miércoles, 31 de octubre de 2007

Recuerdos

Alberto se quita los lentes y acerca el rostro al monitor. La joven de la fotografía, la que le manda mensajes, le resulta familiar; tremendamente familiar. Se restriega los párpados con los nudillos y vuelve a amodorrarse sobre el respaldo del sillón. Cruza los brazos. Lanza un suspiro.

Revisa de nuevo el nombre de la chica, su nick, la dirección del remitente, pero nada. Bajo la fotografía aparece un mensaje que dice “te extraño. No logro reponerme a todo esto”.

-¡Caray!- golpea el escritorio con los dedos-. ¿Quién eres? ¿En qué momento cometí la estupidez de olvidarte?

Aprieta el botón de contestar y pone las manos sobre el teclado. Escribe una línea tratando de sonar educado.

“Hola. ¿Hace cuanto que no nos vemos?”

Y aprieta el botón de enviar.

Se pone de pie y camina por el cuarto. Abre la ventana y enciende un cigarro. Le da una bocanada. Deja escapar el humo lentamente. Mira la luna que brilla encima de la copa de los árboles.

La imagen de la joven no lo abandona. Sus ojos negros, su cabello largo como cascada de terciopelo, sus labios gruesos que le piden ser besados. La mirada que le atraviesa el alma y le habla al oído. Hasta el sitio que aparece tras ella le resulta familiar.

Se sienta de nuevo frente a la computadora y escribe un mensaje.

“Perdón. Sé que voy a sonar raro, pero... últimamente me cuesta trabajo recordar”.

Aprieta el botón de enviar.

Un sonido le indica que tiene una respuesta en su bandeja de entrada. Sin pensarlo, lo abre.

“Nos vimos hace dos meses” dice.

-DiosDiosDiosDiosDiosDiosDios- Alberto se golpea la cabeza con la palma de la mano-. Esto no puede ser. Debe estar bromeando.

Un nuevo sonido y otro mensaje.

“Lamento que no puedas recordar”. Al final había una carita triste.

Alberto no puede dejar de mirar la foto. No puede dejar de mirar el brillo de esos ojos, ni esos labios ligeramente abiertos, el interior de la blusa. Todo tan familiar.

“¿De dónde saliste?” escribe Alberto.

“Tu sabes. Haz un esfuerzo”.

“Ayúdame”.

Pasa un minuto antes de que suene la llegada de la respuesta.

“Estoy cansada de hacerlo. Me lastimas”.

“¿Cansada?” El cigarro tiembla en su boca.

“No importa. Te lo he dicho. Tus padres tampoco quieren que hable contigo”.

“¿Por qué no quieren que hables conmigo? Ayúdame”.

“Dicen que no es bueno para tu salud. Que es mejor separarnos. Pero no puedo. Me duele mucho”.

Alberto arrastra la fotografía hasta el escritorio de su computadora. La abre con el Photoshop y comienza a jugar con ella. Mueve el brillo y el contraste, la recorta y la hace girar, aumenta la definición. Pero nada. Por más que la mira, nada.

“Entonces... ¿Ya nos conocíamos?” escribe.

“Sip”

El brillo en sus ojos le llama la atención. El reflejo que le regresa. Aumenta la fotografía lo más que puede, poniendo su atención en el reflejo. No puede creer lo que encuentra.

“¿Sigues ahí?” dice el mensaje en su pantalla.

Al centro del reflejo, sosteniendo una pequeña cámara, estaba él. Parecía también sonreír. Su corazón se detiene un segundo.

-¿Cómo es posible? –dice Alberto dando un paso atrás-. No puedo creerlo. ¿Cuándo sucedió esto? ¿Cuándo tomé ésta fotografía?

“Ayúdame a recordar” vuelve a escribir en el mensajero. Afuera, el sonido de los grillos se hacía más fuerte.

“No puedo. Ya lo he intentado todo”.

Alberto arroja la colilla del cigarro por la ventana y se termina lo que queda de Coca. Se levanta y se deja caer sobre la cama, con los brazos abiertos. Por alguna razón se siente triste. El sonido de un nuevo mensaje lo regresa a la computadora.

“Ya es tarde. Tengo que ir a dormir. Mañana platicamos”

-Por favor- dice Alberto al monitor, en voz baja-. No te vayas.

“Buenas noches” escribe resignado “descansa”. Y apaga el mensajero.

Se para frente al espejo. Mira su cabello corto, el pantalón de la pijama que le queda un poco grande, la camisa con los botones desabrochados. Se lleva una mano a la cabeza y camina a la computadora. Antes de ir a dormir debe apagarla.

Toma el ratón con una mano y mira la fotografía que está en el monitor. Esos ojos negros, ese cabello largo como cascada de terciopelo, esos labios gruesos que le piden ser besados. Por alguna razón, la chica le resulta familiar.

-¿Cómo llegó esta fotografía aquí?- se rasca la cabeza-. Es bonita. ¿Quién será?

