martes, 26 de febrero de 2008

Un instante


Sobre la mesa un mantel blanco de orillas bordadas, regalo de la abuela. Dos copas largas con un poco de vino rojo, oloroso, casi de color negro. En una de las copas hay carmín, en la otra huellas de una mano sudorosa. Al centro de la mesa un pequeño arreglo con dos rosas en un florero. A los lados del florero dos velas que se han consumido hasta la mitad con su flama temblorosa.

Siguiendo sobre la mesa encontramos dos platos blancos. En ambos hay espagueti, pero en uno sobra más que en el otro. Espagueti a la boloñesa. Vemos el tenedor y el cuchillo cada uno al lado del otro, sucios, con residuos de comida. En una canasta hay trozos de pan en rebanadas, sólo dos piezas. Sobre el mantel morusas. Las servilletas de tela; una echa bolas al lado del plato, la otra perdida en la alfombra. Una botella de vino vacía. En la música de fondo escuchamos a Zoe.

La habitación es pequeña. Dos de sus muros están cubiertos con muebles llenos de libros y un tocadiscos. Huele a humedad, sólo un poco, lo suficiente como para no hacer sentir a nadie incómodo. Los libros tienen la cubierta de colores, son de todos los tamaños, de todos los temas. Parecen nacer del suelo y crecer hasta más allá del techo.

El muro de la izquierda tiene un ventanal que lo abarca casi todo por completo, pero que hoy no podemos ver porque han cerrado la pesada cortina roja. Cuando esa cortina está abierta solemos verla atada con un cordón de color blanco, grueso, como el que usan los frailes. La cortina parece una cascada que desciende hasta el suelo.

En el último de los muros hay una puerta que lleva hacia un corredor. El corredor tiene fotografías, réplicas de cuadros famosos, diplomas. Todos parecen estar colocados de manera arbitraria, pero extrañamente nos dan la sensación de un orden que podemos percibir, pero que no podemos descifrar. También parece ya no haber lugar para nada adicional. El corredor nos lleva a la cocina, a la puerta de salida y al dormitorio.

Sobre la puerta de salida no hay mucho que decir, sólo que es de madera y tiene colgada una imagen de la virgen de Guadalupe. A un lado de la puerta hay un mueble en el que está desparramado un juego de llaves.

La cocina tiene una estufa eléctrica de cuatro quemadores sobre los que descansan dos sartenes y una olla llenos de salsa de jitomate, ajo, mantequilla e hilos de espagueti. Junto a la estufa una alacena. En la alacena cajas de cereal y comida enlatada. Al otro extremo un refrigerador pequeño de color blanco. Encima de él una canasta con huevos y un horno eléctrico. A un lado el fregadero lleno de trastes sucios. Desde la ventana se cuela un poco de luz de luna. La entrada a la cocina queda frente a la puerta del dormitorio. Hoy esa puerta está ligeramente abierta.

La puerta del dormitorio tiene un color verde que no hace juego con ninguna otra de las cosas del departamento. La puerta ya era de ese color desde antes que su actual inquilino se mudara. El nuevo nunca se ha tomado la molestia de pintarla. Da la impresión de que le gusta tal y como está.

El suelo tiene alfombra y lo primero que vemos al entrar al dormitorio son torres de discos y de libros, torres sin orden que crecen por aquí y por allá. Una computadora portátil apagada y una lucecita de color verde que parpadea. El televisor también apagado. Cajas llenas de revistas y más libros. Fotocopias y hojas con apuntes y correcciones.

Hay un armario cerrado, con el espejo roto. Al lado del armario un bote con ropa sucia, la manga de una camisa asomándose por el borde. Pegado al muro se ve el cartel de una película, “Perdidos en Tokio”, con las orillas dobladas. El cartel ha perdido su color, arrugado por la humedad. Del techo cuelga una lámpara de alabastro.

Al centro de todo, con la cabecera junto a la pared, vemos una cama de latón de tamaño individual. El colchón es delgado, más parecido a una colchoneta.. Las sábanas de algodón huelen a limpio, como si las acabaran de cambiar. En el suelo hay un edredón y almohadas, unas encima de las otras, y sobre la cama dos cuerpos sudorosos que respiran agitados.

