sábado, 30 de agosto de 2008

De islas voladoras e historias incompletas


Ayer comenzaron con el recorte de personal, y por la noche soñé con islas voladoras. Soñé que vivía en una de ellas y me dedicaba a sembrar maíz, que conseguía el agua directo de las nubes y que dormía en una choza con paredes de lodo. Volaba con la isla por sobre pueblos y ciudades, mirando el rostro sorprendido de la gente. Ellos me miraban unos momentos y luego volvían a su trabajo en las oficinas o en las fábricas, volvían a caminar, con su mirada perdida, por las calles grises pavimentadas. Ya por la noche, después de un día de trabajo, me sentaba junto al fuego a tocar mi guitarra; tocaba hasta ser vencido de nuevo por el sueño. En ocasiones mi camino se cruzaba con el de otra isla, y su habitante y yo nos saludamos con la mano o con una simple inclinación de la cabeza, nos preguntábamos por el clima allá en el lugar del que veníamos y luego nos deseábamos un buen viaje, desaparecíamos tras una montaña gigante o tras alguna nube gorda y blanca. Nunca hice el intento por abordar una isla ajena. Pero todo era un sueño. Por más cómodo que me sintiera, por más que quisiera permanecer ahí hasta la eternidad, por más que quisiera seguir respirando ese aire, no era posible, los sueños tienen que terminar, ya sea porque la luz del sol golpea la ventana de los párpados o porque el sonido del despertador se vuelve insoportable o porque nuestra pareja, nuestra querida y vieja esposa, nos sacude el hombro y nos dice que ha llegado el momento de ir a trabajar. Me estiro, acomodando los músculos del cuerpo, y me restriego los ojos; vuelvo a recordar que en la fabrica hay recorte de personal. En la lista de ayer no aparecí, pero en la de hoy puedo estar. Veinte años que se irán a la basura de un plumazo sólo porque a alguien de allá arriba, de las oficinas, se le ocurra tomar la decisión de que alguien como yo ya no les resulta de utilidad, alguien que seguramente sonreirá al darme un cheque de liquidación y dirá un Gracias por sus servicios que no le saldrá del corazón. Pensarlo me aterra. No sé qué va a ser de mí si eso llega a suceder. Han sido treinta años en la misma fábrica, trabajando detrás de la misma máquina, apretando los mismos botones, haciendo los mismos productos, levantándome a la misma hora. Quién más va a necesitar de mi experiencia. Con éstas ideas rondando por mi cabeza voy camino al el trabajo, mirando a las demás personas, sintiendo que todas ellas son más felices que yo. Tengo ganas de tomarlos por la corbata y gritar que no hay nada por lo cual sentirse así. Camino lento, pensando en la familia de los compañeros que se fueron el día de ayer. Los imagino revisando sus cuentas, haciendo un inventario de sus deudas y gastos, tronándose los dedos por no saber cómo pagarán la renta del mes siguiente, o la luz, o el agua, o los cuadernos de la escuela de sus hijos. Los imagino a sus casi cincuenta años yendo a pedir trabajo, formados en una fila a la espera de una entrevista en la cual les dirán que no cubren el perfil, yendo a comprar el periódico del domingo sólo por ver la sección de empleos, subrayando aquellos para los cuales se sienten menos incompetentes, llamando por teléfono para una cita, caminando de aquí para allá, gastando su poco dinero en pasajes y en comida sucia de la calle, planchando por las noches su única camisa manga larga y sacándole brillo a sus únicos zapatos de vestir, colgando con cuidado en una percha ese saco azul marino que siempre tuvieron miedo de volver a utilizar. Pienso en ese su futuro que seguramente será el mío también; tal vez no el día de hoy, pero seguramente el día de mañana. En mi historia personal, no tengo otro destino asegurado más que el de mi propia desgracia. Cuál será mi reacción si al llegar al trabajo me dicen Un momento, Rodríguez, antes de pasar a su área de trabajo queremos platicar con usted, venga por favor, pase por aquí. No sé qué diré, no sé si bajaré la cabeza, pondré mis manos por delante, con los dedos entrelazados, y caminaré hasta donde ellos me digan. No sé si los demás compañeros se compadecerán de mí. Tampoco sé si escucharé en silencio y luego firmaré los papeles sin haber expresado todo esto que me está destrozando el corazón. No sé si tendré el valor de preguntar Por qué, por qué yo. Han sido veinte años tras la misma máquina y no sé hacer ninguna otra cosa, la experiencia que tengo no sirve en otra parte, soy un especialista, señor, un hombre de una sola profesión; no puedo dejar de serle útil a la gente que durante tanto tiempo me necesitó. Compadézcase. Qué será de mí, qué será de mi familia. Los jefes de la planta dicen que las ventas han disminuido y que la gente ya no busca nuestros productos, que estos recortes se hacen en todas partes del mundo. Ellos les llaman ajustes, no despidos. Y mientras viajo en el camión rumbo al trabajo vuelvo a cerrar los ojos, a pensar en el sueño que tuve. No sé por qué lo he recordado si normalmente suelo olvidar todo. Vuelvo a pensar en las nubes y en la isla voladora en la que he logrado hacer brotar una parcela llena de elotes dorados como el sol. Recuerdo el aroma de las nubes, el tacto de la tierra bajo mis dedos, el cálido soplo del viento acariciando mi pecho. Cierro los ojos y rezo.

sábado, 16 de agosto de 2008

Nomás un puño de tierra


(Autorretrato en fotocopiadora)