sábado, 20 de diciembre de 2008

Afterwords

Mi primer regalo en esta navidad fue quedarme sin trabajo. Adiós a la fotografía y a todos esos clientes apasionados con los que platicaba todas las tardes, adiós. Ya no más largos viajes en metro ni desayunos a las once de la mañana tomando café. Ya no más clics ni flash ni zooms. Adiós a esa vida que tuve durante tantos años. Adiós a esa vida que jamás extrañaré.

Mi segundo regalo fue comprar un disco de Radiohead y escucharlo sentado frente al televisor. La tele en silencio, así es como me gusta verla, y el estereo a medio volumen. Y miré durante horas el rostro de las actrices, de los niños en los comerciales, de los comediantes diciendo quién sabe qué chistes. Me quité los zapatos, me aflojé el cinturón y subí los pies en una silla. Prendí el ventilador y me serví un poquito de Whisky. Así fue la primera tarde de mi nueva vida.

Mi tercer regalo fue escaparme a Guadalajara y vivir unos cuantos días como si fuera un escritor famoso. Visité la Feria Internacional y conocí a otros escritores y compré libros de gente que no conocía y bebí cerveza con una bola de locos a los que rápidamente les agarré cariño. Luego viajé toda la noche en camión de vuelta a casa.

Mi cuarto regalo fue dejar de escribir. Al darme cuenta de uno de mis puntos débiles, simplemente decidí retirarme a meditar sobre eso. Pasé casi un mes sin dibujar una palabra siquiera. Pensé en los finales, en la manera en que suelo terminar las cosas que escribo, y me di cuenta que eso era lo que me estaba fallando. Me di cuenta de ese punto tan débil que tengo, la cucharada de levadura que le falta al pastel, la gota de azul que le falta a mi color cyan, ese metro extra que hace que no pueda brincar del trampolín. Y ahora estoy trabajando en eso.

Mi quinto regalo son mis amigos. Todo lo que hicieron por mí, todo lo que aún hacen. Ellos saben qué. Saben que estoy agradecido. Dios los bendiga.

Mi sexto regalo fue conseguir un nuevo trabajo, uno lejos del arte y de la intelectualidad, uno más físico y lleno de sudor. Ahora me dedico a llenar palets con mercancía y utilizar un montacargas y depositar todo dentro de un camión. Al final del día me duelen los pies y los hombros y los brazos. Y duermo sin tener sueños. Me desconecto. Le doy unas vacaciones a mi cerebro. La verdad, me siento bien. Muy bien.

jueves, 18 de diciembre de 2008

Cuentos para enamorar niñas españolas

Érase una vez un grupo musical que grabó un disco y que pensaba que ese disco sería un fracaso y que así lo fue hasta que comenzó a escucharse en otro país que no era el de ellos y que después de eso comenzó a escucharse en otros países y a ser apreciado y a ser comprendido y eso propició que volviera a ser escuchado en donde en un principio pensaron que sería un fracaso y entonces, contra todos sus pronósticos, su disco triunfó.

Érase una vez un niño al que le gustaba mucho comer miel. En una ocasión miró a su mamá subir hasta la parte más alta de la alacena con ayuda de una escalerilla, y aprendió, y se fijó muy bien en dónde había ella guardado el bote con el espeso y dorado líquido. Entonces, cuando mamá se fue al trabajo, el niño trepó y alcanzó y comió y comió hasta embarrarse los bigotes y la barriga con la miel. Cuando mamá llegó le dijo Pero mira nada más todo este desastre, quién se comió toda la miel, y el niño le dijo Mamí, fíjate que llegó un oso grandototote y él se la comió.

Érase una vez una chica que soñaba con recorrer el mundo montada en un tren. Para eso se compró un libro grande y pesado lleno de mapas, y se dio cuenta que el mundo tiene mares por los cuales no se puede construir una vía, y que tiene desiertos y montañas por las cuales jamás han construido un paso para el ferrocarril. Cerró su libro, suspiró, y se dio cuenta que su sueño iba a tardar un poco más de lo imaginado en cumplirse.

Entonces el grupo comenzó a salir de gira, lo llamaban para hacer comerciales de refrescos y aparecer en la televisión. Se sentaban a contestar preguntas para las que sólo había respuestas tontas, y luego tocaban frente a un público que sólo quería escuchar la canción que ellos más odiaban; la canción que los había hecho famosos. Y así fue como tuvieron dinero para hacer un segundo disco.

Los amigos del niño se sentaban a su alrededor a escucharlo contar historias. Su favorita era la de un hombre que había sobrevivido al fin del mundo y que se dedicaba a dar vueltas por un desierto interminable en compañía de su perro. La escuela a la que asistía era una escuela de monjas, y él era el más mentiroso de todos sus compañeros.

La chica empacó una bufanda, unos zapatos tenis y dos pares de ropa interior limpia, se echó la mochila al hombro y partió en su aventura. Los hombres se rieron al decirle que los trenes desde hace mucho que estaban muertos, las mujeres se burlaron de su comportamiento casi masculino, Las chicas no viajan por el mundo, le dijeron, se quedan en su casa a esperar un marido.

Entonces la banda grabó su segundo disco y a todo mundo le encantó, menos a ellos. No les había gustado precisamente por eso, porque no querían el éxito. Por eso se habían animado a experimentar más, a hacer música más extraña, a ocupar instrumentos poco conocidos. Les molestaba también la sombra de su primer éxito, que los críticos dijeran que ese sería el único éxito que tendrían. Para su mala fortuna, con el nuevo disco vinieron tres canciones inolvidables. Antes pocos los conocían, pero con el nuevo disco, inevitablemente se volvieron famosos.

Eres la única, para ti he escrito esto, decía nuestro niño al haber crecido. Tenía una habilidad natural para contar cosas que jamás había experimentado, entre ellas el amor. Se pasaba las noches enteras escribiendo cartas para una mujer a la que nunca había conocido, a la que nunca había visto, a la que no sabía siquiera si existiera o no. Esas cartas las guardaba en un cuaderno de cubiertas color azul y luego las transcribía en hojas que le daba a las niñas más guapas de su salón, y las más guapas de la cuadra, y las más guapas de la colonia. Todas recibían la misma carta. Todas eran únicas. Nuestro niño mentiroso, que ahora había crecido, se volvió popular. Eres la única, les decía a todas ellas al entregarles la carta, para ti he escrito esto.

La chica viajó por África, por toda ella, y por las tierras árabes y por las tierras indias, también por todo el oriente. Y a pesar de saber que estaba cumpliendo su sueño, aunque algunas veces tuviera que viajar en camión y otras en camello, se sentía profundamente triste. Por las noches se sentaba junto a los beduinos a mirar las estrellas, y de esa manera se dio cuenta que el sueño que tenía, su verdadero sueño, no había sido nunca viajar por el mundo en tren, sino otra cosa, algo que no podía definir con claridad, pero que ahora sabía que cuando lo tuviera enfrente sabría que eso que estuviera viendo lo iba a ser. Por ahora no le quedaba más que seguir viajando. Abrió entonces un pequeño libro de poemas y leyó. Después de un rato se quedó dormida.

El grupo dejó de escribir canciones por más de un año. Durante todo ese tiempo se dedicaron a leer instructivos de sintetizadores y a escuchar música electrónica, se dedicaron a curarse de la profunda depresión que les había causado estar durante tanto tiempo en gira. Odiaban su música, odiaban tener que estar frente a la gente. Querían estar a solas y componer el mejor disco de sus carreras, uno que no les avergonzara y que los hiciera sentir, por primera vez en sus vidas, felices de ser músicos. Entonces comenzaron a escribir su tercer disco.

Y el niño, que ahora ya es un joven, se dio cuenta que no tenía talento más allá del que tenía para conquistar chicas. Se dio cuenta de que toda esa habilidad, la que tenía para mentir, no era más que solo eso, una mentira, y que ya no quería eso. Ahora le interesaba escribir un poco de literatura, y escribió el primero de todos los cuentos que iba a escribir en un año, y se lo mandó a todos sus conocidos y a algunos desconocidos. Todos, sin excepción, le dijeron que eso que había escrito no valía la pena haberse escrito. Y el niño se sintió mal por eso. Su mentira no había sido lo suficientemente buena. Se deprimió una semana y luego volvió a tomar su pluma.

Dígame si el camino que llevo es el camino correcto, preguntó nuestra chica a un jefe indio que había encontrado a su paso por Los Estados Unidos. El jefe indio no le respondió. La chica, envuelta en todo ese humo blanco, supo entonces que la respuesta ya le había sido dada, que todo estaba en su interior, y guardó silencio para escuchar la voz de su alma, y escuchó entonces una pequeña vocecita que le decía Sí, estamos haciendo lo correcto. Cuando el jefe indio parecía que le iba a contestar, nuestra chica levantó la mano pidiéndole silencio, y así, dejándole una moneda sobre la alfombra, dio media vuelta y salió.

Un suicidio musical. Así calificó la crítica al tercer disco de la banda. Todo era una mezcla de música electrónica combinada con altas dosis de depresión y letras oscuramente filosóficas. Nada más alejado a su primer y segundo disco. A los fanáticos les encantó. Las estaciones de radio tocaban y tocaban ese primer sencillo de seis minutos de duración. Los contratos no paraban de llegar. Y la banda, por primera vez, se sintió feliz. Ese primer sencillo, sentían ellos, era mucho mejor que aquella primera canción que los hizo famosos.

El joven escribía una carta mientras escuchaba una canción de un grupo que hacía música rara, con cambios de ritmo y letras filosóficamente oscuras. La escuchaba una y otra vez, asombrándose de las cosas que el arte podía hacer. Descubrió entonces que él podía escribir como él siempre había querido, y que no tenía que hacerlo como los demás decían que la literatura tenía que ser. Entonces escribió un cuento que trataba sobre una chica que soñaba con viajar por el mundo montada en un tren, y se lo dio a leer a sus amigos y también a gente que nunca antes había conocido, y todos ellos, sin excepción, le dijeron que ese era el mejor cuento que había escrito. Pero lo que más feliz puso a nuestro chico fue recibir una carta que comenzaba con la siguiente línea; Yo soy la chica que alguna vez tuvo ese sueño.

Si la chica pudiera describir con música lo que sintió al verlo por primera vez, entonces escogería esa canción depresiva con letra filosóficamente extraña de ese grupo que nunca quiso ser famoso. Después de haberle dado la vuelta al mundo, después de mucho viajar y de mirar lugares y de hablar con gente y de comer cosas extrañas y de dormir a la intemperie y de pasar calor y frío, por fin se encontraba frente a frente con eso que siempre había buscado pero que no sabía que estaba buscando. Se había encontrado con ese chico que le contestó aquella primera carta diciendo Me llamo Carlos y escribo porque me gusta mentir, ya que sólo mintiendo puedo encontrar la verdad. Se había encontrado con ese chico que por un momento, pequeño pero suficiente para hacerlo, le había detenido el corazón. Y supo que su viaje por fin había terminado.

Érase una vez un grupo que grabó un disco que pensó que sería un fracaso, un grupo que sólo había soñado en describir con música un sentimiento que valiera la pena y nada más. Érase una vez este grupo que recibió un día una carta y que luego se había sentado a escribir su cuarto disco pensando en una chica que le dio la vuelta al mundo y en un chico mentiroso que un día escribió un buen cuento. Un grupo que después de tanto tiempo, de tanto luchar y tocar y hacer cosas que no los satisfacían por completo, por fin había logrado alcanzar su sueño.