La habitación a media luz.

viernes, 22 de febrero de 2008

Bienvenida a las peliculas


Su pantaloncillo rosa era el más corto que hubiera visto en mi vida. Su blusa ajustada, su vientre plano y su sonrisa resplandeciente me aseguraron de inmediato que ella era la mujer para mi primera película. Las ideas me volaban en la cabeza como una parvada de flamingos. Un momento mágico, así lo definiría. Era la musa que estuve esperando.

Luis me presentó a Filomena una mañana de domingo, a la entrada del parque Tezozómoc. Me dijo que ella estaba interesada en ayudarnos con nuestro proyecto. No sé cuanto tiempo estuve sosteniendo su mano, mirando directamente el fondo de sus grandes ojos negros. El tiempo se detuvo.

-Nunca he salido en una película- dijo-. Así que van a tener que explicármelo todo.

-Tú sólo debes preocuparte por lucir hermosa- dijo Luis-. Tranquila.

-Básicamente lo único que vamos a hacer es filmarte mientras sostienes relaciones sexuales- dije-. No te pedimos talento. Sólo que estés hermosa. Hasta la ropa que vas a usar ya la tenemos.

Durante meses he pensado en esta película. La idea nació mientras mirábamos, mi novia y yo, una porno que no nos había gustado. Comenzamos a discutir las razones por las cuales una película de ese tipo nos podía parecer desagradable, o aburrida. Ella me dio sus ideas, yo le di las mías. Llegamos a la conclusión de que ambos podíamos hacerlo mejor. Luego le pregunté si estaría de acuerdo en filmar una.

Lo cierto es que ni ella ni yo somos físicamente atractivos. Además, yo no soy ninguna clase de atleta sexual. Lo mejor era permanecer del lado creativo. Ella se iba a encargar del maquillaje y el vestuario. De ser posible, también de conseguirnos algunas chicas.

-Pero... ¿Sólo lo voy a hacer con él, verdad? – preguntó Filomena-.

-Claro, pequeña. No te voy a pedir que hagas algo que no te guste- dije-. Yo sólo soy el director.

-Es que... sólo lo he hecho con una persona, y no quiero que esto sea desagradable ¿sabes? No tengo mucha experiencia.

-Pierde cuidado- dijo Luis, tomándola de la mano-. Te aseguro que te la vas a pasar súper bien.

Las ideas revoloteaban en mi cabeza. Su cabello negro y ondulado, igual a una enorme cascada de ébano, me inspiró de inmediato a escribir una historia. Sus nalgas eran maravillosas. Sus pequeños senos también.

Creo que sería justo mencionar que Filomena tiene diecinueve años, y mi amigo, el que va a tener relaciones con ella, treinta y cinco.

-Bienvenida al mundo del porno- le dije sin soltar su mano-.

martes, 19 de febrero de 2008

Las cosas


Hace algunos meses escribí un texto pequeño titulado "Pequeñas lecciones de vuelo”. Un amigo, después de leerlo, me dejó un mensaje diciendo; ¿Has leído a Georges Perec?

La verdad es que no lo había hecho. Es más, ni siquiera había escuchado su nombre. Ahora me avergüenza decirlo.

Cuando le dije eso, de inmediato me regaló un librito llamado “Las cosas. Una historia de los años sesentas”. Lo recibí y lo puse en la fila de libros por leer, en una sección de uno de mis libreros, casi al fondo de todo. Lo guardé durante meses. No debí hacerlo.

Ayer me encontré de nuevo con Georges Perec. Abrí el libro y comencé a leer la descripción de una habitación muy parecida a esas que aparecen en las películas antiguas. Una habitación vieja, desordenada, llena de cosas que sólo tienen valor para el propietario. Una descripción que dura casi tres capítulos del libro. Jamás había leído algo así. Era como si alguien hubiera escrito una lista de sus pertenencias, como si no quisiera olvidar toda la basura que guarda en su casa. No hay historia. No hay personajes que se muevan durante estos primeros capítulos. Sólo nosotros, los lectores, mirando lo que a mí me pareció una fotografía en sepia con los bordes gastados.

