lunes, 29 de septiembre de 2008

1509

Josesito vive en un departamento de tres habitaciones en el centro de Morelia. Un cuarto, sala-comedor y cocina siempre llenos de cajas de cartón y repletas con ropa. Los únicos muebles en el departamento son una cama, una mesa, tres sillas, un televisor y una estufa. Josesito apenas tiene espacio para jugar pero, a pesar de eso, hoy está emocionado; mañana es su cumpleaños.

Papá casi nunca está en casa y cuando está se la pasa durmiendo. Mamá trabaja en casa. Lava y plancha ajeno mientras Josesito mira la tele. Así son casi todos los días para él, aburridos, unos exactamente iguales a los otros.

Josesito nunca ha salido de vacaciones. No sabe lo que es eso. No conoce el mar ni las montañas. Papá no tiene el tiempo para llevarlo. Pero hoy hay fiesta en el centro. Juegos mecánicos y dulces y luces de colores. Como todos los años a Josesito lo van a llevar a dar el grito. Y esas son sus únicas vacaciones.

Papá llega cansado como siempre. Se quita el uniforme del trabajo mientras Josesito va de un lado para otro, brincando encima de las cajas y dando vueltas alrededor de las sillas. Papá le pregunta si ya está listo para salir y él le contesta que sí con un grito muy largo. Papá le da un beso, lo toma de la mano y abre la puerta hacia la calle. Mamá los abraza a los dos. Ríen. El aire huele a algodón de azúcar.

En la calle hace frío, hay música y gente que se detiene a comprar cosas en los puestos ambulantes, hay luces de colores y un cielo sin nubes. Papá compra un sombrero y una matraca para Josesito, para mamá una diadema con dos trenzas, para él un gordo y peludo bigote negro. Comen buñuelos y atole de vainilla, luego suben juntos al carrusel.

Papi ¿A qué hora van a encender los castillos?

Al rato, José. Al rato.

Entonces ¿Podemos ir de mientras a las canicas?

Vamos, pues.

En todos lados hay música de mariachis y huevos rellenos de confeti. Los niños corren entre las personas, persiguiéndose con botes de espuma que luego se arrojan sobre el cabello. Josesito mira todo eso y sonríe. No se suelta de la mano de mamá. De cuando en cuando, a lo lejos, un cohete explota.

Papi, llévame a la rueda de la fortuna.

Papi, cómprame un gazpacho.

Papi, ya me duelen los pies.

Mientras más de noche se hace, más el centro se llena de vida. Las calles se van atiborrando y cada vez les resulta más difícil caminar. La gente se empuja y se empuja, todas buscan encontrar un lugar en la plaza, cerca del balcón central del Palacio de Gobierno. A Josesito, su papá se lo monta en hombros y juntos ven salir al gobernador.

Josesito no sabe quién es Miguel Hidalgo, no sabe quién es Morelos ni Josefa Ortiz, tampoco sabe qué significa Héroes que nos dieron patria. No sabe lo que significa nada de eso, ni por qué la gente grita Que vivan tantas vecez, pero le divierte hacerlo junto con ellos, y eso, para el niño, es suficiente. Le gusta que papá lo cargue. Le gusta el olor a palomitas y elotes con mayonesa.

¿Ya vienen los cohetes, papi?

Ya vienen los cohetes, José.

El niño escucha la primera detonación en medio del Himno Nacional. Un cohete como nunca antes ha escuchado. El suelo tiembla y mucha de la gente apenas y le presta atención, pero Josesito sí. Josesito cae al suelo junto con su papá. Se golpea en un hombro y en la cabeza, y sale rodando hacia delante, llorando con todas sus fuerzas.

Y es cuando ve la sangre. Una mano cercenada y llena de sangre.

La gente a su alrededor corre sin rumbo. Intentan alejarse de lo que acaba de suceder. Hay carne y sangre por todas partes; en la camisa de los hombres, en el vestido de las mujeres, sobre el suelo y sobre los arbustos. Todo huele a pólvora y a quemado. Josesito nunca ha visto algo parecido. La cabeza le da vueltas. No sabe dónde está su papá ni su mamá. Llora con fuerza, esperando que ellos puedan encontrarlo. Siente que alguien le pisa un pie.

