viernes, 15 de abril de 2011

La historia de un pollito sin nombre; 2° discurso de presentación del libro El Cuerpo Remendado


De pequeños, mis hermanos y yo teníamos un pollito que ganamos jugando a la lotería en una kermés. Era pequeño, con plumas amarillas y piaba muy quedito. Nos lo dieron en una bolsa de papel, lo llevamos a casa y lo dejamos andar libre. En esos días, nos hacía felices verlo por todas partes. Voy a contarles la historia de ese pollo que, hasta donde recuerdo, jamás tuvo nombre.
Pronto nos habituamos a mirarlo, esquivarlo, darle de comer y ponerle agua en un recipiente. Un día, el pollito se enredó con un hilo y no supo cómo quitárselo de la pata. Mamá es modista, una parte de la casa la ocupa su taller de trabajo, y como en todos los talleres de modas el suelo está lleno de hilos y trozos de tela y agujas y todas esas cosas que las modistas suelen dejar caer.
            El pollito, al andar de un lado para otro, se enredó y al andar corriendo se fue enredando más y más, hasta que el hilo comenzó a estrangularle la pata. Al principio nadie se dio cuenta. Ya saben que una vez que pasa la novedad, uno olvida poner atención en los animales. No sé cuánto tiempo habrá pasado hasta que mi hermano el más pequeño, que por aquél entonces debía tener cinco o seis años, lo notó. Miró al pollito, se inclinó un poco y descubrió el hilo que ya estaba tan enredado que le cortaba la piel. Se sentó en el piso, cogió al animal e intentó quitárselo. El pollo se movía y aleteaba pero sus pequeñas y torpes manos de niño no lograban liberarlo. Se desesperó. Fue al taller de mamá y tomó unas tijeras.
            A veces me pregunto si no todos somos un poco así; como unos niños intentando salvar las cosas sin más ayuda que unas tijeras.
            Mi hermano batalló para capturar al pollo. Luego de perseguirlo por entre las sillas y la mesa, logró capturarlo sujetando primero una de sus alas y luego del resto de aquel emplumado cuerpo. Volvió a sentarse en el suelo, pero esta ocasión tuvo la precaución de inmovilizarlo entre sus piernas. Acercó la tijera a la pata del animal. El pollo forcejeaba. Mi hermano se mordió un poco la lengua y se concentró en lo que iba a hacer. Sus dedos gordos, metidos en las orejas de la tijera, hicieron un primer corte exitoso, aunque no logró quitarlo del todo. 
            Fue hasta el siguiente corte que mi hermano pudo quitarle por completo el hilo, arrancándole de paso también un trozo de la pata.
            Mi hermano acudió a mí. Había sangre por toda la parte baja de la mesa. De inmediato intentamos curarlo; le pusimos agua oxigenada y curitas y una gasa con micropor, pero nada de lo que hicimos sirvió. Las patas de los pollos no están hechas para sanar.
            ¿Han visto alguna vez que un pollo sobreviva sin una pata? No existen las prótesis para pollos. A nadie le interesan los pollos. Tal vez a nosotros un poco, pero sólo hoy, porque generalmente a nadie le interesan. Sólo cuando eres niño te preocupas por ellos. Los pollos, si lo recuerdan, tienen las patas muy pequeñas y delgadas.
            Claro que nos sentimos mal por lo sucedido. En ese momento hubiéramos dado cualquier cosa por tener una pata nueva que ponerle. De ser posible hasta le hubiéramos untado una crema que le hiciera crecer otra. Pero eso no sucedió y aún no sucede. En ninguna parte del mundo. No hay nada que haga crecer lo que se ha cortado de tajo. Sólo existen cosas que nos ayudan a sobrellevar los dolores y carencias. Para algunos, esas cosas reciben el nombre de paliativos. Para otros, como los autores de este libro, esas cosas reciben el nombre de prótesis.
