domingo, 7 de septiembre de 2008

AERIA GLORIS

"Sabía perfectamente que esta línea de acción acabaría en la muerte;
Fue el espiritu del Yamamoto lo que me incitó
a arrostrar cualquier cosa que pudiera ocurrir".

Yoshida Yamamoto




Hace tiempo, Yamaguchi escribió en una carta que me amaba. Lo hizo sobre papel arroz, con su bella caligrafía en tinta negra. Sus kanjis cayendo por la hoja como lágrimas al viento; como un paisaje de otoño. La carta olía a él, a manzanas y limón. Yamaguchi escribió que me amaría por siempre, pero nunca lo cumplió.

Estaba yo a punto de morir de pulmonía cuando la abadesa me recibió. Era diciembre. Recuerdo toda la nieve que caía sobre Izu y que no me supo detener. Con la carta de Yamaguchi aún en las manos, caminé desde la estación de trenes hasta la puerta del templo. Mis pies se hundían en la blancura del campo. Me pareció que todos esos kilómetros medían más de mil metros. Me abracé con fuerza a mi capa.

Recuerdo las primeras palabras de la abadesa luego de que abrí los ojos. Lo siento, pero el niño se perdió, dijo. Recuerdo que quise llorar porque sabía que eso era lo correcto, pero no lo hice. No me nació hacerlo. Le contesté que así todo iba a estar mejor, que no quería un recuerdo de Yamaguchi en mi interior. Le dije que necesitaba ir un momento al baño.

El año que me aceptaron en el templo fue el año en que nació el primogénito del emperador. Para ese entonces yo ya había muerto y vuelto a nacer. Recibí los hábitos en un estado casi de trance. No era yo quien estaba en mi cuerpo en ese momento. Podía mirarme desde arriba, como si fuera yo quien flotara en la parte superior de la capilla de ordenanzas. Abajo se encontraba ese cuerpo que todas reconocían como mío y que ahora me parecía tan ajeno. Miré a las demás monjas, sus rostros cruzados por sonrisas, pero no pude entender por qué se sentían así. Quise escapar, pero sabía que mi cuerpo no iría conmigo.

Escribo esto después de muchos años. No entiendo por qué. Ahora que siento que mi tiempo como abadesa de éste templo está por terminar. Escribo ésta carta mientras pienso en aquella otra que me trajo aquí. Escribo con mi mano sabor cereza, mientras que mi mano sabor chocolate no deja de temblar sin control. Tal vez cuando todo se apague, cuando todo se ponga negro, cuando las velas de mi celda se consuman por completo, deje de pensar en mi pasado. Eso es lo que quiero.

No me gusta mi mano izquierda porque fue precisamente ella la que dejó caer la carta de Yamaguchi al fuego. Mis ojos sólo pudieron mirar cómo lo que una vez fue blanco se fue transformando al rojo y luego al negro, encogiéndose sobre sí misma hasta desaparecer. En ese momento fue que por fin pude llorar, por fin pude volver a nacer; después de que me ordenaran en el templo, años antes de convertirme en la abadesa. Lo recuerdo hoy que el final se acerca.

Por las noches, cuando rezo en la soledad de mi celda, oigo la voz de Dios que me dice, Aquí, todo eso se termina. Esa es la gloria del cielo.


No hay comentarios: