viernes, 18 de febrero de 2011

Juntitos, abrazándonos


"Quiero que me lo cuentes todo” dice muy suavecito, hablan­do dentro de mi boca. Le pido que vuelva a repetirlo, apenas lo puedo escuchar. “Quiero que me digas lo que pasaba en esas noches”.
Mueve su cadera con ritmo, delicado, de atrás para adelante. Huelo su colonia. Siento lo pegajoso de su sudor.
Le digo que no entiendo para qué quiere que le cuente. Todo pasó tiempo atrás, cuando aún no lo conocía. Lo sabe pero insiste; dice que necesita escucharlo.
Le digo que para qué, si ya lo he contado muchas veces. Pero eso no le importa. Quiere que lo vuelva a contar.
Le digo que en esas noches ellos se dedicaban a hacerme todo lo que dos personas le pueden hacer a una chica como yo. Todo lo que un hombre le puede hacer a una mujer. Todo lo que una mujer le puede hacer a otra mujer. Todo lo que una pareja le puede hacer a una chica.
Comienzo a platicarle sobre esas noches y siento cómo su miembro se va poniendo más y más duro.

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Las reglas eran simples. Yo podía fornicar con la esposa en cualquier momento. Podía fornicar con el marido sólo si la esposa estaba presente. La esposa podía, cada que ella quisiera, fornicar con cualquiera de nosotros —como eligiera; juntos o uno por uno—. El marido no necesitaba ninguna regla ya que ninguna de nosotras sabía realmente por dónde comenzar.
Primero me tomaban por la cintura (yo era joven y no ofrecía ninguna resistencia), me ponían contra la pared, me mordían la espalda y las nalgas y luego él se metía en mí tan rápido que ape­nas y podía decir algo.
La cosa que le colgaba de la entrepierna era del tamaño de una lata de cerveza. De las grandes. No sabía que alguien pudiera tener una así.
Les gustaba morderme las orejas y decirme cosas sucias, de­cirme que yo era su pequeña alumna y que me iban a enseñar a comportarme. Me decían que él me lo iba a hacer por detrás. Las piernas me temblaban cada que los escuchaba. A la esposa le gus­taba verme llorar.
La primera noche me puse una falda pequeñita, una blusa roja y unas botas que me llegaban hasta la rodilla. Al caminar se me le­vantaba todo. La esposa aplaudió al verme. Primero fuimos a cenar y después a su casa.
La esposa me dijo que cualquier ropa de mujer se ve bien cuan­do está hecha bolas a un lado de la cama del amante. Luego me tomó de la mano y me besó como nunca antes nadie lo había he­cho. Después pasó los dedos por mi cosita.

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“Sabes que no voy a decir esas palabras” le digo.
Lo que quiere escuchar es que yo diga “Pito”, “Culo”, “Tetas”, “Panocha” pero no le voy a dar el gusto. No mientras me esté em­bistiendo. No mientras las venas de su frente estén hinchadas.
“Vamos muñeca” me ruega “quiero que me digas más”.
Ya se sabe la historia de memoria. Se la he contado una vein­tena de veces. Se la he dicho al revés y al derecho. En ocasiones, cuando llego a omitir algo, es él quien de inmediato me corrige. Le gusta que sea lo más explícita posible.
Entonces me la saca.
“Dime más” sacude su cosa frente a mí. “Quiero echarte todo. Vamos. No me falta mucho”.
Me levanto y me doy la vuelta. Me acuesto sobre una almohada, levantando las caderas. Me escupo en los dedos y me separo las nalgas.
“Ahora quiero un poquito por aquí”. “Anda, nene”.
Y siento cómo me abre toda por dentro.

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“Quiero darle un regalo a mi marido” dijo la esposa. “Un regalo que siempre ha deseado pero que nunca le he podido dar”.
Los conocía de tiempo atrás. Vecinos de la cuadra. Siempre nos topábamos en las noches al ir por el pan o comprar algo en la tien­da. Ambos me sonreían.
“Quiero que vea cómo lo hago con otra”. “Y la única mujer que nos agrada eres tú”.
Le gustaba que me arrodillara delante de su marido, que toma­ra su cosa con ambas manos.
“Me gusta que lo hagas con él porque él es mío” dijo. “Y cuan­do te lo está haciendo siento que soy yo la que te lo está hacien­do”.
Ella tenía una cosa de plástico como de este tamaño, así. Cada una nos introducíamos un extremo. Utilizábamos eso durante mucho tiempo mientras el marido nos miraba.
“Dime que soy tu perra” decía la esposa.
“Dime que soy tu perra” aprendí a decir yo también.
Y el marido nos acariciaba la cabeza mientras nos perdíamos en su entrepierna.