            De eso trata el libro que estamos presentando el día de hoy. Trata acerca de personas a las que les hace falta un pedazo de cuerpo o un trozo de alma. Este libro es acerca de sentimientos. Es acerca de alegrías, de sufrimientos, de deseos, de sueños rotos. Trata acerca de las prótesis que los ayudan a sobrellevar sus propias existencias.  
            Nosotros, los que tenemos la suerte de estar “completos”, solemos tener una velada fascinación por las prótesis. México mismo tiene cierta fascinación por los personajes necesitados de prótesis. Recordemos la pierna de Santa Ana, la cual hasta recibió varios funerales de estado. Recordemos el brazo de Álvaro Obregón, que hasta su propio mausoleo tiene. Recordemos a Frida Khalo, que en todas sus pinturas nos restriega su dolor y su discapacidad (ella utilizaba una prótesis de pierna). Hay muchos más ejemplos, pero creo que por ahora con estos bastan.
            Yo mismo estoy utilizando una prótesis en este momento; estas hojas, las cuales me ayudan a poder hablar ante ustedes. Sin ellas no sabría qué decirles. En realidad soy mal orador. Para escribir esto antes deseché otros cuatro discursos. Soy muy bueno escribiendo discursos que nadie va a escuchar. En eso sí soy bueno; escribiendo discursos malos.
            Lo que no es malo es este libro del cual ya les han hablado mis compañeros. A mí no me hagan mucho caso. Soy sólo una prótesis en este lugar.
            ¿Qué otra cosa les puedo decir de aquél pollito sin nombre? No puedo recordar qué fue de él. Cuando eres niño olvidas las cosas muy rápido, afortunadamente. Imagino que habrá amanecido muerto y que mamá se encargó de tirar su cuerpecito a la basura. No lo sé, pero es lo más seguro. Todos tenemos uno de esos pollitos en nuestra vida; todos tenemos algo que en algún momento nos ha hecho felices y que luego mutilamos y que después intentamos reparar pero fracasamos, y al no poder regresar las cosas a su estado original solemos olvidarlas y las dejamos morir. En este momento puedo imaginar varios de esos momentos en mi vida. Creo que todos aquí podemos hacerlo. Que los hayamos mandado a un rincón oscuro de nuestro corazón no significa que hayan dejado de doler.
            ¿Qué más les puedo decir que no les hayan dicho antes? Sólo que espero que este libro no corra la misma suerte que el pollito de mi historia. Espero que hoy, luego de que lo lleven a casa y lo lean, no lo mutilen ni lo dejen morir. Espero que lo compartan. Que en las noches tranquilas lo lean en silencio. Espero que lo presten, que lo regalen, que lo dejen en la banca de algún parque para que alguien más lo encuentre y lo lea.
            Los libros son las prótesis que necesitamos para cubrir los huecos que tenemos en el corazón. Por eso leemos. Por eso algunos escribimos. Lo hacemos porque nos falta algo y sólo con la literatura podemos llenar ese vacío. Este libro, véanlo así, es una prótesis para el corazón. Es una prótesis que se puede compartir. Compártanla con todos los que puedan. Cada que lo hagan, un pollito se salvará de perder una pata.
            Es un honor estar aquí con todos ustedes.
            Muchas gracias y buenas noches. 