Mira el reloj, se da cuenta que es tarde, debe ir a dormir. Guarda la foto en una carpeta y desconecta el regulador. Se va a la cama con la imagen de la chica dándole vueltas por la cabeza. Seguramente mañana habrá tiempo de averiguar de quién se trataba.

lunes, 29 de octubre de 2007

Un paseo por el parque

Ese viernes, Raúl salió temprano de la oficina y caminó con dirección al parque. Antes de salir había acomodado todos sus papeles. Los etiquetó, los puso en orden alfabético y los guardó en cajones. Al poner un pie afuera de la oficina, lo primero que hizo fue quitarse la corbata, hacerla rollo y colocarla en la bolsa del saco.

El sol brilla con fuerza, dándole un color a las cosas que Raúl nunca antes había notado. Le lastima los ojos mirar los autos, mirar las ventanas de los edificios, el verde de los árboles. Bajó la mirada y guardó las manos en las bolsas del pantalón. Caminó hacia el parque.

Lo hace despacio, no siente que haya prisa por llegar a casa. Su esposa no lo espera sino hasta muy noche, a la hora de la cena. Raúl mira el reloj y calcula el tiempo que le queda para estar solo y pensar un poco.

Al centro de una imaginaria habitación con paredes de calles y edificios, con el cielo como techo, se encuentra el pequeño parque al que nunca en tantos años de trabajar en la misma oficina había visitado. Al mirarlo sintió como si ahí ninguno de sus problemas pudiera alcanzarlo.

Lo primero que le viene a la mente al oler el pasto es la ultima vez que jugó con sus hermanos en el campo, cuando aún eran pequeños, cuando aún vivían en el pueblo. Se inclina a desabrocharse los zapatos y quitarse los calcetines. Luego pone los pies desnudos sobre el pasto y recuerda todas las ocasiones en que solía hacerlo cuando niño. Respira hondo. Ya había olvidado esa sensación.

Camina hasta una banca y se sienta. Cierra los ojos y escucha un pajarillo que canta en alguna parte. Quiere encontrarlo pero no tiene éxito. Lo escucha pero no puede determinar de dónde sale el canto. Unas ocasiones viene de la derecha, otras de la izquierda, otras de todas partes. Al final prefiere pensar que no es uno el pajarillo, sino varios. Por unos segundos desea ser uno de ellos.

Mira las flores que crecen en las ramas y los arbustos. Flores rojas y azules, pequeñas. Se pregunta quien las ha puesto ahí, quienes son los encargados de cuidarlas. Piensa en lo simple y grande que es la naturaleza. Mueve los dedos de los pies por encima del pasto.

Está ahí durante quien sabe cuanto tiempo, hasta que siente que es suficiente. Se vuelve a colocar los calcetines y los zapatos. Se pone de pie y camina a través del parque. Llega al centro, al sitio de la fuente, y deja que las gotas que vuelan con el viento le mojen el rostro. Mete la punta de los dedos en el agua, haciendo figuras.

Más allá, unos niños juegan a la pelota mientras una niña anda en bicicleta, cantando. Raúl sonríe con los labios apretados. Mira su reloj y se levanta.

miércoles, 24 de octubre de 2007

Pequeña historia de amor

“Tenemos que salir de aquí” dice ella con las manos en la cintura, con los ojos mirándome directo, como si quisiera degollarme con las pupilas. Sus labios tiemblan igual que el dedo con el que señala la puerta. Estoy seguro que sonrío, tratando de ser amable, pero no puedo sentir la boca. No puedo sentir el cuerpo. Cada vez la miro más lejos, como si estuviera borrándose, como si alguien estuviera bajando el volumen de su voz.

Lejos.

Su boca se mueve con lentitud.

No siento nada.

Es como si de repente alguien hubiera bajado el interruptor. Nada. Simplemente nada.

Todo comenzó la tarde en que sonó mi teléfono celular. Aún no terminaba de asimilar que mi novia me había dejado. Miraba la ciudad desde la ventana de mi oficina en el piso 16. Todo era tan pequeño. Abrazaba una taza caliente, sorbiendo con tranquilidad mi capuchino, mirando el flujo de los automóviles. Me había quitado la corbata y tirado todas sus fotografías y regalitos. Le dije a la secretaria que no me pasara ninguna llamada. Fue en ese momento cuando sonó el teléfono.

Primero pensé que podría ser ella, pero ahora puedo decirte que hubiera tenido mucha suerte si eso hubiera sucedido.

Era una foto. No reconocí el número de quien la enviaba, pero me dio igual, de todas formas la vi. En ella aparecía una chica morena, de perfil, completamente desnuda y metida en un baño. Sonreía como si hubiera hecho una travesura. Sus tetas eran gigantes. El mensaje decía; “Te extraño”.

Asomé la cabeza por el pasillo y vi que estaba solo.