Ésta fue la historia de ese érase una vez.

jueves, 11 de diciembre de 2008

El cazador del fin del mundo

Ayer por la noche soñé con el fin del mundo. Bueno, en realidad no era el fin del mundo, sino que eso ya había sucedido en otro momento. Yo vivía en lo que había quedado después de eso. El cielo era de un permanente color rojo por las mañanas y azul sin estrellas por la noche. Soñé que la única persona que caminaba por la arena y por entre los cascarones de edificios era yo. Sentí la necesidad de extrañar a alguien, que era mi deber, pero no supe por qué. No extrañaba nada ni a nadie. Las rocas y la hierba seca me hacían compañía y eso me parecía suficiente.

De la mochila saqué un cuaderno y quise escribir la historia de un hombre que andaba en busca de algo que sabe que perdió pero que no sabe qué es, y mis dedos y mi pluma no quisieron responder. Con torpeza garabatee unas cuantas palabras sin sentido, más rayones sobre la libreta que palabras, y no pude seguir después del primer párrafo. Quise contar que el hombre, el de mi historia, se dedicaba a cazar patos antes de que todo esto sucediera.

Describí, o al menos eso intenté, la manera en que ese hombre permanecía oculto en el agua durante horas, en silencio, soplando de vez en cuando su silbato para llamar patos, dejando que los mosquitos caminen por sus mejillas, que las sanguijuelas se le peguen a los brazos, que el estómago le ruja de hambre. Describí la manera en que ese hombre debía permanecer en ese sitio hasta que el sol saliera y entonces matar algunos patos para poder llevar algo de comer a su familia. Y describí cómo en ocasiones el hombre debía permanecer durante horas metido en el agua, hasta que comenzaba a temblar. Y cuando amanecía, el hombre miraba el cielo del mismo color rojo que yo miraba en mi sueño, rojo pálido, como si lo hubieran puesto a secar al sol durante mucho tiempo, y ese color se le quedaba grabado en la memoria, y al final eso era todo lo que él podía recordar.

El hombre de la historia no tiene varios dientes, sobre todo los colmillos y algunas muelas, por lo cual no puede masticar la carne de pato. Sólo come pescado y pan remojado en agua, lo cuál explica el por qué trae la piel del rostro y las costillas estrechamente pegada al hueso. Aún así, el hombre se sujeta a su rifle, procurando que éste permanezca siempre seco, y vuelve a soplar su silbato.

Falla el primer disparo. Falla el segundo. La imagen de los patos rompiendo el cielo le parece tenue, como si los estuviera mirando a través de humo, y vuelve a fallar. El hombre camina, hundiendo sus pies en el fondo lodoso del pantano, apartando la hierba con un brazo, soplando su silbato cada vez más y más, ha perdido su sombrero, y vuelve a disparar. La silueta negra de un animal da vueltas en el aire y cae girando lentamente mientras los demás patos siguen su camino hacia el horizonte, ninguno de ellos vuelve la mirada. El cuerpo de su compañero caído no es más que eso, un cuerpo, y no merece la pena esperarlo. El hombre de la historia sonríe, o al menos piensa que lo hace, y camina hacia el lugar en que ha caído su presa. Recuerdo que eso fue lo que escribí sentado junto a la fogata, mirando en lontananza la silueta de una ciudad muerta, y que al volver a leer lo escrito eso se había convertido en nada más que garabatos sobre el papel. Inteligibles. Nada que pudiera comprender.

Desde pequeño tengo este sueño. Siempre el mismo. Siempre sin llegar a ninguna parte. No sé si el hombre de la historia recupera el cuerpo del pato y llega a casa para que sus hijos coman, no sé si en el camino lo olvida y sabe que hay algo importante que debe recordar pero no sabe qué es. Tampoco sé qué sucede conmigo, escribiendo un cuento en un mundo donde ya no hay nadie que pueda leerlo. No sé si alguna vez llego a recordar a toda esa gente que debo extrañar. No sé si alguna vez llego a mi destino, si es que lo hay.

Con los años, lo único que ha cambiado en el sueño es que ya no estoy solo. Entre las calles llenas de escombros encontré un perro, o más bien él fue quien me encontró a mí. En un principio creí que era una rata, en la oscuridad sólo sus ojos brillaban, pero después de unos momentos de estarlo mirando salió y pude verlo bien. Un perro al que le he llamado Alegría. Mamá decía que los amigos son siempre una alegría, así que no se me ocurrió una mejor manera de llamarlo. Alegría duerme acurrucado junto a mí, y en las noches de frío solemos compartir la misma colcha. Él es lo único que ha cambiado en mi sueño, aunque no he podido escribir más allá de lo que ya he escrito, ni aún cuando despierto he pensado en todos los posibles finales de la historia. Al dormir siempre olvido. Al dormir, mi hombre de la historia siempre se queda a medio camino entre el fango y el pato, siempre se queda con hambre, siempre mojado y temblando.

Tengo la esperanza de que con los años eso cambie. De que con los años llegaré a conocer el final de esa historia. Pero por ahora no me queda más que rogar a Dios para que la vida mía sea lo suficientemente larga como para llegar a soñar con eso. Mientras tanto me he comprado un perro igual a Alegría, al cual he llamado Felicidad, y una gorra como la del cazador. He comprado un rifle y un silbato para llamar patos, que no creo usar nunca, y he aprendido a cuidar mis dientes. También he comprado tres libretas y un montón de lápices de colores. Escribir no me preocupa porque nadie me leerá, y en cuanto al fin del mundo... estoy listo para lo que venga, pues ya conozco lo que vendrá después. Entonces acaricio a Felicidad y sé que al menos él estará conmigo.

sábado, 29 de noviembre de 2008

Fallido capitulo siete


Dime por qué estoy aquí.

Lo que va a pasar de ahora en adelante no tendrá nada de romántico, nena, nunca saldrá en las revistas del corazón, mucho menos harán una película de nosotros. Lo que sucederá más bien tendrá un vago sabor a nota roja, a película de terror. Tendrá el sabor amargo de todo el respeto que nunca me fue dado. De no haber recibido lo que desde un comienzo era mío.

Aún no entiendo qué estoy haciendo aquí.

Te estoy poniendo a salvo.

¿A salvo de qué?

De mí. De lo que estoy a punto de enseñarte. De que me gustas demasiado, nena, y de que no soportaría que algo malo te sucediera. Ya tengo demasiado sufrimiento guardado. Te prefiero aquí, junto a mí.

¿Y para eso tenías que taparme los ojos?

De otra forma no podrías entender lo que estoy a punto de mostrarte. Te necesito igual que a mí, sin vista, para que puedas comprender lo que hay en el interior de un ciego, en el interior de alguien como yo. No. No digas nada. Espera a que termine. ¿Tienes sed? Me imagino que tienes sed, déjame servirte algo. Quiero que después de esto te vengas a vivir conmigo, a mi casa, que te cases conmigo, pero no, no respondas en este momento, piénsalo, aunque debo decirte que no soportaría otro rechazo, no, señorita, no lo soportaría. Por eso te pido que me escuches, hasta el final. Quiero que me comprendas y no me juzgues mal por lo que he hecho.

Un momento. ¿Estas ciego? Yo no sabía que eras ciego.

Yo no sabía que aparte de gorda podías ser tan idiota. Perdón. No quise decir eso. Es que estoy muy nervioso ¿sabes? Hoy es una noche muy importante y no quiero que nada salga mal. Tienes unas manos muy suaves. Tu cabello es muy bonito. Me gustas, nena. Perdón. Ya no sé ni lo que digo.

No tiene importancia. Me han dicho cosas peores. ¿Qué es lo que me ibas a enseñar? Ya, levántate.

¿Qué sentirías si el amor de tu vida, aquél a quién has amado durante meses, va a hacer su vida con otra persona?

Momento.

¿Qué sentirías de pensar que esa otra persona seguramente la ama y la respeta mucho más de lo que tú tal vez no llegaste a hacerlo nunca?

Un momento por favor.

¿Qué sentirías? Dime. Dime porque yo ya no soporto lo que estoy sintiendo. Duele mucho. Y todo porque soy ciego. Le daba asco. Lo sé. La amé tanto y ahora tengo que destruirla. Maldita mi ceguera. Maldita mil veces. Maldita. Espero que sepas entender. Se va a casar con otro, y es malo lo que he hecho. Muy malo. Ahora déjame quitarte esto de los ojos.

Dios.

Quiero que cuando la veas, no grites. No lo soportaría.

Dios, no.

Quiero que te portes bien, nena. Si lo haces, prometo soltarte.

Dios mío. Muñeco, no ¿Qué es lo que has hecho? No.

Te dije que no quería que gritaras. Eso es. Así está mejor.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Ejercicio autobiográfico número dos


No me gusta quedarme en silencio porque es en esos momentos cuando me pongo a pensar en ella. Pienso en qué se habrá hecho, en qué estará haciendo, en que ojalá tenga una vida mucho mejor que la mía. Y pienso que hay cosas mucho peores que guardar silencio y pensar en ella. Al menos ahora lo sé. Hay cosas peores que tenerla todo el tiempo en mi memoria.

Hola, dijo ella con una sonrisa.

Hola, le contesté sin apenas dar crédito a lo que veía.

Han pasado muchos años. Qué gusto volver a verte.

Me acerqué a darle la mano y el recuerdo de la última noche que pasamos juntos me golpeó como un automóvil a toda velocidad. Recordé esa noche en la casa de Cuernavaca, haciéndonos el amor como dos salvajes, comiéndonos el cuerpo a besos, acariciándonos furiosamente. Recordé la manera en que ella dijo que me amaba como nunca antes había amado a nadie, como nunca volvería a amar a ningún otro. Recordé la manera en que me dijo que teníamos que dejar de vernos. Te amo tanto que no quiero dejar nunca de hacerlo, dijo mientras se abrazaba a mi espalda, y sé que si seguimos juntos pronto comenzaré a odiarte, lo sé, siempre he sido así, y no quiero hacerte eso, es mejor que terminemos hoy. Entonces me di la vuelta y me acerqué a oler su cabello, a pasar mi lengua por sus dedos, a decirle adiós de la única manera en que podía hacerlo. Nunca le dije que se quedara conmigo, no le rogué, no podría haberlo hecho, yo también quería seguirla amando como la amaba en ese momento. Quería seguirla recordando así. Esa noche estuvimos juntos hasta que los primeros rayos del sol aparecieron.

Parece que los años no han pasado, dijo. Te ves bien.

Gracias, dije sin dejar de ver al niño que la acompañaba. Tú también.

¿Y a qué te dedicas? Preguntó ella. ¿Lograste convertirte en escritor?

Un poco, dije, sólo escribo lo suficiente como para que me lean unos cuantos. Igual que siempre.

Por lo menos sigues escribiendo, eso me gusta. Te ves bien.

Entonces el niño se me acercó y jaló la orilla de mi chamarra.

Escritor, dijo el niño, quiero que escribas algo bonito para mi mamá.

Me agaché, poniendo mis ojos a la altura de sus ojos. Miré sus labios, el largo de sus pestañas, el color de su cabello, y le dije que no podría escribir nada que fuera más hermoso que su mamá. Que no valía la pena siquiera intentarlo.

Cuando yo sea grande también voy a ser escritor, dijo seriamente, y ya verás que yo si voy a poder escribir algo que sea igual de bonito.