Por allá un hombre camina con una mano en el estómago, sosteniéndose las tripas. Por allá una mujer busca el ojo que acaba de perder. Por allá un muchacho intenta caminar sin las piernas que le arrancaron. Todo sucede muy rápido y al mismo tiempo. El Himno Nacional ni siquiera ha terminado. Parece como si pocos se interesaran en ellos, y papá no viene por él. Tampoco mamá.

Josesito escucha la palabra bomba. Alguien aventó una bomba. Para él eso lo explica todo. Se mira el cuerpo y se da cuenta que también él está sangrando, no sabe si por el golpe o por la explosión. Llora con más fuerza, esperando que alguien se acerque y lo lleve hacia otra parte, y la mano de una mujer lo levanta.

Tranquilo, dice. Tranquilo.

Y le da palmaditas en la espalda mientras el corazón le golpea con fuerza por dentro del pecho.

DiosDiosDiosDiosDiosDios, dice la mujer que lo carga mientras corre hacia el otro lado de la calle. DiosDiosDios. Ella también tiene el rostro manchado de rojo. Pero... si estas cosas no suceden en México, dice.

Y Josesito mira a papá tirado en el suelo, y mira a mamá también, sin movimiento, en medio del asfalto, con la ropa rasgada y los cabellos revueltos, con las trenzas y el bigote llenos de sangre. Parecen no respirar. Llora y estira sus manos, busca alcanzarlos, pero ya está muy lejos. La mujer que lo carga no lo escucha. Él quiere soltarse, pero ella lo sujeta con más fuerza. Van y se sientan detrás de un carrito de algodones de azúcar. Josesito corre de vuelta. Josesito sabe que acaba de perderlos. No sabe nada de los demás, ni de las fiestas ni de que mañana es su cumpleaños ni de las vacaciones que seguramente ya nunca tendrá con ellos. Pero sí sabe que de ahora en adelante ya nada será igual.


miércoles, 10 de septiembre de 2008

Karaoke

No hay nada interesante en mi vida. Prefiero desaparecer, darle lugar a las historias que cuento. Fundirme con las palabras y no existir; que sólo exista la obra. Esa es la esencia de todo.

Un día vas a cenar a tu lugar favorito y lo último que esperas es encontrarte con la chica que hasta hace una semana era tu novia. Ni lo esperas ni lo deseas. Es más, preferirías que una bala te atravesara la frente antes que pensar en algo así. Preferirías primero convertirte en chango antes de creer que eso te pudiera suceder.

Pero te sucede.

Entras del brazo de la única amiga que no te ha abandonado, pides la mesa de siempre pero te dicen que ya está ocupada. Maldita sea. Entonces pides la que está a un lado. Qué importa. La pista está a la misma distancia.

Te sientes tan mal que para esa noche decidiste usar tu mejor traje, la mejor camisa, los mejores zapatos. Te pones ese perfume que te hace sentir guapo. Te engominas el cabello. Llevas el reloj para el que ahorraste más de un mes tu salario. Lo único que importa es ser alguien más, alguien que no seas tú, porque tú te la estás pasando mal. Te sientas y pides un martini Hemingway. Lo pides doble. Si pudieras, también pedirías un arma.

Tu amiga sonríe y te dice que nunca antes había estado ahí, que el lugar le gusta por pequeño, porque se siente tan familiar que dan ganas de quedarse para siempre. Le gustan las sillas pequeñas y las mesas redondas. Le gustan los cacahuates y la forma de los hielos en los vasos. Te dice que algún día volverá con alguno de sus novios.

Entonces la miras. Justo a un lado tuyo, sentada en tu mesa favorita, en el lugar de siempre, bebiendo lo único que sabía beber. Tu ex novia. La escena te parece tan familiar que un frío húmedo te sube por la espalda y te hace temblar. Te quedas sin aliento. El corazón se te para. La música se detiene. Y tú sólo puedes mirar el color de sus labios.

Ella te dice Hola.

Hay silencio.

El último trozo de tu corazón se cae al suelo. Crees que tu cuerpo ya no tiene huesos que lo sostengan. Apenas puedes respirar. Te agarras con fuerza a tu martini.

Dices Hola. Sólo para eso te alcanza la voz.