Volví a mirar el número telefónico pero seguí sin reconocerlo. Pensé en escribir un mensaje y decirle que no la recordaba, preguntarle quién era, pero me di cuenta que eso era una estupidez. Seguro todo era un error. Guardé la foto y me terminé el café.

Dime si me estoy volviendo loco.

“No lo creo, nene”

¿De dónde saliste?

Ella rió como si la estuviera escuchando en larga distancia.

¿Bien?

“No sé qué preguntas. Soy lo mejor que te ha podido pasar. Te he liberado. No necesitas saber más”.

¿Hemos tenido sexo?

“Eres un pendejo”

¿Eso es un sí o un no?

“Sabía que esto iba a pasar. Eres una mierda. Igual que todos. Un día me amas y al siguiente me ignoras. Un día me utilizas como si fuera la mujerzuela más barata del mundo y al siguiente lo olvidas”.

Pero... ¿Cómo puedes decir eso?

“Lo mismo digo de ti, nene. Lo mismo digo”.


La primera vez que la vi en persona fue en una fiesta. Estaba sentado con mi cerveza en la mano, moviendo el pie al ritmo de la música, mirando a los demás bailar y cantar. Ella vino y se sentó a dos sillas de distancia. No dijo nada. Sólo agarró una cerveza de la cubeta, la abrió, y se quedó ahí. Ella no sabía nada, pero yo la reconocí de inmediato. Su escote no mentía. Creo que tomó cuatro cervezas antes de que volteara y dijera;

“Te ves muy serio con esa camisa a cuadros y tu pelo engominado. Para mí que eres un niño bueno”.

Sonreí. Nunca pensé que alguien pudiera comenzar una conversación acusando de esa manera a otra persona. Así era ella.

¿Tienen algo malo los niños serios? dije.

“No” contestó ella, moviendo la cerveza en la mano. “Sólo quise decirlo. Pero puedes olvidarlo”.

Regresé a mirar cómo todos bailaban. Miré a mis amigos reírse, a las chicas caminar de un lado para otro, al muchacho junto al estereo pasando los discos sobre el mueble. Le di otro trago a mi cerveza y dije.

Yo no soy un chico serio.

“Te dije que lo olvides”.

Me levanté de mi lugar y me senté junto a ella. No me miró, seguía moviendo la cabeza al ritmo de la música, agitando su cabello negro y rizado de arriba para abajo. Era la misma de la fotografía. ¿Cómo es que estaba en la fiesta?

Quiero que me expliques por qué dijiste eso de mí, dije. Para ese momento ya me sentía lo suficientemente ebrio como para discutir con ella.

“¿En verdad quieres saber?”

Moví la cabeza.

“Muy bien” contestó, tapando la boca de su cerveza con la mano, acercándose otro poco a mí. “Tu cabello, tu ropa. Todo demasiado limpio. Los hombres de verdad no lucen como tú. Hasta tus manos. Parece que nunca has hecho nada malo. Te aseguro que ni novia tienes”.

No entiendo. ¿Qué es hacer algo malo para ti? Dije.

“Déjame ver...” contestó, dándole vueltas a la botella sobre la mesa, mirando hacia el techo. “¿Alguna vez has robado una tienda?”

Wow, le contesté. No pude evitar abrir bien los ojos. Jamás esperé que una desconocida me preguntara cosa igual. Creo que vas muy rápido, dije.

“No. Yo creo que tú eres muy lento” dijo, y se puso de pie.

Reaccioné después de unos segundos. Me terminé la cerveza de dos tragos y salí tras ella. Me esperaba en la entrada, recargada sobre un muro.

“Pensé que no te ibas a atrever”.

Ella sabía que desde el momento en que dijo que yo parecía niño bueno me tenía en sus manos. Creo que desde antes, desde el momento en que se equivocó al mandar aquella primera fotografía suya mostrándome todo.

Encendió un cigarrillo y se puso en marcha. Caminaba rápido, con paso firme, moviendo las caderas como si fuera una modelo a mitad de pasarela. Me gustaba la silueta de sus piernas con ese pantalón de pana negra. Me gustaba su chamarra roja. Me gustaba su caminar erguido. Luego de unos minutos se detuvo.

“¿Ves ese mini-súper? Te aseguro que no te atreves a robar nada de ahí dentro. Ni siquiera un dulce. Eres niño bueno”.

Fumaba su cigarrillo como esas mujeres de las películas; abriendo la boca y dejando que el humo se acumulara espeso entre sus dientes. Me miraba retadora, con los brazos cruzados.

¿Y si gano qué obtengo? dije.

“No lo sé” contestó ella, mirando hacia el lado izquierdo. “Pero puedes arriesgarte y averiguarlo”.

Moví una mano de atrás para adelante, señalándola, y luego dije.

¿Es una prueba, verdad? ¿Qué quieres demostrar? ¿Que tienes la razón? Te aseguro que tú tampoco te atreves a robar nada de allá dentro.

“¿No?” dijo, y apagó el cigarrillo con la punta de su bota.