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“¿Cuántos años tienes?” me pregunta.
“¿Para qué quieres saberlo?” le contesto. “Si ya lo sabes”.
“Me gusta que lo digas” jadea con fuerza. “Me vuelve loco”.
Aprieto con fuerza las sábanas. Las muerdo. Él me enviste con fuerza, como una máquina de esas que sirven para romper el pa­vimento.
“Dieciocho” contesto. “Hoy tengo dieciocho”.

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La primera vez que salimos juntas, sin su marido, fuimos a comprar algo de lencería. Ella eligió unas tangas rosas y verdes. Yo compré unos ligueros. Nos reímos mucho cuando le pedimos su opinión a uno de los vendedores.
“¿Usted cree que esto le guste a mi marido?” dijo ella agarrán­dose los senos, sosteniendo un Wonder Bra.
El vendedor pasó saliva.
Después fuimos juntas al cine. No recuerdo cuál era la película. Nos pasamos casi toda la función besándonos, sólo nos detenía­mos para tomar un poco de aliento. Ella descansaba su rostro en mi hombro y me decía que mi cabello olía bonito, jugaba con mis rizos. Yo sentía que mi corazón era como una pantera que se me iba a escapar del pecho.
Salimos varias veces, no puedo recordar cuántas. Tampoco puedo recordar todo lo que hicimos o dejamos de hacer, aunque te puedo asegurar que hicimos muchas cosas.
Cuando su marido regresaba a casa, después de sus viajes, nos dedicábamos a hacerlo feliz. Le presumíamos la ropa que había­mos comprado. Le platicábamos de lo que habíamos hecho, de to­dos los hombres que habíamos provocado. Luego él se dedicaba a hacernos cosas, muchas veces, durante toda la noche.

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Se pone de pie y se limpia.
“Eres hermosa” murmura. Luego me da una nalgada.
Me levanto de la cama y siento que todo se me escurre por las piernas. Después se tira en la cama y cierra los ojos.
Camino hasta el baño para lavarme. El agua del bidet se siente tibia. El chorro me lame y cierro los ojos para soñar con algo boni­to, con manos que me recorren hasta que exploto en un millón de chispas de felicidad.
Salgo y en el televisor aparece una muchachita hincada en me­dio de un montón de tipos, unos siete tal vez, que le ponen sus cosas en la cara. Ella las estruja, las jala, las apachurra. Se las lleva a la boca como una desesperada. Aprieto un botón en el control remoto y cambio de canal.
Aparece una rubia sentada a la orilla de una cama, con las pier­nas separadas, y otra mujer, de cabello negro, se arrodilla frente a ella. Un hombre sentado al otro lado de la habitación las mira. Cambio de nuevo el canal, pero sólo encuentro más películas de este tipo. Prefiero apagar el televisor.
Me acurruco en la cama, junto a él. Paso mis dedos por su pe­cho. Miro su estómago subiendo y bajando con cada respiración. Me acerco un poco a su rostro y le hablo muy bajito, sé que me escucha.
“¿Sabías que nos gustaba tomarnos fotografías mientras lo ha­cíamos?” le digo.