Al escuchar eso sólo pude responderle con una sonrisa. Me acerqué para acariciarle el rostro, mientras su madre nos miraba en silencio, y sentí el viento pasar por el agujero que hay en mi corazón.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Ejercicio autobiográfico número uno

El aroma de los tambores de mi memoria me abofeteó con delicadeza; con la fuerza de un caracol lamiendo la roca, con la suavidad de un rayo partiendo al árbol. El tiempo se detuvo. El pozo de mis recuerdos, vacío desde hace tanto, se llenó en un solo momento, el suficiente como para detener los latidos de mi corazón. Los pajarillos callaron. La tierra dejó de dar vueltas. Me quedé sordo, manco, sin la voluntad para dejar de verla.



Con los dedos de sus pies ella recorría mi espalda, tarareando una canción, llenando el cuarto con su aroma. Afuera, más allá de las ventanas, las luces de la ciudad comenzaban a palpitar. Lo sé. Siempre lo supimos. Nunca dejé de saberlo. Ignoré lo mucho que la amaba. Le dije lo mucho que la necesitaba. Me la bebí completa, me respiró entero, me dijo que me odiaba y que nunca en su vida iba a dejar de pensar en mí. Luego, al terminar, ella se abrazó a mis piernas y se durmió. Al día siguiente metió su amor en una valija y luego la dejó olvidada a la orilla de alguna carretera.



El niño dijo, Escritor, escribe algo bonito para mi mamá, pero yo no pude pensar en nada, sólo escuchar esas caricias que hace tanto se habían ido, respirar el recuerdo de esas noches que ya nunca volvieron. Maldije. Y toqué el rostro del pequeño en silencio.

lunes, 27 de octubre de 2008

Rapsodia en Tlalnepantla


Para llegar a casa hay que subir una pequeña loma. Desde arriba, si das la vuelta, puedes ver Tlalnepantla. Casas y edificios por aquí y por allá, una plancha interminable de construcciones que parecen pequeños bloques de concreto sobre una maqueta rodeada de cerros; cerros que en otoño son cafés y en primavera verdes, como el verde más verde que hayas visto jamás. Por encima de las casas y edificios se levanta la catedral, y más allá de la catedral una fábrica de aceros. Al fondo, de pie, un enorme Cristo que vigila el cementerio. No hay muchos colores en el paisaje, más bien todo luce como si fueran sólo placas grises colocadas unas delante de las otras. Eso es lo que siempre veo, mientras en la cima de la loma el viento nunca deja de soplar.

Lleva dos horas ir desde el trabajo a la casa. Dos de ida y dos de regreso. Cuatro horas en el subterráneo y en el camión, horas que dedico a leer una novela o a pensar en el siguiente texto. Ahí es donde nacen las ideas, a mitad del movimiento. Saco una hoja y hago cualquier anotación. Cualquier cosa. Escribir es lo importante.

Por el rumbo nunca sucede nada. No hay ruido por las noches, no hay jovencitos embriagándose en las esquinas, no hay asaltos, no hay choques. Nada de eso. La gente sale muy temprano a trabajar y llega muy noche a descansar, sólo eso les importa, no andar armando borlotes. Es el sitio adecuado para vivir, para alejarse de la ciudad sin salir de ella.

Una ocasión caminé más de treinta cuadras a las dos de la mañana, sin luna y sin compañía, por calles largas y oscuras, y nunca me topé con alguien. Llegué sano y salvo. Un pueblote, así me gusta llamar al lugar en que vivo.

Lo que más me gusta de Tlalne son sus mujeres. No es que sean especialmente bellas, o que tengan alguna cualidad que las haga distintas a las demás. De hecho, hasta podríamos decir que son más bien... comunes. Eso me gusta. Eso y que sean de caderas grandes, senos pequeños y piel morena.

En ocasiones me detengo en el parque sólo para verlas pasar. Elijo alguna banca del municipio, la que esté libre y con sombra, y me pongo a comer naranjas. Las veo caminar de dos en dos o acompañadas de su marido o de su novio. Me da igual. Sólo me interesa verlas. Las miro y pienso en Adán, en lo mucho que le ha de haber gustado ver caminar a Eva por el paraíso, mientras el viento fresco y el olor a pasto y flores lo llenaban todo. Las muchas veces que le ha de haber agradecido a Dios por haberle dado esa compañera. Lo mucho que ha de haber pasado tardes solamente mirándola. Y mientras como mis naranjas y bebo un poco de agua, le doy gracias al señor por haber hecho tantas mujeres más, por tener más suerte que Adán, quien sólo pudo disfrutar de una. Estiro la piernas y me recargo en el respaldo, guardo las cáscaras en una bolsa, junto a las semillas, y dejo que la tarde también pase.

Antes de entrar a casa se debe cruzar un portón negro. Una vez que lo haz hecho te topas con un patio del tamaño suficiente para estacionar cuatro automóviles. A un lado, cubriéndolo todo con su sombra, se levanta una bugambilia, un enorme árbol de flores rojas. Bajo él hay una banca de madera en la que en días soleados me acomodo a leer un poco y a tomar limonada fría. En ocasiones también saco una pequeña grabadora y escucho algo de música. Escucho a Brahms.

La casa no es muy grande. Son sólo dos habitaciones, un baño, una sala comedor y una cocina. Todos los muros pintados de blanco y siempre con olor a naranjas. El viento entra por las ventanas, meciendo con suavidad las cortinas de colores. En la sala hay un pequeño librero con los únicos libros que me interesa conservar. No serán más de cuarenta. A un lado del librero hay una mesa con una computadora y más allá un televisor que casi nunca está encendido. Sólo cuando hay fútbol.

En la sala hay un sillón rojo, en el que me apoltrono por las noches a leer. Es un sillón grande y suave en el que me hundo cual gatito en un cajón lleno de toallas. Ahí leo en silencio sin distracciones, a Ciorán. Y sobre la mesita, junto a la computadora, un cuaderno de hojas amarillas y portada azul. En él me gusta escribir los cuentos antes de pasarlos a la computadora. El cuaderno está lleno de textos sin acabar y de frases tachonadas y vueltas a escribir una y otra vez. La mesa toda llena de plumas y lapiceros con tinta negra que me gusta coleccionar. Y es en esa mesa y escribiendo sobre ese cuaderno en donde estoy en este preciso momento, respirando un olor a limpio y escribiendo estas palabras que aparecen delante de tus ojos mientras las vas leyendo.

lunes, 13 de octubre de 2008

La espera


Mi hermano dice que ésta noche no vendrán los Unga-Chaka; que no lo harán mientras no nos quitemos los cascos que nos hacen invisibles. Por eso nos escondemos bajo la cama. Mi hermano sabe de esto. Los Unga-Chaka son del tamaño de un refrigerador, peludos como perros, y siempre llevan en la mano una lanza con la que pican la cabeza de los niños. Cavernícolas. Mi hermano dice que lo hacen para que dejen de gustarnos las hamburguesas. Yo sé que tiene razón.

Vi a mi primer Unga-Chaka la noche en que terminamos de ver la película del Monstruo. Lo vi en la calle, entre las ramas de un árbol, agachado, esperando a que me fuera a dormir. Esa noche, por más que me tapé con las cobijas y recé unos padres nuestros, no pude hacer nada para que se fuera. Mi hermano dice que los Unga-Chakas son un poco tontos, que metiéndonos debajo de la cama y aguantando un momento la respiración dejan de buscarnos. Él sabe mucho; él me enseñó a construir los cascos para ser invisibles.

Hicimos los cascos con un colador de plástico y unas cuantas antenas de carritos. Usarlos es peligroso, así que debemos llevar siempre lentes oscuros y un par de guantes de tela. Guardar silencio. Construimos uno para el Romel y otro para la Bola de Pelo. Le hicimos uno también a mamá. Lo que aún no resolvemos es cómo hacérselo también al pez beta que duerme bajo la repisa.

Mi hermano se sienta en el piso, sosteniendo una lámpara en la mano, y mientras alumbra las telarañas que hay en el techo me pregunta si sé cuál es el nombre del hermano feo de Einstein. Yo le digo que no sé cómo se llama el hermano feo de Einstein, y él me contesta que se llama Frank-Einstein. Los dos nos reímos mientras mamá llora calladita en un rincón de la casa.

*

Antes podíamos ver la televisión, pero ahora no porque no tenemos luz. Mamá ya no puede cocinar las cosas que cocinaba antes, así que hemos tenido que comer atún por casi dos días. Antes me gustaba el atún, pero ya me estoy comenzando a cansar. Ella dice que cuando salgamos de esta nos llevará a comer hamburguesas.

Por la noche no puedo dormir. Mi hermano me pregunta que si me pasa algo y yo le pregunto que cuándo dejarán de tronar los cuetes en la calle, que si en algún momento va a dejar de temblar. Él me dice que esos no son cuetes, y que la tierra no tiembla a causa de un terremoto. Me dice que si mejor me cuenta una historia. Le digo que una de monstruos, porque esas son mis favoritas.

Cuando no está cocinando o arreglando lo que queda de la casa, mamá escucha la radio. La escucha muy bajito, pegando la oreja a la bocina. En ocasiones me pide que guarde silencio. A mí no me importa lo que ella escucha; me aburren las noticias. Yo prefiero pisotear cucarachas o buscar sitios para esconderme de los Unga-Chakas. El Romel es quien siempre va conmigo. Nos ponemos nuestros cascos, los guantes y los lentes, y subimos a la azotea.

Al salir de las escalera espero ver la copa de los árboles meciéndose y luego la punta de los edificios. Ver el cielo azul y las nubes. Ver la cúpula del Monumento a la Revolución y el horizonte lleno de los edificios de Reforma. Eso es lo que me gusta de subir a la azotea. Sentarme sobre las jaulas y mirar la ciudad hasta que el sol desaparece. Pero hoy ya no hay nada de eso. Nada está en donde se supone que debe estar.

En su lugar veo columnas de humo que nacen en el suelo y se elevan hasta lo más alto del cielo. Fuego por todas partes. De los edificios ya nada queda. Me limpio los lentes con el brazo mientras respiro el aire que me pica en la nariz. Romel se tira al suelo y se tapa el rostro con las patas. A lo lejos veo un montón de aviones y helicópteros que dan vueltas alrededor de una criatura de color negro. Es como una lagartija enorme que se arrastra en medio de la destrucción. Como un dinosaurio, sólo que más extraño.

Eso es lo que trajeron los Unga-Chakas, dice mi hermano sin quitarse el casco para ser invisible. Es como el horror cósmico de los cuentos.

*

La noche que construimos los cascos fue la misma noche del apagón. Desde entonces la luz no ha regresado, igual que papá. Los que sí han vuelto, y muchas veces, son los Unga-Chakas, pero ya no les tengo miedo.

Hoy por la mañana la Bola de pelo se fue de casa. Yo digo que se cansó de tanto comer atún con galletas. Mi hermano dice que el gato ya no regresará y que nosotros deberíamos hacer lo mismo, pero mamá lo calla diciendo que debemos esperar hasta que regrese papá.

Han pasado muchas horas y él no llega. Ya debería haber vuelto del trabajo. Yo ya quiero comer una hamburguesa y tomar una coca. O dos. Mamá dice que sólo cuando papá regrese nos la va a comprar. Pero ahora no. Que no podemos salir.