Y en el fondo comencé a sentir algo que nunca antes me había provocado un libro... un deseo de irme a vivir a esa habitación. Una nostalgia por algo que jamás he tenido, y que no sabía que deseaba hasta que lo miré. Como una nostalgia por una vida que no sabía que alguna vez hubiera soñado. Cuando comienzan a aparecer los personajes todo se pone peor. Las hojas brillan con luz propia. La vida me resultó tan cercana, tan real. Tuve ganas de convertirme en ellos.

No pude soltar el libro hasta el final.

En realidad no tengo una manera de describirlo, ni siquiera de hablar sobre él. La narración es en tercera persona, como si alguien nos contara sobre una vida que no existe y al mismo tiempo nos presentara a personas que existen, pero que no son reales. Que son todos y a la vez nadie. Por momentos me recordó a cuando tenía veinte años y soñaba con otro tipo de vida, con ser libre y pasear por el mar, escribir hasta tarde y levantarme a la hora que fuera. Sin una rutina que me agarrara del cuello y me restregara en el suelo de la realidad. Perec lo hace con pequeñas oraciones, enumerando las cosas que existen alrededor de los personajes. Haciendo algo a lo que él le ha llamado “lo que sucede cuando no sucede nada”. Exprime la realidad, le quita la paja y deja sólo lo verdaderamente importante. Lo deja todo metido en un pequeño libro de apenas 160 páginas. No busca impresionarnos, pero lo hace.

¿De qué trata? De la vida misma, de los sueños, de madurar, de la forma en que la vida te permite alcanzar tus metas, disfrutar tus sueños. Trata sobre sentirse a gusto con lo que eres, sobre no ser feliz con nada. Trata sobre la nostalgia, las añoranzas. Trata sobre los amigos y el amor.

Trata sobre las cosas que valen la pena.

Perec no trata de adoctrinarnos, prefiere presentarnos las cosas. Hacer que las veamos, las toquemos, las podamos oler. Jamás antes había leído a este autor. Me había estado perdiendo de mucho. Ahora estoy por comenzar “Tentativa de agotar un lugar parisino”. Los maestros en la escuela de escritores también mencionan con frecuencia a Perec, así que estoy seguro que voy a aprender mucho más de lo que ya he aprendido, estoy seguro que también me voy a sorprender. Es un autor que debí comenzar a leer desde hace mucho. Me arrepiento de no haberlo hecho. Tengo que recuperar el tiempo perdido.

En verdad me halaga que mi amigo, al leer uno de mis textos, haya pensado en Georges Perec. Me siento profundamente agradecido. También le agradezco que me haya presentado a éste autor. Lean “Las cosas. Una historia de los años sesentas”, no se van a arrepentir. Espero que también los haga sentir igual que me hizo sentir a mí.

martes, 12 de febrero de 2008

Fotografìas


Sientes el dolor en el estómago aún antes de tomar la primera fotografía. Miras a través del ocular de tu Canon 40D, mueves el arillo de enfoque del 100-400 milímetros. Ajustas la sensibilidad a 1600 y el tiempo en 1/30. Hace varios días que acampas en ésta colina, esperando que eso suceda. Confías que ésta será la noche. Vuelves a sentir el dolor en el estómago de sólo pensarlo.

A las personas puedes hacerle cosas peores que matarlas. Lo sabes. Aprietas el disparador, el obturador se abre y cierra. Foto. La miras, luego mueves un poco el contraste. Tomas otra fotografía y te sientes satisfecho. Tienes todo listo. Luego borras las dos placas de prueba.

Recuerdas esas imágenes en las revistas. Personas sonriendo. Niños que juegan. Políticos dando discursos ante multitudes. Autos elegantes. Casas grandes. Padres besando a sus hijos. Todos buscando una cosa; la felicidad. Esperas que pasado mañana eso cambie, que la gente se sienta igual que tú.

A todas esas personas que les han lastimado un hijo tienes ganas de decirles; a la mierda con todo. Griten. Pataleen. No se hundan en el sillón a dejar pasar los días mientras se desmoronan.

Sabes que no eres un héroe pero aquí estás; aguantando el frío y la humedad. Los huesos han comenzado a dolerte. Los ojos se te cierran del cansancio. Aún así, tomas con fuerza tu cámara y no la apartas del rostro. Miras para todos lados esperando captar algo, pero eso no llega. O eso crees... hasta ahora.