Sin avisar, cruzó la calle y desapareció tras la puerta de vidrio del mini-súper. Estoy seguro que me quedé sin color. No lo podía creer.

Salió después de unos minutos, caminando tranquila, chupando una paleta de caramelo. En una de las manos llevaba una bolsa con una botella de tequila y cacahuates.

Seguro lo compraste todo, dije.

“Si quieres, puedes entrar a preguntar” contestó.

Necesito pruebas.

Y ella sacó un montón de billetes del bolsillo y me los arrojó en el pecho. “Te dije que era fácil, niño bueno”.

Y luego dije.

¿Qué pasó con el encargado de la tienda?

“Ha de estar cambiándose los pantalones” contestó.

Regresamos a la fiesta. Afuera, el sonido de las sirenas no me dejó seguir bebiendo en paz.

¿De verdad nunca mandaste esa foto a mi teléfono?

“Te digo la verdad. No”.

Es que no lo puedo creer.

“Simplemente me equivoqué al marcar”.


Una tarde, mientras estábamos sentados a la orilla de un río (no recuerdo si era nuestra segunda o tercera cita), ella comía un helado de limón. Dijo que tenía calor, así que lo compramos. Y así, con sus labios fríos y dulces se dio la vuelta y me besó, sin decir más. Aún conservo su sabor en la boca.

“Creo que pronto va a llover” dijo.

Pero no nos movimos.

El agua comenzó a caer después de unos minutos y nos quedamos juntos, abrazando nuestras rodillas, con el cabello y la ropa mojados, mirando a la gente correr.

Es cierto

“¿Es cierto qué?”

Es cierto que hemos tenido sexo. Ya lo recordé.


“Si pudieras cogerte a quien tú quisieras, quien fuera, de cualquier época, ¿A quién te cogerías?” dijo ella, mirándome con sus ojos de niña traviesa. Sus pezones rosados apuntaban al techo.

Helena de Troya, sin duda. Dije. La tipa debe haberse movido como los dioses. ¿De qué otra forma hubiera provocado una guerra? No creo que sólo por su belleza. La belleza se marchita.

“Por eso me gustas, niño bueno” dijo ella. Su rostro descompuesto. Aún no me acostumbraba a mirarla después de nuestro accidente. Creo que nunca llegaré a hacerlo.

¿Tú a quién te cogerías? pregunté.

“A Dios. El cabrón debe tenerla bien grande, estoy segura. Inventó el sexo, así que debe ponerte unas zarandeadas...”

No conocía tus inclinaciones sacrofílicas, nena. Dije. Sabía de mujeres en los pueblos que se masturbaban delante de imágenes de santos, pero lo tuyo es un exceso.

“¿Crees que sea pecado coger con Dios? Es el jefe. El que pone las reglas. ¿Crees que te castigue por acostarte con él?”

No lo sé, pero eres una cochina. Por eso me gustas. Déjame abrazarte.

“¿Crees que le gusten las mujeres como yo? ¿Crees que sea un pervertido al que le gustan las mujeres gordas y deformes? ¿Crees que me pediría que se la chupe?”

No me importa. Dios puede hacer lo que quiera. Siempre lo ha hecho. Ésta noche es de nosotros. No quiero pensar en otra cosa. Quiero agarrarte las nalgas.

“Solía ser muy bonita, lo sabes. Pero después de... esto, tengo suerte de no causarte arcadas. Honestamente, me hubiera gustado ser una chica Lancóme, una chica Lóreal. Claro, de haber estado delgada. Pero ya no puedo”.

La escuché sollozar.

“Quiero que me cojas lo más fuerte que puedas”.

¿Qué?

“Quiero que me cojas lo más fuerte que puedas. Quiero sentirte completo. Quiero que me llenes. Quiero estar segura de que no te doy asco”.

¿Y cómo voy a hacer eso si apenas puedo moverme? contesté. Estos pedazos de metal en el cuerpo no me vuelven Robocop.

“Pues ha llegado el momento de averiguarlo y comenzar una vida nueva. Creo que debemos aceptarnos. Déjame ver lo que tienes ahí”.

Sus manos suaves. Su boca húmeda y tibia alrededor de mi miembro, subiendo y bajando, haciendo esos ruidos. Dios. Qué bien me sentía. Sus labios eran como tentáculos. Y sus nalgas...

¿Ya lo habías hecho antes? digo.

“Cuando era bonita. En todas las formas y en todas las posiciones. Tuve todos los que quise. A los hombres les gustaba que se las chupara. Les gustaba hacérmelo por detrás. Ahora ya no. No se me acercan”.

No quiero que se te acerquen. Ahora estás conmigo.

“¿Con quién más te gustaría coger?” dijo sin dejar de acariciarme. Sus párpados caídos y pómulos secos se acentuaban con la luz que se filtraba por la ventana. Era como un anuncio de noche de brujas.

Con Eva Braun. No creo que a Hitler le hubiera gustado que trataran a su esposa como una golfa. Le escupiría. La orinaría y después la haría lamer el piso. Sentiría lo que es conocer a un hombre.