Mientras encendemos una veladora en medio de la oscuridad, mi hermano me pregunta si sé cómo estornuda un pez. Yo le digo que no sé cómo estornuda un pez. Y él me dice; Pues ah... ah... ah... atúnnnnn. Nos reímos, pero yo ya casi no tengo ganas de reír; y mamá... mamá ya casi no puede seguir llorando.

lunes, 29 de septiembre de 2008

1509

Josesito vive en un departamento de tres habitaciones en el centro de Morelia. Un cuarto, sala-comedor y cocina siempre llenos de cajas de cartón y repletas con ropa. Los únicos muebles en el departamento son una cama, una mesa, tres sillas, un televisor y una estufa. Josesito apenas tiene espacio para jugar pero, a pesar de eso, hoy está emocionado; mañana es su cumpleaños.

Papá casi nunca está en casa y cuando está se la pasa durmiendo. Mamá trabaja en casa. Lava y plancha ajeno mientras Josesito mira la tele. Así son casi todos los días para él, aburridos, unos exactamente iguales a los otros.

Josesito nunca ha salido de vacaciones. No sabe lo que es eso. No conoce el mar ni las montañas. Papá no tiene el tiempo para llevarlo. Pero hoy hay fiesta en el centro. Juegos mecánicos y dulces y luces de colores. Como todos los años a Josesito lo van a llevar a dar el grito. Y esas son sus únicas vacaciones.

Papá llega cansado como siempre. Se quita el uniforme del trabajo mientras Josesito va de un lado para otro, brincando encima de las cajas y dando vueltas alrededor de las sillas. Papá le pregunta si ya está listo para salir y él le contesta que sí con un grito muy largo. Papá le da un beso, lo toma de la mano y abre la puerta hacia la calle. Mamá los abraza a los dos. Ríen. El aire huele a algodón de azúcar.

En la calle hace frío, hay música y gente que se detiene a comprar cosas en los puestos ambulantes, hay luces de colores y un cielo sin nubes. Papá compra un sombrero y una matraca para Josesito, para mamá una diadema con dos trenzas, para él un gordo y peludo bigote negro. Comen buñuelos y atole de vainilla, luego suben juntos al carrusel.

Papi ¿A qué hora van a encender los castillos?

Al rato, José. Al rato.

Entonces ¿Podemos ir de mientras a las canicas?

Vamos, pues.

En todos lados hay música de mariachis y huevos rellenos de confeti. Los niños corren entre las personas, persiguiéndose con botes de espuma que luego se arrojan sobre el cabello. Josesito mira todo eso y sonríe. No se suelta de la mano de mamá. De cuando en cuando, a lo lejos, un cohete explota.

Papi, llévame a la rueda de la fortuna.

Papi, cómprame un gazpacho.

Papi, ya me duelen los pies.

Mientras más de noche se hace, más el centro se llena de vida. Las calles se van atiborrando y cada vez les resulta más difícil caminar. La gente se empuja y se empuja, todas buscan encontrar un lugar en la plaza, cerca del balcón central del Palacio de Gobierno. A Josesito, su papá se lo monta en hombros y juntos ven salir al gobernador.

Josesito no sabe quién es Miguel Hidalgo, no sabe quién es Morelos ni Josefa Ortiz, tampoco sabe qué significa Héroes que nos dieron patria. No sabe lo que significa nada de eso, ni por qué la gente grita Que vivan tantas vecez, pero le divierte hacerlo junto con ellos, y eso, para el niño, es suficiente. Le gusta que papá lo cargue. Le gusta el olor a palomitas y elotes con mayonesa.

¿Ya vienen los cohetes, papi?

Ya vienen los cohetes, José.

El niño escucha la primera detonación en medio del Himno Nacional. Un cohete como nunca antes ha escuchado. El suelo tiembla y mucha de la gente apenas y le presta atención, pero Josesito sí. Josesito cae al suelo junto con su papá. Se golpea en un hombro y en la cabeza, y sale rodando hacia delante, llorando con todas sus fuerzas.

Y es cuando ve la sangre. Una mano cercenada y llena de sangre.

La gente a su alrededor corre sin rumbo. Intentan alejarse de lo que acaba de suceder. Hay carne y sangre por todas partes; en la camisa de los hombres, en el vestido de las mujeres, sobre el suelo y sobre los arbustos. Todo huele a pólvora y a quemado. Josesito nunca ha visto algo parecido. La cabeza le da vueltas. No sabe dónde está su papá ni su mamá. Llora con fuerza, esperando que ellos puedan encontrarlo. Siente que alguien le pisa un pie.

Por allá un hombre camina con una mano en el estómago, sosteniéndose las tripas. Por allá una mujer busca el ojo que acaba de perder. Por allá un muchacho intenta caminar sin las piernas que le arrancaron. Todo sucede muy rápido y al mismo tiempo. El Himno Nacional ni siquiera ha terminado. Parece como si pocos se interesaran en ellos, y papá no viene por él. Tampoco mamá.

Josesito escucha la palabra bomba. Alguien aventó una bomba. Para él eso lo explica todo. Se mira el cuerpo y se da cuenta que también él está sangrando, no sabe si por el golpe o por la explosión. Llora con más fuerza, esperando que alguien se acerque y lo lleve hacia otra parte, y la mano de una mujer lo levanta.

Tranquilo, dice. Tranquilo.

Y le da palmaditas en la espalda mientras el corazón le golpea con fuerza por dentro del pecho.

DiosDiosDiosDiosDiosDios, dice la mujer que lo carga mientras corre hacia el otro lado de la calle. DiosDiosDios. Ella también tiene el rostro manchado de rojo. Pero... si estas cosas no suceden en México, dice.

Y Josesito mira a papá tirado en el suelo, y mira a mamá también, sin movimiento, en medio del asfalto, con la ropa rasgada y los cabellos revueltos, con las trenzas y el bigote llenos de sangre. Parecen no respirar. Llora y estira sus manos, busca alcanzarlos, pero ya está muy lejos. La mujer que lo carga no lo escucha. Él quiere soltarse, pero ella lo sujeta con más fuerza. Van y se sientan detrás de un carrito de algodones de azúcar. Josesito corre de vuelta. Josesito sabe que acaba de perderlos. No sabe nada de los demás, ni de las fiestas ni de que mañana es su cumpleaños ni de las vacaciones que seguramente ya nunca tendrá con ellos. Pero sí sabe que de ahora en adelante ya nada será igual.


miércoles, 10 de septiembre de 2008

Karaoke

No hay nada interesante en mi vida. Prefiero desaparecer, darle lugar a las historias que cuento. Fundirme con las palabras y no existir; que sólo exista la obra. Esa es la esencia de todo.

Un día vas a cenar a tu lugar favorito y lo último que esperas es encontrarte con la chica que hasta hace una semana era tu novia. Ni lo esperas ni lo deseas. Es más, preferirías que una bala te atravesara la frente antes que pensar en algo así. Preferirías primero convertirte en chango antes de creer que eso te pudiera suceder.

Pero te sucede.

Entras del brazo de la única amiga que no te ha abandonado, pides la mesa de siempre pero te dicen que ya está ocupada. Maldita sea. Entonces pides la que está a un lado. Qué importa. La pista está a la misma distancia.

Te sientes tan mal que para esa noche decidiste usar tu mejor traje, la mejor camisa, los mejores zapatos. Te pones ese perfume que te hace sentir guapo. Te engominas el cabello. Llevas el reloj para el que ahorraste más de un mes tu salario. Lo único que importa es ser alguien más, alguien que no seas tú, porque tú te la estás pasando mal. Te sientas y pides un martini Hemingway. Lo pides doble. Si pudieras, también pedirías un arma.

Tu amiga sonríe y te dice que nunca antes había estado ahí, que el lugar le gusta por pequeño, porque se siente tan familiar que dan ganas de quedarse para siempre. Le gustan las sillas pequeñas y las mesas redondas. Le gustan los cacahuates y la forma de los hielos en los vasos. Te dice que algún día volverá con alguno de sus novios.

Entonces la miras. Justo a un lado tuyo, sentada en tu mesa favorita, en el lugar de siempre, bebiendo lo único que sabía beber. Tu ex novia. La escena te parece tan familiar que un frío húmedo te sube por la espalda y te hace temblar. Te quedas sin aliento. El corazón se te para. La música se detiene. Y tú sólo puedes mirar el color de sus labios.

Ella te dice Hola.

Hay silencio.

El último trozo de tu corazón se cae al suelo. Crees que tu cuerpo ya no tiene huesos que lo sostengan. Apenas puedes respirar. Te agarras con fuerza a tu martini.

Dices Hola. Sólo para eso te alcanza la voz.

Hola dice ella.

Hola.

Llevas ebrio tantos días que no sabes si esto es cierto. Miras para un lado y para otro, tocas la mesa, sientes el suelo bajo tus pies. Puedes estar seguro que todo es real. Ella sigue oliendo a naranja.

Qué agradable sorpresa, dices con la mejor frase que puedes sacar de tu baúl de lugares comunes, No pensé encontrarte aquí.

Vine con un amigo, te contesta. Es un buen sitio.

Ah, dices.

Bien, dice ella. Tú qué haces.

También vine con una amiga. Sandra. La conoces.

Sí. Bueno, ahí viene mi amigo. Me dio gusto saludarte.

A mí también.

Nos seguimos viendo.

Nos seguimos viendo.

De pronto tu bebida comienza a saber mal. Tienes ganas de ir al baño y echarla toda afuera, una y otra vez, hasta que el estómago quede vacío. Aún así, finges una sonrisa y no dices nada cuando tu amiga y tu ex novia se saludan. Sólo te echas para atrás, sobre el respaldo de la silla, y enciendes un cigarro.

Hay algo que tus amigos no saben de ti, y eso es que te gusta cantar. Por eso visitas ese sitio todos los viernes, por que tiene una máquina de Karaoke pintada de color rosa y azul. Nadie sabe que cantas, mucho menos que lo haces bien. Es tu pequeño secreto. No te interesa que nadie más lo sepa.

La gente va pasando por turnos y toma el micrófono, escogen la canción que quieren y la interpretan. Generalmente todos les aplauden, aunque lo hagan mal. Eso no importa. Lo que importa es pasarla bien. Y hoy, más que en ningún otro momento, lo que necesitas es pasarla bien. Por eso estás ahí.

Pero no escuchas lo que los otros cantan. Estás metido en tus pensamientos, buscando el fondo de tu vaso, acabándote la cajetilla de tabacos mientras el otro tipo, el que acompaña a tu ex novia, le habla al oído y la hace reír. Quieres que desaparezca.

Te pones de pie, te aflojas la corbata y acomodas tu saco. En un súbito ataque de valor subes al escenario y escoges una canción, esa que dice todo eso que en estos momentos no puedes decir. La escoges pensando en ella. Te paras a la mitad del escenario, con una mano en el bolsillo, y tomas con fuerza el micrófono. Lo acercas a tu boca y las primeras notas comienzan.

Primero ella ni te mira, pero luego no puede apartar sus ojos de ti. Escucha cada una de las palabras que cantas. Escucha, como si estuviera embrujada, hasta que terminas.

Al final regresas a tu lugar. La gente aplaude porque saben que cantaste con el corazón, que lo hiciste como nunca antes lo habías hecho; con todos tus sentimientos. Ella también lo ha notado. Por eso, cuanto te sientas, se acerca a tu oído y te dice suavecito, Espero que puedas llamarme el día de mañana, confío que aún tengas mi número, quiero que platiquemos de algo.

Miras por encima de su hombro al tipo que la viene acompañando. Vuelves a sonreír. Las cosquillas en tu pecho te lo dicen; ya no hay necesidad de otro martini.

domingo, 7 de septiembre de 2008

AERIA GLORIS

"Sabía perfectamente que esta línea de acción acabaría en la muerte;
Fue el espiritu del Yamamoto lo que me incitó
a arrostrar cualquier cosa que pudiera ocurrir".