La reja se abre para dejar pasar un automóvil negro. Detrás dos patrullas escoltando. Maldito, dices en voz baja. Es la primera vez que sonríes desde hace tiempo. Tomas una, dos fotos. Tomas la placa del carro. Tomas el rostro del primer hombre en descender de la limousine. Tomas al hombre gordo que baja con dificultad. Tomas el momento en que se introducen a la casa. Aún te queda espacio para muchas fotos.

Miras cómo se encienden las luces del salón principal y vuelves a sentir el dolor en la boca del estómago. Solamente quieres leer un periódico; el de pasado mañana. Piensas en Margarita. Piensas en lo que te duele pensar en ella. Sientes el dolor. Tomas tres, cuatro fotografías.

El hombre gordo se encuentra con el hombre rubio. Foto. Los dos ríen y se abrazan, parece que están pasando un gran momento. Luego caminan juntos hasta el lugar donde guardan las bebidas. Foto.

Entonces te inclinas un poco a la derecha. Descubres que los riñones te duelen por la falta de movimiento, porque no has querido tomar la suficiente agua, porque no quieres tener que ir a orinar. Del bolsillo de la chaqueta sacas un cigarro. Lo enciendes y lo pones a un lado, tras la roca; no te gustaría que te vieran. Luego te colocas de nuevo la cámara cerca del rostro.

Miras cómo el hombre rubio llama a alguien con las manos, sólo para descubrir que aquello que habías sospechado, lo que te hace estar aquí un viernes por la noche, se hace realidad ante tus ojos. Y vuelves a pensar en Margarita. Vuelves a sentir que el estómago quiere explotar y salirse por la boca. Tomas cinco, seis fotografías.

Cambias tu lente por uno de 1200 milímetros. Ahora sí puedes ver bien a la pequeña que está llorando. No ha de tener más de nueve años. Tomas fotos de sus lágrimas. Tomas fotos del hombre gordo acariciándole el rostro. Tomas fotos del rubio sonriendo mientras recibe el dinero.

No eres un super-héroe, pero aquí estás, investigando, intentando atrapar a los malos, tomando fotografías. Luego miras el vestido de la niña caer al suelo y al hombre gordo pasarse la lengua por los labios. Los guardaespaldas se ríen antes de abandonar la habitación. Tomas siete, ocho fotografías. Sabes que a las personas puedes hacerles cosas peores que matarlas.

Imaginas la primera plana del periódico del domingo. Imaginas el rostro de los padres de familia leyendo el artículo, pensando que eso le pudiera suceder a sus pequeñas. Te da gusto que se vayan a sentir igual que tú. Piensas en Margarita. Luego guardas la cámara en la maleta, te la echas al hombro y das media vuelta. Tienes todas las pruebas. Ya has visto lo suficiente. Sientes asco.

miércoles, 6 de febrero de 2008

Tres vaqueras


Me sentí muy bien al terminar de escribir esto. Tuve esa sensación que se tiene al salir de vacaciones después de mucho tiempo sin hacerlo. Sonriendo sin darme cuenta, sintiendo el pecho limpio, como si alguien lo hubiera inflado de felicidad. Después de meses sin escribir algo, sin terminar nada, por fin lo hice. Acabé un texto.

No importa lo que escribí, de verdad. No me preguntes por eso. No me escribas diciendo que quieres leerlo porque en realidad no vale la pena.

Sólo te voy a decir que escribí una historia de vaqueros. En realidad escribí una historia sobre tres mujeres vaqueras. Tres gorditas que usan botas, sombrero y pantalones entallados y que viajan en un mustang. Dos de ellas acompañan a la tercera. Buscan al ex novio. Una es rubia y dos son morenas, una más morena que la otra. Las mejores amigas desde niñas. Las tres llevan un revolver en el cinto. Hay muchos problemas, júralo.

Es viernes. Así comienza la historia. Es viernes y una de ellas, llámala Marta, regresa del trabajo. Se quita la corbata y el saco, se mete a bañar. Su cuerpo brilla bajo el agua y el jabón. Se recarga en la tina y respira hondo. Se deja llevar. Marta me gusta. Me gustan las mujeres con curvas. Muchas curvas. Las flacas no me gustan, tampoco las mujeres muy jóvenes, así que Marta tiene más o menos mi edad y está triste porque todos sus amigos ya se han casado, algunos hasta tienen hijos, pero ella no. Ni siquiera tiene novio, aunque lo tuvo.

