago y siento una nueva arcada, me doblo, dejo que todo salga. Maldito Sansón hijo de perra.

Rosario, mi cuñado y yo estábamos sentados a la orilla de la puerta, mirando el campo iluminado por la luz de la luna, cuando los disparos comenzaron.

El primero se escuchó lejos, como cuando escuchas las fiestas del pueblo desde un cerro. Sólo un tronido y el eco, luego uno de los cristales reventó.

-Maldita sea- dijo mi cuñado tapándose la cabeza-.

Tomé por la mano a Rosario y le pedí que entrara a la casa. Luego otro disparo, y otro. Uno rompió el foco de la entrada, el otro se clavó en la pared.

-Qué pasa?

-Ni idea... ¿Tienes un arma?- dije-.

-Arriba, en la habitación. Gloria sabe donde está.

-Ningún hijueputa me dispara así, nomás porque sí.

Adentro estaban todos en el suelo, algunos bajo la escalera, otros detrás del librero, algunos escondidos en la cocina. Rosario les había dicho que lo hicieran. Afuera los disparos seguían. Le pedí a mi hermana que trajera el arma.

Cristina y Susana estaban bajo la mesa, tomadas de la mano, apretando los labios y conteniendo una lágrima. Los demás también se habían ocultado. Corrí hasta las escaleras y le quité a Gloria el arma de las manos.

-Ahora busca un lugar en donde esconderte. Yo arreglo esto.

Hasta ese momento no había notado las luces del automóvil que se acercaba por el camino. Salí por la puerta de atrás dando un rodeo, agachándome para que nadie me viera.

-Raúl. Sal a dar la cara- gritaba desde la oscuridad una voz que no conocía-.

Forzando la vista alcancé a distinguir dos siluetas. Personas con brazos que apenas les llegaban a la altura de la cintura y piernas gordas y cortas. Ambos caminando hacia la casa, tambaleándose. Pequeños. Uno de ellos llevaba un arma en la mano.

Revisé el barril del revólver. Tenía cinco tiros. Tres más de los que necesitaba. Mala suerte para ellos.

-¿Dónde estás, hijo de puerca?- gritó el enano del arma-.

Raúl, mi cuñado, es un buen tipo, pero la gente con la que suele rodearse no lo es tanto.

-¿Sansón? ¿Eres tú?- gritó Raúl-.

Mientras estaba recargado en la pared sentí unos dedos que me tocaban el hombro. Di la vuelta y miré el rostro de mi hermana. Solté un suspiro llevándome una mano al pecho. Casi le pego un tiro.

-¿Conocen a ese tipo?- le pregunté después de recuperar el aliento-.

-Es Sansón- dice mi hermana-. Era el chef de “La Mentirosa”. Lo despedimos ayer.

-¿Por qué lo despidieron?

-Porque era un completo dictador con los meseros. Un Hitlersito. Nadie lo quiere. Mira nomás cómo viene. Está loco.

-¿Te importa si le meto un tiro?

-La verdad no, pero no quiero tener problemas. Es el día de mi boda.

Cada vez podía distinguir mejor a los dos enanos. Ambos traían pantalones de mezclilla y chamarras de cuero; sombrero y playeras blancas. Completamente ebrios. Arriba, las estrellas y la luna iluminaban el campo y la casa, mis ojos ya se habían acostumbrado a la noche.

-Ahora sí, cabrón. Vengo a que repitas todo lo que me dijiste ayer-dijo Sansón-.

-¿Qué te pasa, imbecil? ¿Te das cuenta de lo que haces?- contestó mi cuñado-.

Me acerqué por la parte de atrás, sin hacer ruido, escondiéndome entre los automóviles. Pude ver a los dos enanos a unos cuantos metros. Pude ver a mi cuñado escondido detrás de uno de los pilares. Pude ver a varios de mis amigos asomar de forma temerosa la cabeza por las ventanas.

-Nadie humilla a Sansón y se va tan feliz a su casa- disparó al aire, tambaleándose-.

Ese maldito complejo de inferioridad que tienen algunas personas...

Me acerqué despacio, conteniendo la respiración, y le clavé la pistola en la oreja al otro enano.

-¿Matar a un tipo como tú es pecado o es sólo medio pecado?- le dije al oído, apretando los dientes-.

-Sansón, ayúdame- temblaba el pequeñín-. Yo te dije que no viniéramos.

-Le hubieras hecho caso a tu amigo, Sansón- dije-.

Sansón se dio la vuelta y alcancé a leer la leyenda en su camiseta; “Nueve de cada diez mexicanos son más feos que yo, nena”. Miré el arma que traía en una mano y la botella que traía en la otra.

-De dónde salieron ustedes, de un circo?- pregunté-.

Sansón me apuntó y disparó.

Clic.

Clic-clic.

-Ja. El tonto se quedó sin balas- dijo mi cuñado saliendo de su escondite, corriendo en nuestra dirección con el puño arriba-.

-Espera, espera- dijo Sansón cubriéndose la cabeza con sus manitas-. No me lastimes.

-Hijo de puta. Mira el susto que nos metiste. Pudiste lastimar a alguien- lo tomó por los cabellos, dándole la vuelta-.

-Discúlpeme, patrón. Usted sabe que no era mi intención.

-¿Te das cuenta que estás arruinando mi boda?

-¿Boda?- preguntó Sansón- Yo no sabía que hoy era su boda.

-Lo sé... es que quería que todo fuera una sorpresa. Pero no por eso tienes derecho a venir a mi casa echando tiros.

Raúl le quitó el arma de las manos. Revisó el interior de la pistola. Nuestros amigos comenzaron a salir de la casa con cautela, mirando en todas direcciones, como si no pudieran creer que ya todo hubiera terminado. Yo solté al otro enano.

-Patrón, discúlpeme- Sansón abrazó la pierna de mi cuñado-. Pero es que no puedo quedarme sin trabajo. Tengo un hermano y una madre que alimentar. Entiéndame.

-Sí, discúlpenos patrón- el otro enano se abrazó de la otra pierna-. No era nuestra intención.

Gloria también se acercó para abrazar a Raúl. Durante un rato, los cuatro se quedaron ahí, juntos, bajo el frío de una noche de noviembre. Yo con el revólver en la mano.

-Mejor discutamos esto adentro- dijo mi cuñado-. Se me están congelando los pies.

Sobre la mesa estaban la botella de tequila, el jugo de tomate, los vasos, los limones, un cenicero y dos cajetillas de cigarros. Todo lo que necesitábamos el Sansón mi cuñado y yo para seguir festejando. Nos sentamos en silencio, mirando más allá del ventanal de la cocina, hacia los campos vacíos que llegan hasta el infinito.

-¿Ahora sí vas a tomar conmigo toda la noche o te vas a quedar dormido a la tercera, cuñado?- dijo Raúl-.

-Yo soy quien te va a dormir- lo señalé con el dedo-.

-Momento- dijo Sansón- yo soy quien los va a dormir a ustedes dos, niños.

Rosario se sentó a mi lado y me tomó la mano por debajo de la mesa. Me la apretó sonriendo. Yo me sentí miserable por no poder ofrecerle nada mejor, por no ser una buena persona.

Ahora que son no sé que horas de la madrugada me abrazo del retrete y dejo que todo lo que me he metido en el estómago salga. Rojo como la sangre. Duele. Siento el sabor del tequila y el jugo de tomate. Me abrazo al retrete y maldigo a Sansón, el hijo de perra que me puso a beber de esta manera.