Yoshida Yamamoto




Hace tiempo, Yamaguchi escribió en una carta que me amaba. Lo hizo sobre papel arroz, con su bella caligrafía en tinta negra. Sus kanjis cayendo por la hoja como lágrimas al viento; como un paisaje de otoño. La carta olía a él, a manzanas y limón. Yamaguchi escribió que me amaría por siempre, pero nunca lo cumplió.

Estaba yo a punto de morir de pulmonía cuando la abadesa me recibió. Era diciembre. Recuerdo toda la nieve que caía sobre Izu y que no me supo detener. Con la carta de Yamaguchi aún en las manos, caminé desde la estación de trenes hasta la puerta del templo. Mis pies se hundían en la blancura del campo. Me pareció que todos esos kilómetros medían más de mil metros. Me abracé con fuerza a mi capa.

Recuerdo las primeras palabras de la abadesa luego de que abrí los ojos. Lo siento, pero el niño se perdió, dijo. Recuerdo que quise llorar porque sabía que eso era lo correcto, pero no lo hice. No me nació hacerlo. Le contesté que así todo iba a estar mejor, que no quería un recuerdo de Yamaguchi en mi interior. Le dije que necesitaba ir un momento al baño.

El año que me aceptaron en el templo fue el año en que nació el primogénito del emperador. Para ese entonces yo ya había muerto y vuelto a nacer. Recibí los hábitos en un estado casi de trance. No era yo quien estaba en mi cuerpo en ese momento. Podía mirarme desde arriba, como si fuera yo quien flotara en la parte superior de la capilla de ordenanzas. Abajo se encontraba ese cuerpo que todas reconocían como mío y que ahora me parecía tan ajeno. Miré a las demás monjas, sus rostros cruzados por sonrisas, pero no pude entender por qué se sentían así. Quise escapar, pero sabía que mi cuerpo no iría conmigo.

Escribo esto después de muchos años. No entiendo por qué. Ahora que siento que mi tiempo como abadesa de éste templo está por terminar. Escribo ésta carta mientras pienso en aquella otra que me trajo aquí. Escribo con mi mano sabor cereza, mientras que mi mano sabor chocolate no deja de temblar sin control. Tal vez cuando todo se apague, cuando todo se ponga negro, cuando las velas de mi celda se consuman por completo, deje de pensar en mi pasado. Eso es lo que quiero.

No me gusta mi mano izquierda porque fue precisamente ella la que dejó caer la carta de Yamaguchi al fuego. Mis ojos sólo pudieron mirar cómo lo que una vez fue blanco se fue transformando al rojo y luego al negro, encogiéndose sobre sí misma hasta desaparecer. En ese momento fue que por fin pude llorar, por fin pude volver a nacer; después de que me ordenaran en el templo, años antes de convertirme en la abadesa. Lo recuerdo hoy que el final se acerca.

Por las noches, cuando rezo en la soledad de mi celda, oigo la voz de Dios que me dice, Aquí, todo eso se termina. Esa es la gloria del cielo.


miércoles, 3 de septiembre de 2008

DU JOUR

Un cuento de Amy Hempel
Traducción al español por W.





Los primeros tres días son los peores, dijeron, pero han pasado dos semanas y yo sigo esperando que esos primeros tres días terminen.

Un día en el programa, me di cuenta que la única cosa que me hacía inteligente era la nicotina. Ahora no puedo hacer un viaje desde la cama hasta el baño. No puedo encontrar la puerta de salida el cincuenta por ciento de las ocasiones. Mi cabeza es como un balcón roto desde el que caigo cada vez que hablo.

Pero es mejor estar viva y bien y no pensar, que pensar y fumar y estar muerta.

Este es el punto que he alcanzado: Dejé de fumar, o algo parecido. El punto es también: Dejar de fumar o perder mi trabajo.

Preparo sopa en un lugar en el que tienen cincuenta y dos diferentes variedades de ellas. Preparo las cincuenta y dos en un momento o en otro; últimamente sólo hago la especialidad del día. El Mulligatawny y el Senegalés. Son del tipo que puedes saborear por sólo el sonido de sus nombres.

El dueño me llamó un día y me enseñó los tazones que devolvían los clientes. Me dijo, “Es el condimento, nena. La cantidad de pimienta roja”.

Supe que estaba equivocada por esto; tengo que enfrentarlo, es lo que tres cajetillas al día le hacen a tus papilas gustativas. Pero no sé tomar las críticas, así que al siguiente minuto le estaba llorando al Sr. Licalsi.

“¿Y eso qué?” grité. “¡Qué importa! ¡Tampoco les gusta el puto Gazpacho!”

Y el Sr. Licalsi dijo, “Jesús, niña, ¿y con esa boquita comes?”

En ocasiones pierdo la compostura porque no sé qué hacer en lugar de fumar. Estoy ganando peso, desde luego; todos lo hacen. Pero no porque esté comiendo de más o algo por el estilo. Estoy ganando peso porque dejé de toser. Toser era un ejercicio para mí.

Por los problemas de peso fue que conocí a la Sra. Wynn. Ella está en la sección de control de peso del programa, por eso nos topábamos en la báscula semanal. ¿Cómo puedo extrañarla? Ella era fuerte y grande, y siempre vestía una camiseta azul talco con letras del ejército que decían LA VIDA ES INCIERTA-COME EL POSTRE PRIMERO. La escuché explicarle a otra comedora compulsiva cómo las mujeres ganan de la parte superior y pierden de la parte inferior.

La Sra. Wynn y yo comenzamos a platicar por qué las dos estábamos ahí. Me dijo que éste era su primer intento serio de dieta desde que el Metrecal fue introducido en los sesentas. Eso la había fastidiado, dijo, porque no le habían aclarado a una consumidora como ella que el Metrecal era lo que comías en lugar del desayuno y de la cena.

El programa que se monitorea en la clínica está garantizado para dejarte como una vaina rota, dijo, “Como una delgada y rota vaina”.

La Sra. Wynn es cantante en un club de bocadillos. Su esposo es dueño del Club Volare, en donde tres noches a la semana, después de que la banda toca los favoritos italianos, después de que aparecen las bailarinas griegas y los cantantes Bronx/Israelitas, después de que las bailarinas mueven el vientre y ha pasado el solo del interprete del Bousouki, después de la aparición de la multitalentosa chica española y una breve interrupción, la Sra. Wynn canta la canción que grabó en cuatro idiomas diferentes. Ella se vino abajo seis noches a la semana -así como se vienen abajo cinco mil calorías a sólo mil doscientas en un día- desde que le dio un infarto en el verano.

“¿No bromea?” le dije a la Sra. Wynn. “¿Cuatro idiomas?”

“Oh, Dios, no” dijo. “Sólo estoy exagerando para que puedas conocerme más rápido”.

Más allá de eso, la Sra. Wynn también se tomaba Polaroids de sí misma, cada semana en la clínica durante el pasado mes. “Así, cuando llegue a mi peso ideal podrás mirar atrás y ver lo bien que no me veía” explicó.

Le pregunté a la Sra. Wynn por qué comía tanto, y ella hizo la pregunta a un lado. “Toma a cinco siquiatras y tendrás seis opiniones” dijo.

En ocasiones, la Sra. Wynn me llamaba a casa cuando no fumaba. Me llamaba en lugar de comer, de la misma manera en que otras personas llaman a alguien en lugar de tomar un trago. Esas llamadas eran un tipo de conductor de festividades para mí. Cubríamos desde el tostado hasta el horneado, el sorbitol contra el aspartame, los lugares más rugosos, y por qué a nadie puede dejar de gustarle Sara Lee.

La Sra. Wynn me dijo que durante mucho tiempo pensó que la comida que se comía en espacios abiertos no tenía valores calóricos. Dijo que eso era lo bueno de las barbacoas y los picnic. Dijo que ahora que sabe que eso no es así, le asombra de dónde pudo sacar esa idea. Como yo envolviendo cinta adhesiva alrededor del filtro de mis Carlton, para atrapar el humo tóxico que tienen en el interior, haciéndome creer que así tendría menos alquitrán.

La Sra. Wynn es la amiga que necesito. Ella nunca pregunta cómo voy con el cigarro. No es el tipo de experiencia para una fotografía del antes y después.

Cuando alcanzó su peso ideal, la Sra. Wynn me envió una tarjeta con un mensaje escrito a mano. Decía “Cada día llega portando sus regalos. Desata los listones”. Dentro había una nota escrita por la Sra. Wynn; había anexado mi nombre a la lista de invitados del Club Volare.

Cuando los primeros tres días por fin pasaron, recorté un anuncio de una revista de comida. Doscientos dólares y un curso de seis semanas me convertirían en un chef de sushi. Es divertido, es artístico, es... doscientos dólares.

Tiré el anuncio y pensé en ese dicho que la gente siempre dice, como “La vida es dura... y entonces mueres”. A decir verdad, no es así del todo. Eso te muestra lo que ellos saben. La vida es dura, en eso tienen razón. ¿Pero qué hay acerca de esos tres días que son lo peores? Ellos están equivocados en esa parte. Es tu vida... el resto de tu vida es lo peor de todo.