“Tu concepto de justicia es un poco raro, pero me gusta”.

Se puso de pie delante de mí y luego me ayudó a ponerme boca arriba. Me gustaba su vagina, sus tetas pequeñas, su vientre plano. En dos brincos se colocó encima, tomando con fuerza mi pene entre sus manos y poniéndolo en la entrada de su entrepierna.

“Desde que te vi en esa silla, el día de aquella fiesta, supe que eras mi alma gemela” dijo.

Ahora nos tienen miedo, contesté. La gente le teme a lo diferente.

Creo que la vi sonreír. Era difícil saberlo a estas alturas. Su rostro no tenía expresión. Luego me miró de arriba abajo, deteniendo la vista en mis piernas; dos trozos de carne flaca y huesos fracturados.

“¿Con quién más te gustaría coger?” preguntó después de unos segundos, sin moverse.

Tomé su rostro con suavidad, me incliné un poco hacia delante y articulé con los labios; Contigo, nena. Contigo.

“Eso es lo que quería escuchar desde el principio, tarado”.

Y descendió por completo.

“¿De verdad no recuerdas nada?”

Nada de nada.

“Creo que si sigues hablando vas a lograr recordar algo”.

Eso espero. Aunque cada vez te escucho más lejos. No me sueltes, por favor.

martes, 23 de octubre de 2007

Cumpleaños


Honestamente, me sentí extraño al bajar de la camioneta y entrar a la fiesta para buscarte. Yo, con mis botas de piel de cocodrilo y mi sombrero vaquero, a la mitad de un festejo en un país extranjero, en tu país. Me bajé de la camioneta con mis amigos que cargaban sus instrumentos; una guitarra, un contrabajo, un acordeón, un requinto. Todos vestidos como si nunca hubiéramos salido de México. Llegamos después del anochecer, cuando las luces de colores brillaban alrededor del campo. Lógicamente, no pudieron ignorarnos. La música se detuvo. Un hombre alto y vestido de negro nos paró a la entrada.

-Perdón, caballeros, pero ¿traen invitación?- dijo.

-Soy amigo de la festejada- dije, y seguí caminando.

Todos nos miraban. Luego, te pusiste de pie.

Mis amigos subieron al escenario, tomaron sus lugares y micrófonos, sacando a los demás músicos. Todos en la fiesta tan arreglados, con trajes oscuros y vestidos de noche, perfumados. Nosotros, unos simples rancheros cargando sus instrumentos. Me detuve a la mitad de la pista de baile, mirándote, ignorando la sorpresa en el rostro de todos tus familiares.

Tú dijiste que todo estaba bien, tranquilizaste a tus padres. Yo me sentí bien por eso. Mis amigos siguieron acomodándose, dándole unos golpecitos a los micrófonos, ajustando el volumen, preparándose para tocar. Sólo se escuchaban los murmullos, el choque de los cubiertos, una persona por allá que se aclaraba la garganta y un niño pequeño que comenzaba a llorar. Todos me miraban. Dos niñas pequeñas se acercaron y con sus manos en jarras me fruncieron la boca y me sacaron la lengua. Yo me acomodé el sombrero, y más allá, en la oscuridad, las luciérnagas brillaban.

Luego, Leonardo tocó el acordeón. Y yo empecé a cantar...

lunes, 22 de octubre de 2007

Viaje de regreso

La línea blanca sigue y sigue sobre el fondo negro del asfalto. Estoy muerto. Muerto en una manera metafórica, aunque preferiría en realidad estarlo. Me hundo sobre el asiento de piel, siento el aroma a gasolina quemada que entra por alguna parte del automóvil. El mundo pesa. ¿Es justo traerlo en la espalda?

Pido un milagro pero es demasiado. Recargo el rostro sobre la ventana, fría, y sigo mirando la línea blanca. Más allá los árboles y las luces de la ciudad. Más allá las montañas y arriba las estrellas. Me derrumbo igual que una casa de lodo. Voy dejando pedazos de mí por el camino.

-¿Estás bien?- dice Roberto.

¿Cómo quiere que esté bien? Lo miro. Siento como si estuviera sosteniendo el universo con los párpados. Pido que llueva. Miro a Roberto girando la cabeza lentamente, no le digo nada, y me vuelvo a recargar en la ventana. Tengo sueño pero no puedo dormir. Me bombea cada una de las venas de la cabeza.

En el asiento de atrás viajan David y Lorena, borrachos hasta que ya no les entró una gota más. Vienen dormidos. Estoy seguro que alguno de los dos vomitará antes de llegar, tal vez ambos, pero no me importa.

-¿Sabes quién pagó todo?- dice Roberto.

-El seguro- contesto. –Pagó eso y pagará muchas cosas más. La suma era por algunos millones.

Nunca aparto los ojos de la línea blanca. Sé que Roberto maneja sosteniendo el volante con ambas manos, cuidando su velocidad, rebasando por la izquierda. Me gusta que Roberto maneje. Me siento a salvo.