Ciudad de México, abril 2011

lunes, 4 de abril de 2011

Ceguera

Todos los días primero de mes mamá solía encender una veladora y colocarla al centro de la mesa del comedor. La vez que le pregunté la razón de eso me contestó que esa veladora representaba la luz del Señor que nos iluminaría el resto del mes. No me atreví a preguntarle pero ¿y si alguna ocasión olvidaba encenderla? ¿Sucedería algo grave si no prendíamos la veladora? ¿Andaríamos el resto de los días en la completa oscuridad, tropezando los unos con los otros, golpeándonos contra los muebles? Tuve un escalofrío. Pensar en la noche eterna siempre me ha dado miedo. Pensar que en algún momento pudiera estar tan oscuro que no encontrara la mano de mi madre ni la de mi hermano ni la de alguien que quisiera sostenerla y guiarme y así sentir un poquito menos de miedo me daba terror. No es que me haya sucedido algo terrible con la oscuridad, es sólo que la idea de no ver nada, de perderme todas las cosas que se pueden disfrutar cuando se tienen los ojos funcionando, cosas como la fotografía, el cine, los paisajes al viajar, el rostro de una mujer hermosa… pensar en eso me ponía triste y me llenaba de miedo. Desde siempre supe que el destino de mi vida era quedar ciego. Nací con un defecto en ambos ojos, motivo por el cual con el paso del tiempo fui perdiendo la vista. Veo menos con el ojo derecho que con el izquierdo. En realidad, si he de ser honesto, ya casi no veo. La vida que transcurre allá afuera no es más que manchas y sonidos. Paso las tardes sentado en mi viejo sillón rojo (tan viejo que por eso sé de qué color es –pues lo recuerdo, nadie me lo dijo- y por eso es que conozco tan bien el dibujo de las grecas sobre el diseño de la tela). Mi ceguera no es oscuridad, mi ceguera es un color gris profundo, como vivir en medio de una nube contaminada. Son las tardes mi momento favorito del día. Es cuando viene alguno de los vecinos con un libro bajo el brazo y me lee capítulos completos de novelas que ya jamás podré recorrer con mis ojos. Me acomodo en el sillón, cerca de la ventana, sintiendo el sol calentarme las piernas y el rostro. El vecino que me visita (algunas veces es un muchacho, otras una jovencita, otras un hombre con el que en gustos literarios nada tengo que ver) se sienta frente a mí, en la sombra tenue que a pesar de la escasa iluminación les permite leer. Escucho con atención. Mientras escucho imagino las palabras acomodarse unas tras otras, como un tren que aparece de la nada y que conforme camina va creando los rieles sobre los que correrá a toda velocidad. Imagino cómo deben estar acomodadas las palabras sobre la hoja. Imagino las comas y los puntos y los párrafos. No sé por qué pienso en las palabras y no en los paisajes que me son descritos. En más de una ocasión le he pedido a mi vecino que se detenga y deje de leer. Si el libro es malo se lo digo y él deja de leer y al día siguiente vuelve con un libro diferente. Agradezco que cuiden de un hombre como yo. De todas las cosas que no puedo hacer, lo único que me importa es la lectura. El otro día tuve un sueño en el que todo era oscuridad. Podía escuchar a la gente que hablaba angustiada y que se preguntaba la razón de la falta de luz. Un niño comenzó a llorar y dos mujeres quisieron ayudarlo, pero no sabían llegar a él. Los obstáculos en el camino eran demasiados y nadie quería moverse por temor a un accidente, así que dejaron que el niño siguiera llorando e intentaron tranquilizarlo desde la distancia hablándole de religión. Yo estaba sentado en mi cama pero podía escuchar los autos pasando junto a mí (ahora que lo pienso ¿cómo podía haber autos pasando si no había forma de mirar el camino? ¡Vaya inconciencia la de algunos choferes!). Me puse triste porque nadie podría leerme ni un libro ni una revista ni un fanzine. Nada. Vivir en la oscuridad tiene sus ventajas, pero ¿y la lectura? En ese momento sentí una mano en la espalda. Era un hombre que pedía dinero a cambio de recitar los poemas que él mismo había escrito. Indignado, le dije que yo nunca tuve la desdicha de pedir dinero a desconocidos. Si hay algo que aún conservo es un poco de dignidad. Le dije que yo ya era ciego desde antes que se extinguiera la luz en el mundo. Me di cuenta en ese momento que los que ya éramos ciegos desde antes que esto sucediera podríamos dominar la tierra. Luego del primer momento de alegría por este descubrimiento, me puse de pie y comencé a gritarle a la gente por haber olvidado encender la veladora de principio de mes. Grité preguntando por el culpable. Grité con tanta fuerza que sentí la saliva brincar de mi boca, mis dedos tensos en puño, mi cuello rígido. Me detuve un momento a respirar y ya no escuché ni al niño llorando ni a las personas preguntarse por esa falta de luz ni escuché más autos pasar ni al hombre que momentos antes me había pedido dinero. Todos guardaban silencio. De alguna forma que no puedo explicar, sentí la mirada de todos apuntándome. En ese instante me di cuenta que quien había olvidado encender la veladora de principio de mes era yo. Desperté. Cogí el teléfono que siempre está junto a la cabecera de mi cama y llamé a uno de mis vecinos para comenzar a dictarle esto.