sábado, 30 de agosto de 2008

De islas voladoras e historias incompletas


Ayer comenzaron con el recorte de personal, y por la noche soñé con islas voladoras. Soñé que vivía en una de ellas y me dedicaba a sembrar maíz, que conseguía el agua directo de las nubes y que dormía en una choza con paredes de lodo. Volaba con la isla por sobre pueblos y ciudades, mirando el rostro sorprendido de la gente. Ellos me miraban unos momentos y luego volvían a su trabajo en las oficinas o en las fábricas, volvían a caminar, con su mirada perdida, por las calles grises pavimentadas. Ya por la noche, después de un día de trabajo, me sentaba junto al fuego a tocar mi guitarra; tocaba hasta ser vencido de nuevo por el sueño. En ocasiones mi camino se cruzaba con el de otra isla, y su habitante y yo nos saludamos con la mano o con una simple inclinación de la cabeza, nos preguntábamos por el clima allá en el lugar del que veníamos y luego nos deseábamos un buen viaje, desaparecíamos tras una montaña gigante o tras alguna nube gorda y blanca. Nunca hice el intento por abordar una isla ajena. Pero todo era un sueño. Por más cómodo que me sintiera, por más que quisiera permanecer ahí hasta la eternidad, por más que quisiera seguir respirando ese aire, no era posible, los sueños tienen que terminar, ya sea porque la luz del sol golpea la ventana de los párpados o porque el sonido del despertador se vuelve insoportable o porque nuestra pareja, nuestra querida y vieja esposa, nos sacude el hombro y nos dice que ha llegado el momento de ir a trabajar. Me estiro, acomodando los músculos del cuerpo, y me restriego los ojos; vuelvo a recordar que en la fabrica hay recorte de personal. En la lista de ayer no aparecí, pero en la de hoy puedo estar. Veinte años que se irán a la basura de un plumazo sólo porque a alguien de allá arriba, de las oficinas, se le ocurra tomar la decisión de que alguien como yo ya no les resulta de utilidad, alguien que seguramente sonreirá al darme un cheque de liquidación y dirá un Gracias por sus servicios que no le saldrá del corazón. Pensarlo me aterra. No sé qué va a ser de mí si eso llega a suceder. Han sido treinta años en la misma fábrica, trabajando detrás de la misma máquina, apretando los mismos botones, haciendo los mismos productos, levantándome a la misma hora. Quién más va a necesitar de mi experiencia. Con éstas ideas rondando por mi cabeza voy camino al el trabajo, mirando a las demás personas, sintiendo que todas ellas son más felices que yo. Tengo ganas de tomarlos por la corbata y gritar que no hay nada por lo cual sentirse así. Camino lento, pensando en la familia de los compañeros que se fueron el día de ayer. Los imagino revisando sus cuentas, haciendo un inventario de sus deudas y gastos, tronándose los dedos por no saber cómo pagarán la renta del mes siguiente, o la luz, o el agua, o los cuadernos de la escuela de sus hijos. Los imagino a sus casi cincuenta años yendo a pedir trabajo, formados en una fila a la espera de una entrevista en la cual les dirán que no cubren el perfil, yendo a comprar el periódico del domingo sólo por ver la sección de empleos, subrayando aquellos para los cuales se sienten menos incompetentes, llamando por teléfono para una cita, caminando de aquí para allá, gastando su poco dinero en pasajes y en comida sucia de la calle, planchando por las noches su única camisa manga larga y sacándole brillo a sus únicos zapatos de vestir, colgando con cuidado en una percha ese saco azul marino que siempre tuvieron miedo de volver a utilizar. Pienso en ese su futuro que seguramente será el mío también; tal vez no el día de hoy, pero seguramente el día de mañana. En mi historia personal, no tengo otro destino asegurado más que el de mi propia desgracia. Cuál será mi reacción si al llegar al trabajo me dicen Un momento, Rodríguez, antes de pasar a su área de trabajo queremos platicar con usted, venga por favor, pase por aquí. No sé qué diré, no sé si bajaré la cabeza, pondré mis manos por delante, con los dedos entrelazados, y caminaré hasta donde ellos me digan. No sé si los demás compañeros se compadecerán de mí. Tampoco sé si escucharé en silencio y luego firmaré los papeles sin haber expresado todo esto que me está destrozando el corazón. No sé si tendré el valor de preguntar Por qué, por qué yo. Han sido veinte años tras la misma máquina y no sé hacer ninguna otra cosa, la experiencia que tengo no sirve en otra parte, soy un especialista, señor, un hombre de una sola profesión; no puedo dejar de serle útil a la gente que durante tanto tiempo me necesitó. Compadézcase. Qué será de mí, qué será de mi familia. Los jefes de la planta dicen que las ventas han disminuido y que la gente ya no busca nuestros productos, que estos recortes se hacen en todas partes del mundo. Ellos les llaman ajustes, no despidos. Y mientras viajo en el camión rumbo al trabajo vuelvo a cerrar los ojos, a pensar en el sueño que tuve. No sé por qué lo he recordado si normalmente suelo olvidar todo. Vuelvo a pensar en las nubes y en la isla voladora en la que he logrado hacer brotar una parcela llena de elotes dorados como el sol. Recuerdo el aroma de las nubes, el tacto de la tierra bajo mis dedos, el cálido soplo del viento acariciando mi pecho. Cierro los ojos y rezo.

sábado, 16 de agosto de 2008

Nomás un puño de tierra


(Autorretrato en fotocopiadora)

sábado, 26 de julio de 2008

Números

Nunca he sido bueno con los nombres. Tengo que hacer un esfuerzo por aprenderlos. Escritores, cantantes, actores, vecinos, amigos. Tengo que escuchar su nombre por lo menos diez o veinte veces antes de aprenderlo. Me resultan demasiado abstractos, no se fijan en mi mente, por eso solía poner apodos.

A la maestra de Física en la secundaria le decía “La Rambo”, al maestro de matemáticas “El Chilencho”. He olvidado el 99 por ciento de los nombres de la gente que he conocido, eso sin mencionar sus apellidos, aunque nunca olvido un buen apodo. Cuando vuelvo a encontrar a un antiguo compañero en la calle tengo que utilizar trucos para acercarme y saludarlo. Estoy seguro que él tampoco recuerda mi nombre, así que estamos a mano.

“Cómo te va?” “Muy bien, ¿y a ti?” “Todo perfecto” “¿Qué dice la familia?” Hablándoles como si ya hubiera mencionado su nombre más de cinco veces. Es horrible. De verdad me esfuerzo por recordar, pero nada. De mi cabeza no salen esos datos, no importa lo que haga.

Tampoco soy bueno con el nombre de los objetos y las máquinas. Normalmente sólo las señalo o me refiero a ellas como “El coso” o “La chinchunfleta aquella”. De verdad me frustra. Por más que hago los ejercicios de “recordación de nombres” que leo en las revistas, nomás nada. Ni asociándolos con otras personas, ni haciendo oraciones en donde los incluya, ni apuntándolos en un papelito. Solamente el tiempo y la costumbre logra fijarlos en mi mente.

Apenas recuerdo el nombre de mi primera novia, pero no el de la segunda. No recuerdo el nombre de mis primos ni el de mis tíos. Jamás he podido aprender el nombre de la calle de atrás de la casa en la cuál he vivido por más de 22 años. No recuerdo siquiera el segundo nombre de mi nueva sobrina. También he olvidado el nombre del libro que leí hace dos semanas, aunque puedo decir completamente de qué trata.

Para mí, la vida sería más fácil si sólo se tratara de números. Que las personas en lugar de nombres tuvieran números. Que se llamaran algo así como ventitres-dos-dos, o cuatrocientos veintitrés. Eso sería mejor.

Puedo recordar el número telefónico pintado en el costado de una motocicleta de pizzas, la cuenta bancaria del tipo de delante de la fila, el número en el medidor de luz hoy por la mañana, los números de mátricula escolar y los de seguridad social de todos mis amigos. Creo saber más de doscientos números de teléfono, ni siquiera tengo la necesidad de una libreta. Hasta recuerdo el número de mi primera novia.

Todo esto es porque hoy, veintiséis del siete del dos mil ocho, este condenado blog cumple su primer año. Tengo que agradecer que ustedes sigan leyendo. También, dentro de tres días cumpliré 31 y no puedo dejar de pensar en eso, en lo poco que me importa. En que esto en nada se parece a lo que sentí el año pasado.

Me hago viejo trescientos sesenta y cinco días. Números. Eso me gusta. Son fáciles. Mi vida sería mucho peor si tuviera que medir todo en nombres y recordar algunos como Asonipte, Arzábide, Marcolino, Migdonio, Calístrato, Serapia, Apolinaria o Celerina. Para eso, mejor un calendario.

lunes, 7 de julio de 2008

Mientras intento leer

Intento leer, pero no puedo. Un sonido no me deja hacerlo. Es algo parecido a un clac-clac que me resulta familiar pero que nunca antes había escuchado en el metro. Y el tren se tambalea mientras recorre el túnel. La gente se apretuja y se mueve en el vaivén. Llevo mi libro sujeto con la mano izquierda, frente a mí, mientras me sostengo de un tubo con la derecha. Intento leer, pero no puedo.

Clac-clac.

Me concentro en la hoja número 199 pero las letras brincan de un lado para otro, como venados perseguidos. Brincan y se escapan de mi vista. No sé qué es lo que estoy leyendo. Esto casi nunca me sucede, ni cuando escucho a los niños gritar por toda la casa. Pero es que ese sonido, que no alcanzo a recordar en dónde lo he escuchado antes, se me mete en la cabeza y me patea el cerebro. Aprieto los dientes pero nomás no me puedo concentrar. Entorno los ojos. Los entrecierro. El ruido me trae de vuelta. Me revienta.

Giro la cabeza y busco. Veo hombres con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia enfrente. Hombres de saco y corbata cargando portafolio. La secretaria que se pinta los labios y se enchina las pestañas. Gente que se ignora. El calor. El hombre que mira su reloj y hace una mueca porque sabe que hoy va a llegar tarde.

Clac.

Clac-clac.

Maldita sea.

El metro frena y alguien me empuja el hombro. Casi suelto el libro. Volteo a verlo y se disculpa. Luego nos quedamos en silencio. A lo lejos, por el túnel, se escucha que viene el otro tren en sentido contrario. Se escucha su pitido. Pasa a toda velocidad agitando el aire, indiferente. Desaparece y nosotros volvemos a nuestra marcha. Intento volver a leer. Las letras se apaciguan. Regresa el vaivén subterráneo.

Juro que me gustaría golpearlo. Vomitarle encima y golpearlo con fuerza en medio de la cara. Está justo a mi espalda, lo miro al darme la vuelta. Lleva puesta una gorra con visera desgastada y sudadera roja con capucha. Pantalones holgados y tenis enormes, como de caricatura. Parece que estuviera sentado en la sala de su casa, ignorándonos a todos, cómodo, con un cortaúñas en las manos.

Clac.

Verlo es como si me metieran la mano por la boca y me apretaran el estómago con fuerza. Pocas cosas en el mundo me dan asco, pero ver los trozos de uña volar, caer sobre su pantalón y el suelo, imaginar sus uñas llenas de tierra y con olor a pies, me causa un espasmo. Los hombros se me encogen. Quiero salir corriendo. Quiero golpearlo. Maldición.

Aparto la vista y me doy cuenta que no soy el único. Una mujer, atraída igual que yo por el sonido, no deja de mirar al tipo. Frunce el ceño. Niega con la cabeza. Por un segundo me da la impresión de que ella también quiere vomitar. Apenas va en el segundo dedo.

Me doy la vuelta e intento regresar a la lectura. Las letras se apaciguan poco a poco. Si me concentro puedo leer “Él tiene los ojos abiertos y yo, aunque estoy escribiendo, los tengo cerrados. Tengo los ojos cerrados para ser capaz de ver” pero el sonido me trae de vuelta, como el anzuelo curvo y puntiagudo que agarra a un pez. Tengo ganas de decirle que deje de hacerlo, que se puede ser puerco pero no cochino, más con sólo mirarlo sé que no le va a importar.

Antes, a la gente le preocupaba lo que los otros pudieran decir y pensar de ellos. Las mujeres salían de casa limpias y maquilladas, los hombres con la camisa bien planchada y los zapatos boleados. Ahora eso poco importa. Ni siquiera se lavan los dientes o se rasuran. No les importa irse cortando las uñas a la mitad de un vagón repleto de personas. Y nosotros que los dejamos.

El viento zumba en el túnel. Me muevo casi hipnóticamente de atrás para adelante. Intento leer, pero no puedo. Me rindo. Cierro el libro, alzo la vista y me doy cuenta que el camino al trabajo aún es largo.

jueves, 3 de julio de 2008

AUTOCOMBUSTIÓN

Hay cosas que me ponen contento y cosas que me quitan lo triste. Son diferentes. La música entra en la primera categoría, escribir en la segunda. Hay piezas musicales que inmediatamente hacen que mis pies se muevan, mi cadera, mis brazos. Que hacen que me ponga de pie y dé brincos de un lado para otro, ridículo, torpe, siempre sonriendo. Como una quinceañera en su primer baile. Pero escribir... escribir hace que me sienta menos miserable.

Siempre hay algo que alimenta la escritura, que le da vida y la mueve. En mi caso es la propia tristeza, la nostalgia por algo que aún no descubro. Esa opresión en el pecho que no me deja respirar y que sólo se detiene después de escribir algunas palabras. Me vacío. Me desmorono poco a poco sobre la hoja, igual que un reloj de arena. Libero esa vida que siempre está luchando por salir, como un río que se abre camino al mar. Me desinflo. Me abandono. Me soy.

No sé qué provoca esa tristeza. Sólo viene y se clava en mí como carreta que ha perdido una rueda, como roca que se arroja desde un puente. Tengo que sentarme y escribir, porque de otra manera no logro sacar las astillas. No le sobrevivo. Me accidento y no logro despertar. Su dedo gigante me aprieta y no me deja en paz.