“¿Qué sentirías si el hombre de tu vida, aquel que dejaste hace tantos meses, ha hecho su vida con otra? Con una mujer que lo ama y lo respeta mucho más de lo que tú llegaste a hacerlo nunca”. Eso le pregunta Marta a sus amigas mientras hablan por teléfono. El agua en la tina comienza a ponerse fría. Marta piensa en el revólver que guarda en la cajita de madera bajo su cama.

Sale del baño secándose con una toalla pequeñita. La pasa por todo su cuerpo, podemos verla desnuda. Sus senos grandes, sus caderas que suben y bajan, su vulva depilada. Su piel blanca, casi amarilla, con la celulitis necesaria para lucir sexy. No le importa que las cortinas de su departamento estén abiertas. Huele a jazmín. Su cabello huele a manzana. Le dice a sus amigas que las verá a las diez. Luego se pone unas pantaletas rosa con negro, iguales a las tuyas que tanto me gustan.

En el camino compran cervezas y luego salen a toda velocidad de la ciudad de México.

¿Qué buscan? Ya te dije que al ex novio de una de ellas. Marta aún ama a su ex novio. Le duele cada que piensa en él, como si le hubieran hecho un agujero en el corazón. A pesar de esto, la historia no es una historia romántica, sino una historia de vaqueros, con disparos y toda la cosa. Es sobre tres gorditas pistoleras que salen una noche de viernes a recorrer las carreteras para buscar a alguien, y que sin querer acaban encontrando el verdadero amor, y que después de encontrarlo lo pierden y tienen que volver a casa con las manos vacías. Tonto ¿no?

Marta se pinta en el pecho una leyenda “favor de insertar un corazón” dice. La escribe con un marcador mientras llora frente a un espejo en el cuarto de un hotel. La sombra de sus ojos resbalando por las mejillas, negra como un río pestilente. Aún así luce hermosa. Quise abrazarla.

A ti siempre te han gustado las historias con gente que tiene algún defecto físico. No sé por qué, pero es así. Recuerdo la cara que pusiste el día que te lo hice notar. Fue como si te hubieras molestado pero al mismo tiempo te hubiera agarrado con la guardia baja. Te quedaste sin aliento. Te estuve mirando, esperando que dijeras algo, pero no lo hiciste. En mi historia de las tres vaqueras hay un hombre ciego y un hombre que ha perdido una pierna. Te aseguro que mis vaqueras se la pasan bien con ellos. El ciego le hace el amor a una de ellas de una forma que jamás había soñado. Cuando vengas a casa te voy a mostrar cómo. El hombre sin una pierna también folla como todo un campeón. Joder, vaya que me puse caliente al escribir esa parte. Dan cátedra.

La historia se complica cuando nos enteramos quién es el ciego y el hombre sin pierna. Nada que le guste a nuestras tres vaqueras.

Hay una persecución en auto, otra a caballo y una más a pie a la mitad de la noche. Hay disparos, lágrimas y corazones rotos. Hay ropa sucia y desgarrada. Hay mujeres como tú que se decepcionan de la vida una vez más. No hay moralejas ni adoctrinamientos. Ya lo sabes. Soy así. También hay una parada obligatoria en el hospital y unos cuantos litros de sangre.

El final... bueno, es del tipo de finales que suelo escribir, no creo que te decepcione. Es más, hasta me aventuraría a decir que te va a quitar el aliento. No vas a leer nada más durante una semana. Por eso no te la doy. No quiero lastimarte. Sólo te digo que las vaqueras no se salen por completo con la suya. Hice con ellas lo que una vez me dijiste; “si se supone que ame a esas personas, enséñame cómo podría odiarlas”. Te aseguro que las vas a odiar.

Al golpear la tecla del punto final me sentí muy bien, como si alguien me hubiera inflado con felicidad. Y a pesar de que aún nadie ha leído esta historia, al terminarla salí a la calle sintiéndome orgulloso de ella. Por fin, después de varios meses, he terminado de escribir algo que me gusta. Ya había olvidado lo bien que se siente, la razón por la que en realidad escribo. Ya había olvidado estos momentos de satisfacción.