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Recuerdo el tubo al centro de la pista, frío y pegajoso. Las lu­ces que nos golpeaban directamente en los ojos, que nos cegaban. Ninguna de las chicas de ese lugar gustaba de mirar el rostro de los clientes. Las líneas de espejos sujetas a las paredes estaban llenas de grasa. La música a todo volumen.
Bailábamos lentamente, tocándonos con suavidad, rozando nuestros labios. El humo del cigarro nos llegaba casi a la cintura.
Ella iba disfrazada de perrita, con una falda de cuero muy cor­ta y una cola. Yo llevaba una falda con lunares rojos y el cabello peinado en dos coletas. Chupaba una tutsi. Más allá, en una de las mesas del fondo, estaba su marido. No lo podíamos ver pero sabíamos que estaba ahí. Él nos había llevado.
Cuando subí al escenario, con esa ropa tan pequeña, tratando de ignorar la mirada de todos esos hombres, sentí como si los escalones fueran de malvavisco, como si cada uno de mis pasos se hundieran en la madera. El aire me faltaba.
Sujetada al otro lado de la correa, gateando, subió conmigo la esposa. No; ninguna de las dos llevaba ropa interior. El hombre de la cabina nos presentó como “Asia” y “Europa”.
No recuerdo la canción que sonaba en los altavoces. Puede ser cualquiera que te guste, la que te parezca más apropiada para ese momento. Sólo recuerdo cómo el cuerpo de ella y el mío se enros­caban sobre el frío suelo de la pista de baile. Recuerdo los aplausos cuando el moreno subió al escenario.
Primero la tomó a ella. La tomó por las nalgas y la acercó a sus labios, con fuerza. Ella lucía como si se fuera a romper, como si de un momento a otro fuera a dejar el cuerpo. Lucía pequeña. Trataba de apartarse, pero el hombre le buscaba la cara y le chupaba los labios, ensalivándola, mordiéndole también los cachetes.
La gente aplaudía y gritaba. Ella cerraba los ojos mientras el hombre la apretujaba. “¡Enséñale lo que hace un hombre de ver­dad!” decía la gente. “¡Queremos ver que le duela!”
Estoy segura de que el marido se enderezó en la silla al mirar la cosa que el moreno tenía entre las piernas.
El hombre tomó la correa y la amarró a un extremo de la pista. Hizo que ella caminara a gatas de aquí para allá. Le daba nalgadas. Yo permanecí en un extremo, temblando, con las piernas muy jun­tas. La miré directamente al rostro y noté el brillo de esa lágrima que nunca escapó de su ojo. El moreno hizo que ella le lamiera los pies antes de penetrarla.
No sé cuánto tiempo estuvieron haciéndolo en medio de las lu­ces y los gritos de los clientes. El tipo del altavoz no dejaba de ha­blar sobre las cualidades del moreno, sobre la resistencia de ella. Las otras chicas salieron del camerino a ver lo que estaba suce­diendo. Todos aplaudían.
Después, recuerdo el olor a cigarro y el destello de los hielos en las mesas. Recuerdo la suavidad de su mano. Recuerdo la fuerza con que el moreno estrellaba su pelvis contra la mía. Recuerdo cuando me dijo “Ya la tienes toda adentro”.

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“¡Mira!” dice levantándose de la cama. “¡Mira cómo me la has vuelto a poner! Eres maravillosa”.
Le he contado esta historia un montón de ocasiones y siempre sucede lo mismo. Camino hasta la repisa y traigo un condón, lo abro y me lo pongo en la boca. Me acerco a la cama.
“Eres mágica, muñeca. Te amo” jadea y se recuesta.
Después de colocárselo, me levanto y pongo mis manos contra la pared, separando las piernas. Me inclino un poco hacia delante y muevo la cadera de izquierda a derecha. Y digo.
“¿No va a venir por mí, señor policía?”            