Comencé a contar historias a los ocho años, cuando vivía en un internado de monjas en dónde no mirábamos televisión. Por las tardes, después de comer, me tiraba sobre la panza a la orilla del patio y dibujaba en un cuaderno. Las historias apenas las recuerdo, pero eso no importa. Lo que sí recuerdo es el rostro de mis amigos pidiéndome un poco más.

Los domingos siempre estaban llenos de sol y faltos de cosas por hacer. Nos cansábamos de no hacer nada, de sólo estar sentados mirando el patio. Era entonces cuando las monjas traían enormes costales llenos de comics y los vaciaban en el suelo, yo tomaba uno y otro y otro, me sumergía en ese océano de colores y palabras, los leía por completo. Me desconectaba. Me iba a un lugar mejor.

El mundo ha cambiado. Ya casi no leo comics aunque conservo una buena parte de mi colección. Afuera llueve, y después de la mudanza tengo que desempacar.

Me he vuelto melancólico con los años. Pocas cosas me causan ya felicidad. Estoy aprendiendo a vivir con esta molestia en el pecho, con el fracaso y el vislumbre de un futuro gris. Ahora, mientras desempaco mis libros y mis comics, recuerdo aquellos días de infancia en que los dibujos y las letras eran todo lo que necesitaba. Ahora sólo ocupo las letras para estar un poco menos mal. Mi melancolía es el carbón que mueve la locomotora de mi literatura. Me desinflo como una bolsa llena de semillas. Me descarrilo del mundo. Me destruyo. Me devoro para escribir. Me autocombustiono.

Seguro estaré triste toda la tarde.

sábado, 28 de junio de 2008

Inmortal

Hoy vi el cuerpo de un hombre muerto tirado en la calle. Tal vez no era ya un hombre, sino solo un cuerpo vacío; como un capullo abandonado. Estaba en el suelo, sentado con las manos por delante, recargado en un puesto de metal, con la ropa sucia y la piel reseca. El rostro caído, como si sólo estuviera durmiendo entre bolsas y montones de papel. Entre botellas y cajas de cartón. En medio de un olor a suciedad y podredumbre. Pero ya no se movía. Ya nunca iba a hacerlo.

No sé qué lo mató, si fue el frío, el hambre o la lluvia. Tal vez la soledad. Un hombre al que seguramente nadie va a recordar. Alguien que no merece siquiera que su nombre aparezca en esos periódicos que tantas noches lo cubrieron. Aún no llega la policía, pero ya las vecinas han colocado veladoras junto a sus pies. Aún no lo han cubierto.

Nadie se acerca a menos de un metro, tal vez sólo los niños que se cuelan hasta enfrente. La gente mira el cuerpo en silencio, con los brazos cruzados, como si estuvieran esperando que algo suceda. Miran y se alzan de hombros. Yo miro a los niños que ven tan lejana la muerte, que ni piensan en ella, que ni les interesa la inmortalidad. Ellos creen que jamás van a morir.

Es una costumbre colocar cruces metálicas en el sitio en que alguien murió, pero no creo que éste hombre vaya a tener una. ¿Quién sabe su nombre? ¿Acaso alguien lo ha visto antes? Nadie sabe más que el día de su muerte. No existen cruces con apodos. Tampoco hay nadie que quiera acordarse de él. En una semana estará en la fosa común, entre gente que a nadie le interesa tampoco recordar. Metido entre brazos y piernas de gente que no conoció. Estará entre sus iguales.

Tal vez descanse en paz.


martes, 24 de junio de 2008

A 3 metros, tal vez menos



La valla de contención se mueve como una serpiente que corre a punto de atacar. Los jóvenes gritan el nombre del grupo y corean el trozo de una canción. El sudor en su rostro y en su cuerpo. Las luces. El salón con su techo alto y su aire acondicionado insuficiente. Al otro lado de la valla, junto a la línea de los hombres de seguridad, un tipo calvo y con los brazos tatuados me grita que empuje para que nadie del público pase. Veo el rostro de los compañeros, pongo mis manos en el metal, y empujo en dirección contraria a los jóvenes.

Los tumultos y los conciertos nunca han sido lo mío. El miércoles recibí un correo diciendo si no quería participar como miembro de seguridad en una tocada. El asunto comenzaba a las cuatro de la tarde del viernes, y yo normalmente ese día tengo que trabajar. A pesar de estar cerca, no podía. Era imposible. Además, esas cosas no me llaman la atención. Apreté el botón de borrar y lo olvidé.

El viernes, un cristiano se aventó a las líneas del metro. ¿Por qué tienen que hacerlo tan temprano? La estación en que normalmente tomo el tren estaba como un hervidero de insectos y nadie se movía. Miré el reloj y me di cuenta que no iba a llegar a tiempo al trabajo. Ni siquiera a llegar medianamente tarde. Más bien, no iba a llegar nunca. Decidí hacer una llamada y volver a casa.

Mirando la televisión, recordé la carta. No sé nada sobre ser un guardia de seguridad, ni tampoco sobre cómo catear a una persona o bajar a un loquito del escenario, pero... qué caray. ¿Qué es la vida sin retos? Tomé el teléfono, llamé a mi amigo y confirmé mi asistencia.

“Si sorprenden a un chavo en el baño haciendo cualquier cosa indebida, sea pintar las paredes o fumarse un churro, le dicen que lo van a remitir con las autoridades” nos dice el calvo jefe de seguridad. “Lo toman del brazo y de inmediato comenzará a decir; no mi jefe. No estábamos haciendo nada malo. ¿Cómo nos podemos arreglar? Y es entonces cuando pueden hacer un poco de dinero”.

“Si un chavo se sube al escenario, lo bajan a madrazos” Me reí cuando dijo eso. “En serio. Los tipos que se suben lo hacen porque están llenos de adrenalina. Si no le meten unos buenos putazos no se tranquilizan, y se pueden regresar a romperte la madre. Con un buen rodillazo en las costillas mientras lo tienen en el piso, basta”.

“Si ven a alguien muy chacal en la fila de revisión, lo hacen a un lado y lo revisan minuciosamente. Revisen el dobladillo del pantalón, los calcetines, por dentro de la hebilla del cinturón, en medio de las piernas. No dejen que pasen con gotas ni con botecitos de medicina, nunca sabes qué es lo que pueden traer. No los dejen pasar con rollos de papel ni con cinturones que lleven estoperoles”.

Fueron dos las verdaderas razones por las que fui al concierto. La primera es que me quedaba cerca. A cinco minutos caminando desde mi casa. Por muy tarde que terminara el evento, podía regresar pronto. Y la segunda fue que el grupo que iba a tocar es uno de mis tres grupos favoritos: Café Tacvba. El dinero que pagaban era lo de menos, una verdadera miseria sin importancia. Me impulsaba el deseo de quedarme a proteger el escenario. Mirarlos tocar desde así de cerca. Verlos actuar en vivo casi para mí solo. Con eso me iba a dar por bien servido. Cerquita.

Al estar empujando la valla, al mirar a todos esos jovencitos gritando y coreando una canción, haciendo vibrar el piso con sus brincos, pensé “¿Pero qué demonios estoy haciendo?”

Tantos cuerpos juntos, pegados unos contra otros, sin un solo espacio de separación. Sudorosos. Llenos de hormonas y de ganas de fiesta. Cuerpos jóvenes, con la piel firme y agradable olor. Jovencitas con ropas ligeras y ceñidas al cuerpo. Niñas que me miraban pidiendo que las dejara pasar, que me agarraban de la mano y me invitaban a tocarlas, que se me acercaban al oído y me ofrecían cualquier cosa por dejarlas acercarse al escenario. Nunca antes había estado tan cerca del diablo, no sabía que podía oler así de bien. Nunca antes estuve tan cerca. Maldita sea. Cómo deseé caer. Al final no lo hice. Dios me perdone.

No tengo idea de la hora a la que comenzó el concierto. Tampoco sabía la hora en que terminaría, pero cuando me dijeron que me asignaban a las vallas del escenario, cerquita de los Tacvbos, ya nada más me importó. Las luces se apagaron, los gritos se hicieron más fuertes, y la música comenzó. Poco a poco el ánimo de la gente se fue tranquilizando, dejaron de empujar y comenzaron a cantar, a menearse de un lado a otro, con ritmo. Ahora todos estaban hechizados. Pude dejar de sostener la valla y darme la vuelta. Observarlos. Eran sólo tres metros los que me separaban de ellos, tal vez menos, y yo también comencé a cantar.

Muy cerca de mí, entre el público, una señora con su gorro de gallo canta. Llama la atención que tenga como setenta años. Una viejita. Alza la mano y hace la señal de rock and roll, canta, se ríe. Y los reporteros pronto comienzan a rodearla y a tomarle fotografías y video. La señora está feliz. Más adelante hasta sube al escenario a cantar con los Tacvbos.

También hay niños pequeños. Recuerdo especialmente a uno, como de cinco años, a quien subieron a una bocina a bailar. Brinca y mueve los brazos al ritmo de la música, se nota que es el más feliz del mundo.

Me tocó sacar jovencitas desmayadas y separar a peleoneros, recibir hielazos y varios empujones, pero en general todo estuvo tranquilo. Nada de tipos en pandilla ni gente verdaderamente problemática. Me sentí contento de no tener que utilizar mis habilidades ganadas después de tantos años jugando Street Fighter.

Al terminar el concierto desalojamos a los que se tiraban al suelo para descansar. Nosotros también estamos cansados, sedientos, pegostiosos. Pero quedarse hasta el final, y ser del cuerpo de seguridad, tiene sus privilegios.

Rubén, el vocalista de Café Tacvba, cena en su camerino. Como somos quienes lo cuidan, podemos pasar a saludarlo. Los demás se han ido. Nunca antes estuve en el Backstage, nunca antes había estado así de cerca de él. Lo saludamos, nos regala su autógrafo, y nos da las gracias. No lo puedo creer. Y lo mejor de todo es que hasta me pagaron por vivir todo esto. Me voy satisfecho.

Tal vez algún día lo vuelva a hacer.

lunes, 16 de junio de 2008

Alguien se rasura el sueño

Alguien se rasura el sueño con agua fría
Y los primeros autos ruedan como ratones sedados.
Estornudan las ventanas
Y alguien más se ha puesto a memorizar algoritmos.
Ascendente


La vida flota en el austero desayuno
Del hombre que construye la casa de quien lo ignora.
Mujeres limpias,
Con el cabello húmedo y la boca fresca
Saturan autobuses con el frutal aroma de sus rutinas.


Los diarios salen del horno
Y las panaderías nos informan que el hambre sigue viviendo entre nosotros.
Alguien toma una escoba nueva
Y barre los huesos del día anterior.
Vibran los cables


Y alguien más bosteza.
Un niño se hace hombre
Y aprende a besar las nalgas de su patrón.
Ruidos que se untan en los poros
Como un betún aislante.


Zapatos, corbatas, direcciones,
Reloj,
Plan maestro,
Beso de los buenos días.
Alguien se inclina masticando sus plegarias


Y las naves industriales continúan remando
Sin moverse.
Bailan las hojas
Y alguien más se ha puesto a correr entre los hombres
Que arrastran la vista y encienden la luz.