-Entonces... ¿lo de irte a España sigue en pie?- dice.

-No lo sé. En estos momentos no puedo pensar.

-Abre la guantera. ¿Ves la bolsa de plástico? Adentro encontrarás algo que puede ayudarte.

-No. Ahora no quiero. Voy a enfrentar esto lúcidamente. No quiero olvidar lo que siento. Juro que nunca más me volverá a pasar. Por eso.

-No te hagas el hombrecito. No es tu estilo. Anda. Coge un poco de la bolsa. Te ayudará.

-Hoy he cambiado. Gracias Roberto, pero no.

-Puta madre. Te tengo que rogar más que a mi novia, no mames. Que agarres, te digo.

-Que no quiero, chingá. Entiende.

Lo miro fijamente, sin sonrisas ni ningún gesto. Aprieto los dientes y entrecierro los ojos. He dicho que soy otro.

-Está bien. Ni hablar- dice. Y sigue manejando.

El auto se mece de un lado a otro por las curvas. Casi no escucho el motor, sólo el zumbido del viento. Lo demás ha desaparecido de mi vida. Ya nunca habrá sol, la luna no volverá a ser hermosa. Maldita sea. Y me muerdo los labios.

Roberto mueve la tapa entre su asiento y el mío, mueve los dedos y saca un disco. La música es tranquila y habla sobre los vaqueros que se han ido. Me pregunto lo mismo. Me pierdo en la noche y las estrellas. Me gustaría estar tan lejos.

Todo se ha terminado para mí. Tengo tanto miedo. No quiero sentir frío, quiero que todo vuelva a ser como antes, como era ayer por la mañana, y que nada hubiera pasado. Y ahora estoy aquí, aflojándome ésta corbata que no me deja respirar.

-Me haría mucho bien un par de aspirinas- digo.

-No traigo. Pero creo que hay un poco de paracetamol en el hueco de la puerta- dice Roberto.

Encuentro la caja y saco dos pastillas. Las mastico. El sonido me recuerda cuando aplasto cucarachas. El efecto es lento, pero sé que llegará. Hoy no quiero nada más fuerte que mil gramos de esto. Agradezco que Roberto no me venga interrogando sobre lo que pasó.

-¿Falta mucho?

-Como media hora- dice Roberto.

-No quiero llegar. ¿Puedes ir más lento?

Si tan solo se me concediera un deseo mucho mayor que este no tendría por qué sentir como si alguien me hubiera sacado el alma con una cuchara para helados. Pero no voy a llorar. No lo he hecho y no lo voy a hacer. Aunque traiga todas las lágrimas hechas nudo en la garganta.

Nada dura para siempre. Hasta ahora lo vine a aprender. Dicen que nadie sabe lo que tiene... pero esto es demasiado. Ahora necesito pensar, estar un tiempo conmigo. Aunque no voy a negar que me agrada venir con mis amigos. Nadie mejor que ellos para acompañarme en éste momento, cuando los demás están sintiendo lástima por mí.

Roberto es un buen tipo. Terminó la licenciatura en derecho y ahora está esperando hacerse cargo de la empresa de su papá (creo que es sobre máquinas para darle forma a la madera, o una cosa por el estilo). Tiene una novia con la que jura se va a casar. Su novia no pudo venir. ¿Quién viaja de emergencia a Oaxaca a las doce de la noche entre semana? Sólo mis amigos.

Los envidio. Su mundo aún sigue intacto.

Mis amigos me acompañaron durante todo el día. Hablaron poco. Me daban palmadas en la espalda cuando las necesitaba. En todo momento tuvieron los hombros disponibles para mí, aunque nunca haya hecho uso de ellos. En todo momento me escoltaron. Los cuatro vestimos de negro. Mi cabello está hecho un desastre, puedo verlo por el retrovisor. El mundo pesa mucho más de lo que imaginé.

jueves, 18 de octubre de 2007

La última palabra

La noche que murió el abuelo fue cuando decidí dejar de hablar. Así de simple; sentí que ya no había más que decir en voz alta. Esa noche tomé su mano fría y le dije al oído mi última palabra, para que ella viajara con él a donde sea que se fuera a ir. Se la dije muy cerca del oído, quedito. A la mañana siguiente comencé a garabatear en un cuaderno.

Solíamos pasar las tardes leyendo. Él en su sillón rojo y yo en uno verde, uno al lado del otro, en esa enorme biblioteca que ahora ya no existe. Afuera, más allá de las persianas, cantaban los pájaros y pasaban automóviles. A los doce años yo ya había leído completo a Ciorán. El abuelo me explicaba las partes que no entendía.

Él siempre quiso escribir una novela, pero sus últimos meses con vida ya no quiso seguir leyendo, me pedía que lo hiciera por él. Le leía en voz alta durante horas. Sólo nos deteníamos para comer. Me explicaba sobre la musicalidad de las palabras, sobre el orden de los párrafos. Así aprendí a distinguir la buena literatura de la mala; con sólo escuchar la armonía.