Hola dice ella.

Hola.

Llevas ebrio tantos días que no sabes si esto es cierto. Miras para un lado y para otro, tocas la mesa, sientes el suelo bajo tus pies. Puedes estar seguro que todo es real. Ella sigue oliendo a naranja.

Qué agradable sorpresa, dices con la mejor frase que puedes sacar de tu baúl de lugares comunes, No pensé encontrarte aquí.

Vine con un amigo, te contesta. Es un buen sitio.

Ah, dices.

Bien, dice ella. Tú qué haces.

También vine con una amiga. Sandra. La conoces.

Sí. Bueno, ahí viene mi amigo. Me dio gusto saludarte.

A mí también.

Nos seguimos viendo.

Nos seguimos viendo.

De pronto tu bebida comienza a saber mal. Tienes ganas de ir al baño y echarla toda afuera, una y otra vez, hasta que el estómago quede vacío. Aún así, finges una sonrisa y no dices nada cuando tu amiga y tu ex novia se saludan. Sólo te echas para atrás, sobre el respaldo de la silla, y enciendes un cigarro.

Hay algo que tus amigos no saben de ti, y eso es que te gusta cantar. Por eso visitas ese sitio todos los viernes, por que tiene una máquina de Karaoke pintada de color rosa y azul. Nadie sabe que cantas, mucho menos que lo haces bien. Es tu pequeño secreto. No te interesa que nadie más lo sepa.

La gente va pasando por turnos y toma el micrófono, escogen la canción que quieren y la interpretan. Generalmente todos les aplauden, aunque lo hagan mal. Eso no importa. Lo que importa es pasarla bien. Y hoy, más que en ningún otro momento, lo que necesitas es pasarla bien. Por eso estás ahí.

Pero no escuchas lo que los otros cantan. Estás metido en tus pensamientos, buscando el fondo de tu vaso, acabándote la cajetilla de tabacos mientras el otro tipo, el que acompaña a tu ex novia, le habla al oído y la hace reír. Quieres que desaparezca.

Te pones de pie, te aflojas la corbata y acomodas tu saco. En un súbito ataque de valor subes al escenario y escoges una canción, esa que dice todo eso que en estos momentos no puedes decir. La escoges pensando en ella. Te paras a la mitad del escenario, con una mano en el bolsillo, y tomas con fuerza el micrófono. Lo acercas a tu boca y las primeras notas comienzan.

Primero ella ni te mira, pero luego no puede apartar sus ojos de ti. Escucha cada una de las palabras que cantas. Escucha, como si estuviera embrujada, hasta que terminas.

Al final regresas a tu lugar. La gente aplaude porque saben que cantaste con el corazón, que lo hiciste como nunca antes lo habías hecho; con todos tus sentimientos. Ella también lo ha notado. Por eso, cuanto te sientas, se acerca a tu oído y te dice suavecito, Espero que puedas llamarme el día de mañana, confío que aún tengas mi número, quiero que platiquemos de algo.

Miras por encima de su hombro al tipo que la viene acompañando. Vuelves a sonreír. Las cosquillas en tu pecho te lo dicen; ya no hay necesidad de otro martini.

domingo, 7 de septiembre de 2008

AERIA GLORIS

"Sabía perfectamente que esta línea de acción acabaría en la muerte;
Fue el espiritu del Yamamoto lo que me incitó
a arrostrar cualquier cosa que pudiera ocurrir".

Yoshida Yamamoto




Hace tiempo, Yamaguchi escribió en una carta que me amaba. Lo hizo sobre papel arroz, con su bella caligrafía en tinta negra. Sus kanjis cayendo por la hoja como lágrimas al viento; como un paisaje de otoño. La carta olía a él, a manzanas y limón. Yamaguchi escribió que me amaría por siempre, pero nunca lo cumplió.

Estaba yo a punto de morir de pulmonía cuando la abadesa me recibió. Era diciembre. Recuerdo toda la nieve que caía sobre Izu y que no me supo detener. Con la carta de Yamaguchi aún en las manos, caminé desde la estación de trenes hasta la puerta del templo. Mis pies se hundían en la blancura del campo. Me pareció que todos esos kilómetros medían más de mil metros. Me abracé con fuerza a mi capa.