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Nos fuimos a vivir juntas a Acapulco y alquilamos un cuartito en un hotel a la orilla del mar. Por las noches, entre besos y abra­zos, nos arrullábamos con el sonido de las olas. En las mañanas, con la piel aún pegajosa, nos despertábamos con el sonido de las aves y ese profundo olor a sal que parecía no terminar jamás.
Solíamos caminar tomadas de la mano, recorriendo la costa, y después meternos en algún restaurante. Nos sentábamos en una mesa cerca de la entrada, esperando a que uno o varios hombres se acercaran para pagar nuestra cuenta. Luego, si tenían suerte, nos íbamos con ellos y pasábamos las siguientes horas haciéndoles y dejándonos hacer.
Una de las camas de nuestro cuarto siempre estaba llena de ropa arrugada y envolturas de comida rápida. La otra era la que ocupábamos para besarnos. Jamás llevamos a nadie a nuestro “hogar”.
En una ocasión, mientras descansábamos a la orilla de una piscina, a ella se le ocurrió que nos quitáramos el traje de baño. Cuando lo dijo sentí que los cachetes se me ponían calientitos. No pude evitar mirar para todos lados.
“¿Estás loca?” le pregunté.
En la otra orilla había tres hombres. Platicaban. Eran gordos y usaban bigote. Tomaban cerveza y reían muy fuerte. Ninguno de ellos nos quitaba la vista de encima. Sé que nos miraban porque éramos jóvenes; porque teníamos esos cuerpos pequeñitos e íba­mos solas. Se acercaron a hacernos la plática.
“Buenas tardes, preciosas” nos dijo uno de ellos tocando la ori­lla de su sombrero. “Hoy en la noche tenemos una fiesta y nos gustaría invitarlas ¿Qué dicen?”
“Que no estoy vestida para la ocasión” contestó mi amiga ya sin la parte superior de su traje de baño.
Es gracioso lo que piensas mientras viajas en una camioneta con tres desconocidos. Mientras me rozaban con sus lenguas y pasaban sus manos callosas por el cuerpo, me di cuenta que había comenzado a medir la vida por la cantidad de hombres que había­mos tenido. Me reí, pero no dije nada. Sólo me limité a recargar la cabeza en el cristal y mirar las estrellas, renunciándome al deseo de los otros.
Tardamos cinco minutos en llegar desde el portón de entrada hasta el rancho. La música fue lo primero en alcanzar mis oídos. Hombres cargando metralletas cuidaban la orilla del camino.
En el salón principal había una cantina y un montón de muje­res desnudas. Más allá, al fondo, una piscina en forma de ancla. Al entrar, uno de los meseros se acercó a ofrecernos polvo en una bandeja. Mi amiga aceptó de inmediato.
“Vamos” dijo. “Esto los hará lucir menos feos. Anímate”.
No sé cuánta de esa cosa me metí. Tampoco puedo recordar cuántos de ellos se divirtieron con nosotras. No puedo recordar ni el nombre ni el rostro de ninguno. No puedo recordar cuántas horas pasé con las piernas separadas o con el trasero al aire. Sólo puedo recordar esa sensación de mareo, como si hubiera estado metida en un tornado por mucho tiempo.
Imagina lo que quieras que haya pasado esa noche.

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“Quiero tener un hijo tuyo” le digo al oído, suavecito. “Quiero que me embaraces”. Lo aprieto con las piernas.
Cierra los ojos y tensa los hombros. Es como mirar una burbuja que se infla hasta explotar en un grito. Revienta dentro de mí. Se queda unos segundos mordiéndose los labios y luego se deja caer a un lado.
“Me gustas mucho” murmura, acariciándome un pecho.
Miro el techo y escucho su respiración. Espero hasta que todo el calor que llevo en el cuerpo se calma, hasta que las piernas me dejan de temblar.
Se pone de pie y camina hasta el tocador, abre la mochila y saca una bolsa con sandwiches y una botella con agua de limón. Le da un trago y después me la ofrece.
“¿Cuándo vas a volver a verla?” pregunta con la boca llena.
“No sé. Tal vez mañana”.
Quiere que se la presente. Muchas veces me ha dicho que le gustaría hacerlo con nosotras, pero nunca va a tener el gusto. Lo sabe. Nunca va a tener la oportunidad de decirle que es más her­mosa de lo que ha imaginado.
Se acerca y se sienta a mi lado, me alcanza un poco de papel higiénico. Le doy las gracias y camino hasta el baño.
Le he contado esta tantas veces, que desconozco el número exacto. Siempre la estoy haciendo más larga o más corta, más de­tallada o más escueta. Cada vez digo nuevas cosas, pero también elimino las partes que no le gustan.
Mientras me lavo, él me grita desde la habitación.
“¿Van a volver a usar las bolas chinas?” Dice. “¿Van a practicar un poco de fisting?”
“Claro que sí, mi amor”.
La verdad es que no sé de qué me está hablando. No sé qué son las bolas chinas ni el fisting, ni muchas de las cosas que le he contado, pero le digo que sí. Siempre le digo que sí. Lo hago por­que nunca me he sentido mejor que cuando estoy en sus brazos, mintiéndole mientras hacemos el amor.
Nos volvemos a acostar muy juntos, acariciándonos mientras la tarde se va disolviendo en nuestras manos, igual que el fuego en una cerilla.
Se acerca a besarme los párpados.
“Quiero que me vuelvas a contar todo. Por favor, muñeca” su­plica en un susurro, acariciándome la oreja.
“Sólo dame unos minutos para recuperarme, nene”. Le beso la mano.
Mientras cierro los ojos, voy pensando en la siguiente histo­ria.