Las últimas semanas él ya no quería que le siguiera leyendo. Me pedía que fuera yo quien le contara las historias... a mi manera. Leía durante las noches para tener algo que contarle. Me pedía que fuera yo quien armara la musicalidad.

Le platiqué mi versión de los cuentos de Carver y de Perec. El abuelo tosía cuando lo hacía mal, cuando mi historia sonaba distorsionada. Siempre me exigía más, siempre me pedía que lo sorprendiera. Y ahí estaba yo, al pie de su cama, con doce años cumplidos, intentando platicarle de la vida a un anciano.

El abuelo cerraba los ojos y ponía atención. Fue el mejor lector que jamás llegué a tener.

En mi casa no hay muchos libros, sólo unos cuantos. No me gustan. Me recuerdan a él. Las paredes son azules, sin ningún mueble más que mi escritorio y mi computadora. Tampoco me gusta la música, sólo escuchar los autos al pasar. Y por si te lo has preguntado; sí, vivo solo. Me paso las noches fumando y haciendo el amor con el teclado.

¿Quieres saber qué le dije esa noche al abuelo? Bueno. Lo último que le dije es que iba a escribir esa novela que él no pudo escribir.

miércoles, 17 de octubre de 2007

LO QUE SUEÑAN LOS VAQUEROS

Está solo en la habitación, sentado en el suelo, mirando la luz que se cuela por la ventana. Sostiene un cigarrillo entre los labios. Entre las manos una guitarra. Piensa, pero nada se le ocurre. Lo intenta.

Afuera no hay nada, sólo polvo y más polvo. Y le da un golpe a las cuerdas, arrancándoles un ttrrann desafinado. Más allá, algo explota.

-Maldición.

Balancea su cuerpo de atrás para adelante, suavemente, como en una mecedora, y no deja de mirar las paredes de madera, la pintura reseca, cuarteada, y la falta de decoraciones. Respira el olor a viejo que le atraviesa la piel y se anida en el corazón.

Pero nada.

No pasa nada.

No se le ocurre nada.

Golpea la guitarra una vez más, y las explosiones suceden de nueva cuenta. Las montañas secas, las rocas, un trozo de sol; todo explota. Y él se termina el cigarrillo sin poner más atención. No importa. No pasa nada. Hasta la casa comienza a caerse a pedazos.

Hoy, ni su sombrero de pensar funciona. Simplemente no.

Y tocan la puerta.

-Beto… es hora de dormir.

“Maldición”.

La casa de madera, los campos secos, el sol del desierto, sus botas de vaquero, el paquete de cigarrillos; todo desaparece como si alguien hubiera pasado encima un borrador. Las imagenes se diluyen. Y Beto se descubre sentado sobre la cama, a la mitad del cuarto.

-Ya voy, mamá- dice.

-Recuerda que mañana tienes escuela.

-Está bien… no tardo.

Y el niño pone la guitarra a un lado, se enfunda la pijama de franela, se lava los dientes y luego apaga la luz.

martes, 16 de octubre de 2007

HOTEL

Me dijo que este era el mejor hotel, el único en que nadie nos iba a encontrar. Con sus paredes llenas de replicas de cuadros famosos y el suelo alfombrado a rombos, con su olor a colillas de cigarro y alcohol. Más bien este era el más feo hotel del mundo. Aún así, teníamos suerte de haber conseguido la última habitación de este sitio a la mitad de la nada. Teníamos suerte de haber conseguido un poco de Vodka.

Nos escapamos de la fiesta a eso de las dos de la mañana. Los únicos que quedaban despiertos eran los borrachos y alguna que otra mujer. El techo lleno de listones de colores y globos con poco aire. Música norteña saliendo de las bocinas. Parejas besándose. Ella tomando mi mano, llevándome a la salida. Yo sintiendo que el suelo se meneaba de un lado para otro.

Toda la noche se la había pasado muy cerquita, hablándome al oído, tocándome la entrepierna. Me habló de su hermano que se había ido a los Estados Unidos el año pasado, de su madre dueña de una tienda, de su padre que se dedicaba a criar cerdos y hacer tacos de carnitas. Me dijo que su hermano se había ido porque le gustaba más andar con los gringos y hablando inglés que andar con toda esta bola de indios. También me dijo que le gustaría sentirme dentro.

Mientras íbamos en su camioneta yo miraba las estrellas y la línea blanca de la carretera. Me platicaba de su pasatiempo; salir a matar conejos y venados. También me dijo que su padre le había enseñado desde muy chica a castrar cerdos y montar a caballo. Me dijo que hacía dos años habían ido de safari al África. Yo la imaginé con sus manos llenas de sangre y divirtiéndose con esos animales. La imaginé riendo. Yo le dije que nunca había matado nada. Ella me dijo que un día me iba a enseñar. Tuve ganas de vomitar sobre el tablero.