Recuerdo las primeras palabras de la abadesa luego de que abrí los ojos. Lo siento, pero el niño se perdió, dijo. Recuerdo que quise llorar porque sabía que eso era lo correcto, pero no lo hice. No me nació hacerlo. Le contesté que así todo iba a estar mejor, que no quería un recuerdo de Yamaguchi en mi interior. Le dije que necesitaba ir un momento al baño.

El año que me aceptaron en el templo fue el año en que nació el primogénito del emperador. Para ese entonces yo ya había muerto y vuelto a nacer. Recibí los hábitos en un estado casi de trance. No era yo quien estaba en mi cuerpo en ese momento. Podía mirarme desde arriba, como si fuera yo quien flotara en la parte superior de la capilla de ordenanzas. Abajo se encontraba ese cuerpo que todas reconocían como mío y que ahora me parecía tan ajeno. Miré a las demás monjas, sus rostros cruzados por sonrisas, pero no pude entender por qué se sentían así. Quise escapar, pero sabía que mi cuerpo no iría conmigo.

Escribo esto después de muchos años. No entiendo por qué. Ahora que siento que mi tiempo como abadesa de éste templo está por terminar. Escribo ésta carta mientras pienso en aquella otra que me trajo aquí. Escribo con mi mano sabor cereza, mientras que mi mano sabor chocolate no deja de temblar sin control. Tal vez cuando todo se apague, cuando todo se ponga negro, cuando las velas de mi celda se consuman por completo, deje de pensar en mi pasado. Eso es lo que quiero.

No me gusta mi mano izquierda porque fue precisamente ella la que dejó caer la carta de Yamaguchi al fuego. Mis ojos sólo pudieron mirar cómo lo que una vez fue blanco se fue transformando al rojo y luego al negro, encogiéndose sobre sí misma hasta desaparecer. En ese momento fue que por fin pude llorar, por fin pude volver a nacer; después de que me ordenaran en el templo, años antes de convertirme en la abadesa. Lo recuerdo hoy que el final se acerca.

Por las noches, cuando rezo en la soledad de mi celda, oigo la voz de Dios que me dice, Aquí, todo eso se termina. Esa es la gloria del cielo.


miércoles, 3 de septiembre de 2008

DU JOUR

Un cuento de Amy Hempel
Traducción al español por W.





Los primeros tres días son los peores, dijeron, pero han pasado dos semanas y yo sigo esperando que esos primeros tres días terminen.

Un día en el programa, me di cuenta que la única cosa que me hacía inteligente era la nicotina. Ahora no puedo hacer un viaje desde la cama hasta el baño. No puedo encontrar la puerta de salida el cincuenta por ciento de las ocasiones. Mi cabeza es como un balcón roto desde el que caigo cada vez que hablo.

Pero es mejor estar viva y bien y no pensar, que pensar y fumar y estar muerta.

Este es el punto que he alcanzado: Dejé de fumar, o algo parecido. El punto es también: Dejar de fumar o perder mi trabajo.

Preparo sopa en un lugar en el que tienen cincuenta y dos diferentes variedades de ellas. Preparo las cincuenta y dos en un momento o en otro; últimamente sólo hago la especialidad del día. El Mulligatawny y el Senegalés. Son del tipo que puedes saborear por sólo el sonido de sus nombres.

El dueño me llamó un día y me enseñó los tazones que devolvían los clientes. Me dijo, “Es el condimento, nena. La cantidad de pimienta roja”.

Supe que estaba equivocada por esto; tengo que enfrentarlo, es lo que tres cajetillas al día le hacen a tus papilas gustativas. Pero no sé tomar las críticas, así que al siguiente minuto le estaba llorando al Sr. Licalsi.

“¿Y eso qué?” grité. “¡Qué importa! ¡Tampoco les gusta el puto Gazpacho!”

Y el Sr. Licalsi dijo, “Jesús, niña, ¿y con esa boquita comes?”

En ocasiones pierdo la compostura porque no sé qué hacer en lugar de fumar. Estoy ganando peso, desde luego; todos lo hacen. Pero no porque esté comiendo de más o algo por el estilo. Estoy ganando peso porque dejé de toser. Toser era un ejercicio para mí.