Texto: Aristidemo
Fotografías: W

lunes, 9 de junio de 2008

1979

¿Cómo he llegado a este lugar? ¿Cómo es que la gente se pone de pie y me mira y aplaude? ¿Cómo es que no puedo sentir el frío de la noche, ni el viento, ni escucharlos? Sólo miro en derredor y veo el rostro de las personas, sonríen y estiran las manos tratando de tocarme. Yo apenas me muevo. Es como si todo estuviera sucediendo en cámara lenta. Puedo ver el detalle de las personas que se acercan, el movimiento de las banderas, pero no sé qué es lo que está pasando. No los escucho, no los siento, no puedo tampoco sentir la ropa que está a un centímetro de mi. Este es un mundo en el que no puedo recordar haber entrado.

Cuando pequeño, lo único que me importaba era destacar. Luchaba todas las tardes con los cuadernos y los libros y las tareas. Deslizaba el lápiz y cuidaba las hojas. Hacía todo lo que por la mañana mi maestra había dejado. Después, estudiaba un poco más. Aprendía todo y de todas partes. Lo único eran los diplomas y las buenas calificaciones. Llegar a la universidad y sacar a mi madre de la pobreza. Esa era la meta, lo único en lo que tenía puesto los ojos. Pero algo en el camino se salió de control.

La primera vez que tuve un arma en las manos fue a los doce años. Me la dio un militar de boina roja. Era pesada y grande, completamente de metal cromado y con culata de madera. En ese momento me pareció el arma más hermosa del mundo. La levanté con ambas manos y apunté hacia la calle, a un perro que iba pasando. Bum. Jalé el gatillo, pero el arma no estaba cargada. Nadie le da un arma cargada a un niño. Desde que la tuve en las manos, desde que pude sentir el olor de la pólvora vieja y el metal, desde que pude deslizar los dedos por los contornos del arma, soñé con comprar también una pistola. Pude hacerlo hasta que tuve dieciocho años.

Practiqué mucho. Tanto o más que con las materias de la escuela. Mi pasatiempo era aprender sobre las pistolas. El revólver era mi favorito. Me gustaba porque era el más poderoso, el más preciso. El arma que utilizan los policías que liberan rehenes. Con un revólver sólo tienes seis oportunidades de acertar, así que no te puedes dar el lujo de hacerlo mal. Pasaba las tardes después de la escuela en el campo de tiro. Nadie podía hacerlo mejor que yo. Pero un día decidí que ya estaba bien de practicar. Necesitaba salir. Aplicar todo lo que había aprendido.

En la esquina de la casa de mi novia había un mini súper de esos que abren todo el día. Pequeñito, con unos cuantos muebles llenos de pastelillos y chicles, con los refrigeradores a punto de reventar con tantas latas de refrescos y cerveza. Por las noches sólo había un empleado al que le gustaba subirle el precio a todo, sólo para quedarse al final con las ganancias extras. Un estafador de poca monta que ni siquiera se atrevía a mirarte a los ojos y que a las tres de la mañana cerraba las puertas y se iba a dormir a la trastienda. Creo que su nombre era Miguel, o Martín, o algo así. Su nombre comenzaba con eme, sólo eso recuerdo. También recuerdo el gesto de su cara después de haber recibido el tiro que le voló la mitad de la cabeza.

Siempre me han gustado los vaqueros. Charles Bronson, Clint Eastwood, Henry Fonda. Me gusta el campo y los caballos, andar bajo el sol cubierto con un sombrero. Usar botas de piel de serpiente. Escuchar los casquillos percutidos al caer en el suelo.

Un día me di cuenta que no había hecho nada con mi vida. Nada más que estudiar y ser un buen hijo y ser un buen empleado en la compañía. Una persona de esas que respetan las leyes y que van a misa todos los domingos. Me di cuenta que era alguien como los millones de personas que viajan en el metro y que viven y mueren sin que nadie se haya dado cuenta de eso. Era uno más de esos que no importan. Peor que eso; una maldita hormiga más en el hormiguero. Quería cambiar mi vida, pero me daba miedo hacer algo demasiado radical.

La idea llegó cuando tuve que hacer una lista de las cosas que quería hacer antes de cumplir los treinta. Hacer el amor con dos mujeres, vivir una semana en el campo, viajar en globo, nadar desnudo en el río. Era una simple idea, algo que se supone iba a resultar divertido pero que al final terminó no siéndolo. Escribí que quería asaltar un mini súper.

Primero no escribí eso, al menos no con esas palabras. Más bien escribí que quería usar mi revólver fuera del campo de tiro. Luego escribí que quizá debería usarlo en el monte, tal vez cazar un animal o matar un ave. Pero la sola idea me repugnó. La verdad es que no necesitaba disparar el arma, sólo quería sacarla y mostrársela a alguien, sentirme poderoso amenazándolo con ella. Eso. Escribí que quería amenazar a alguien con el revólver. Pensé que la mejor manera de hacerlo era asaltando a alguien. Pero... ¿a quien?

Una noche, después de llevar a mi novia al cine, pasamos al mini súper a comprar unas cervezas. Esa fue la primera vez que vi a ese hombre, al empleado que inflaba el precio de las cosas. Recuerdo que discutimos cuando le dije que eso estaba mal, que no pensaba pagarle de más. Él se alzó de hombros y me dijo que no le importaba. Que si no me parecía podía ir a cualquier otra tienda. Ya había metido las cervezas en una bolsa, así que se limitó a recogerlas del mostrador, darse la vuelta y seguir leyendo una revista de chismes. Mi novia no hizo más que hacer un gesto e indicarme que le pagara, que no valía la pena. Yo, con el coraje adentro, saqué un billete arrugado y lo arrojé sobre el mostrador. El tipo sonrió levemente y me entregó el cambio junto con la bolsa con las cervezas. Juré que me la iba a pagar.

La idea me vino después de mirar una película. Yo sólo quería cambiar su vida, amenazarlo con mi revólver para que cambiara su conducta. Juro que nunca quise que muriera, pero ya lo dije; algo en el camino salió mal.

Ahorré durante varios meses para comprar mi revólver. Recuerdo que lo vi en una tienda de armas de una ciudad en la frontera. Una hermosa Mágnum con el cañón más grande que hubiera visto en mi vida. Plateada. Culata de madera. Una belleza. Me costó el equivalente a tres meses de salario. Cuando la tuve en mi poder no pude dejar mirarla. La cosa más preciosa. Le compré también una funda de esas que usan los policías para guardarlas a un lado del pecho, a la altura de las costillas. Me pasé una hora frente al espejo mirando cómo lucía con ella. Luego la guardé en una caja de zapatos debajo de la cama y soñé con que yo era un vengador anónimo, igual que Charles Bronson.

Nunca fue mi intención utilizarla, pero, honestamente, me sentí muy bien al hacerlo, al jalar el gatillo y escuchar el estallido de la bala, al escuchar sus huesos quebrándose por mi pequeño amiguito de plomo. Disparé dos veces, y las dos veces di en el blanco. Precisos como el bisturí de un cirujano.

Llegué como a las dos de la mañana al mini súper. El tipo estaba ahí, quedándose dormido tras el mostrador. Ni siquiera me vio al entrar. Yo caminé por los pasillos agarrando latas, leyendo las etiquetas y volviéndolas a colocar en su lugar. La verdad es que no me animaba a hacer lo que había venido a hacer. Las piernas me temblaban. Mi boca estaba seca. Los oídos me zumbaban. Era como si de pronto mi espíritu quisiera escapar de mi cuerpo pero mi cuerpo no quisiera soltarlo. Caminé por los pasillos sintiendo el peso de mi arma en el costado, mirando hacia todos lados, pensando mucho en la secuencia de los actos que iba a realizar. Al mirarlo ahí, con los brazos cruzados, a punto de quedarse completamente dormido, una punzada de odio me atravesó el pecho. Fue en ese momento cuando todo comenzó.

El asaltante llevaba puesta una máscara de cerdo hecha con papel maché. El dibujo de los ojos era irregular, uno más arriba que el otro. El color rosa de la piel era demasiado rosa como para un cerdo de verdad. Las orejas demasiado puntiagudas. Me dio la impresión de que por las tardes, antes de entrar a robar cualquier tienda, tomaba clases de cartonería en una escuela de cuarta. El asaltante entró corriendo y le apuntó con la pistola a Martín, o Miguel, o como quiera que se haya llamado el empleado del mini súper, a quien pude escuchar cómo se le aflojaban las tripas y dejaba caer todo su contenido al suelo. Nunca antes lo había visto tan despierto. El asaltante le pidió todo lo que había en la caja.

No.

Le pidió también lo que había en la caja fuerte.

El empleado temblaba completito, apenas y podía moverse de su lugar sin soltar algún ruido intestinal. El asaltante parecía no tener mucha paciencia, y menos la disposición para fumarse sus olores. Le puso la pistola en la frente y le volvió a pedir todo el dinero de la caja. El empleado le dijo que no sabía la combinación. Lloraba como una nena. Yo miraba todo desde el fondo, muy cerca del refrigerador de los hielos.

El asaltante perdió el control y comenzó a gritar y a golpear con el arma al empleado, quien se cubría la cabeza con los brazos y se tiraba al suelo pidiendo que lo dejara en paz. Yo nunca había visto algo parecido. Una punzada de odio me volvió a atravesar el pecho. Quise hacer algo, y recordé el revolver que colgaba de mi costado. Pero eso no era suficiente. No me atrevía a moverme de mi lugar. Lo siguiente apenas y si puedo recordarlo bien.

Recuerdo que no quise lastimarlo, por eso le disparé primero en la rodilla derecha. El asaltante, al sentir que la rodilla se le partía por la mitad, dejó salir el tiro que le reventó la cabeza al empleado del mini súper. Luego disparé por segunda vez y le di en la rodilla izquierda. Rápido y preciso, como el bisturí de un cirujano. Me comporté como Charles Bronson en esa película. El asaltante cayó al suelo y soltó su arma. Ahora era él quien lloraba como nena. Mientras, detrás del mostrador, todo era una enorme pintura roja que goteaba sobre los empaques de cigarros. Al menos eso es lo que yo recuerdo, pero las cámaras de seguridad grabaron algo diferente.

En el video de seguridad se mira cómo el asaltante golpea al empleado hasta dejarlo casi inconsciente. Se ve que le grita cosas y que intenta levantarlo agarrándolo por los cabellos. El empleado quiere soltarse, pero no puede. Entonces el asaltante le dispara en la cara. Después de eso aparezco yo, con el brazo bien estirado empuñando mi revólver. Gritando. Disparo una, dos, tres veces, hasta vaciar el arma. Le reviento las piernas y lo dejo llorando en el suelo. Yo me acerco y sigo jalando del gatillo, pero mi el revólver ya no tiene nada más qué disparar. Estoy así, casi encima de él, jalando del gatillo durante un buen rato. Luego, al darme cuenta de lo que acaba de suceder, me dejo caer al suelo, cansado, a esperar a que alguien llegue por nosotros. No recuerdo los gritos de dolor del asaltante.

Me dijeron que el empleado había nacido en 1979. Era dos años más joven que yo.

Ahora sé por qué está toda esta gente aquí. Sé por qué aplauden y quieren darme la mano y quieren decirme lo mucho que me aprecian. Sé por qué sonríen. Sé cómo he llegado aquí. El día de hoy, al llegar al final de las escaleras y saludar al hombre del traje gris, cuando termine de caminar por todo este pasillo lleno de luces y de reporteros y de personas que no conozco, estaré recibiendo el premio al valor ciudadano. Y todo me parece tan irreal. Es como llegar a un mundo al que no sé por cual puerta he entrado y que no sé si después de todo me va a gustar.