Fue ella quien me arrancó la ropa, quien me tiró sobre la cama y me hizo todas esas cosas que nunca nadie me había hecho. Fue ella quien comenzó a llamarme vaquero. Me puso sus piernas en la cintura y me abrazó con fuerza, me dijo que hiciera esto y lo otro. Me dio la vuelta y me asfixió. Gritaba con fuerza, agarrándose la cabeza. Me dijo que la sodomizara. Me exprimió por completo.

Nunca antes me había sentido así.

Después me dediqué a mirarla dormir. Tomé un último vaso de Vodka con jugo de naranja. Miré su espalda, la curvatura de sus nalgas, lo moreno de su piel. Nunca lo había hecho con una mujer que tuviera el cuerpo tan pequeño. Encendí un cigarro. Miré su cabello regado en la almohada, las gotitas de sudor que se iban secando sobre su cuerpo. Pensé en ella y en esos animales. Pensé en su padre castrando cerdos. Luego me acordé de mis amigos, quienes seguramente habrían de estarme buscando.

Busqué en la bolsa de mi chaqueta y saqué el teléfono. Miré a través de la ventana hacia la calle, hacia todas esas casas sin luz que crecían a la orilla del camino. Miré que sólo la tienda y la parada de autobuses tenían la fachada pintada. Sentí la brisa que se metía por alguna parte. El puntito rojo de mi cigarro se reflejaba en el cristal.

Cuando Humberto contestó le dije que viniera a rescatarme, que ya no quería estar aquí. Me preguntó si me la había pasado bien. Yo le dije que había tenido mejores... aunque no tan mejores. Luego le dije que me daban miedo las mujeres que sabían castrar cerdos.

“Voy para allá ahora mismo” dijo Humberto casi en un grito.

Me terminé el cigarro, di un último trago al Vodka y me vestí. La palabra “Vaquero” aún seguía sonando en mis oídos.

lunes, 15 de octubre de 2007

SINDROME DE ABSTINENCIA

Como si alguien me hubiera metido una varilla de metal en la cabeza y estuviera haciendo pasar electricidad a través de ella; así me siento. No sé cómo es que estoy despierto y escribiendo. Aún escucho la música en los oídos. Las piernas me tiemblan. Tengo la boca seca.

En realidad no tengo tampoco por qué estar contando esto, pero aquí me tienes. He dejado de escribir en todas esas páginas en que solía hacerlo. Guardé los textos en varios archivos y los metí en alguna parte, luego me di de baja. Si pones mi nombre en los sitios en que solías buscarme verás que ya no estoy ahí. Desaparecer, como el hombre que nunca estuvo ahí.

Me di cuenta que ya no había nada más, que todo lo que podía obtener ya lo había obtenido. Era mejor retirarme. Nadie me va a extrañar. Pero con el adiós vino el síndrome de abstinencia, como cuando dejé de fumar. Me di cuenta que no podía seguir sin ver mis letras en el internet. Tuve que trazar un plan.

Decidí venir a este lugar en el que sólo me visitas tú. Necesito sentir que por lo menos mis palabras están aquí; ya sabes, tantos años crearon costumbre. Al menos contigo estoy seguro, nadie más que tú me conoce. Nadie sabe mi nombre, ni ha visto mi rostro. Sabes que siempre me ha gustado ser un fantasma. En mí, eso del ego del escritor no aplica: prefiero que nadie reconozca mi mediocridad.

La cabeza me hace Bum-Bum. Bailé hasta las tres de la mañana y tomé tanto vodka como un soldado ruso. Apenas puedo mantener los ojos abiertos. Necesito un poco de agua. Pero también necesito decirte esto; decirte que de ahora en adelante sólo voy a estar aquí, dedicándote tiempo, hablándote al oído, contando juntos las anémonas de luz. Sé que no me lo has pedido, pero necesito esto para mantenerme sobrio en el mundo de las letras. No me digas que no.

Ninguno de mis amigos sabe de este lugar, a nadie le he platicado de este rincón. Quiero que esto siga así. Ya no voy a seguir escribiendo para quienes tanto me han leído. Quiero alejarme de esa zona de confort. Además, siento que nada de lo que he escrito hasta ahora vale la pena ya. Sabes la razón. Es tiempo de cambiar.

Ahora sí, ya me voy a dormir. Este dolor de cabeza apenas me deja pensar. Te mando besos, donde quiera que estés.

lunes, 8 de octubre de 2007

NOTA

Sobre el buró de tu habitación hay una nota. La nota dice;

“Shhhhhh.

Quiero que leas esto en voz baja.

Dibuja cada palabra.

Dibuja cada letra entre tus labios. Saboréalas como si fueran de azúcar. Muérdelas suavecito.

Escucha mi corazón latir. Escucha mi respiración. Huele mi perfume.

Dibuja estas palabras con cuidado en el aire, con tu voz. ¿Puedes sentirlas?

Ahora di esto conmigo;

Sí... sí quiero”.