Por los problemas de peso fue que conocí a la Sra. Wynn. Ella está en la sección de control de peso del programa, por eso nos topábamos en la báscula semanal. ¿Cómo puedo extrañarla? Ella era fuerte y grande, y siempre vestía una camiseta azul talco con letras del ejército que decían LA VIDA ES INCIERTA-COME EL POSTRE PRIMERO. La escuché explicarle a otra comedora compulsiva cómo las mujeres ganan de la parte superior y pierden de la parte inferior.

La Sra. Wynn y yo comenzamos a platicar por qué las dos estábamos ahí. Me dijo que éste era su primer intento serio de dieta desde que el Metrecal fue introducido en los sesentas. Eso la había fastidiado, dijo, porque no le habían aclarado a una consumidora como ella que el Metrecal era lo que comías en lugar del desayuno y de la cena.

El programa que se monitorea en la clínica está garantizado para dejarte como una vaina rota, dijo, “Como una delgada y rota vaina”.

La Sra. Wynn es cantante en un club de bocadillos. Su esposo es dueño del Club Volare, en donde tres noches a la semana, después de que la banda toca los favoritos italianos, después de que aparecen las bailarinas griegas y los cantantes Bronx/Israelitas, después de que las bailarinas mueven el vientre y ha pasado el solo del interprete del Bousouki, después de la aparición de la multitalentosa chica española y una breve interrupción, la Sra. Wynn canta la canción que grabó en cuatro idiomas diferentes. Ella se vino abajo seis noches a la semana -así como se vienen abajo cinco mil calorías a sólo mil doscientas en un día- desde que le dio un infarto en el verano.

“¿No bromea?” le dije a la Sra. Wynn. “¿Cuatro idiomas?”

“Oh, Dios, no” dijo. “Sólo estoy exagerando para que puedas conocerme más rápido”.

Más allá de eso, la Sra. Wynn también se tomaba Polaroids de sí misma, cada semana en la clínica durante el pasado mes. “Así, cuando llegue a mi peso ideal podrás mirar atrás y ver lo bien que no me veía” explicó.

Le pregunté a la Sra. Wynn por qué comía tanto, y ella hizo la pregunta a un lado. “Toma a cinco siquiatras y tendrás seis opiniones” dijo.

En ocasiones, la Sra. Wynn me llamaba a casa cuando no fumaba. Me llamaba en lugar de comer, de la misma manera en que otras personas llaman a alguien en lugar de tomar un trago. Esas llamadas eran un tipo de conductor de festividades para mí. Cubríamos desde el tostado hasta el horneado, el sorbitol contra el aspartame, los lugares más rugosos, y por qué a nadie puede dejar de gustarle Sara Lee.

La Sra. Wynn me dijo que durante mucho tiempo pensó que la comida que se comía en espacios abiertos no tenía valores calóricos. Dijo que eso era lo bueno de las barbacoas y los picnic. Dijo que ahora que sabe que eso no es así, le asombra de dónde pudo sacar esa idea. Como yo envolviendo cinta adhesiva alrededor del filtro de mis Carlton, para atrapar el humo tóxico que tienen en el interior, haciéndome creer que así tendría menos alquitrán.

La Sra. Wynn es la amiga que necesito. Ella nunca pregunta cómo voy con el cigarro. No es el tipo de experiencia para una fotografía del antes y después.

Cuando alcanzó su peso ideal, la Sra. Wynn me envió una tarjeta con un mensaje escrito a mano. Decía “Cada día llega portando sus regalos. Desata los listones”. Dentro había una nota escrita por la Sra. Wynn; había anexado mi nombre a la lista de invitados del Club Volare.

Cuando los primeros tres días por fin pasaron, recorté un anuncio de una revista de comida. Doscientos dólares y un curso de seis semanas me convertirían en un chef de sushi. Es divertido, es artístico, es... doscientos dólares.

Tiré el anuncio y pensé en ese dicho que la gente siempre dice, como “La vida es dura... y entonces mueres”. A decir verdad, no es así del todo. Eso te muestra lo que ellos saben. La vida es dura, en eso tienen razón. ¿Pero qué hay acerca de esos tres días que son lo peores? Ellos están equivocados en esa parte. Es tu vida... el resto de tu vida es lo peor de todo.