martes, 31 de julio de 2007

La desnudez de tu alma


Amiga,

Si hay alguien que luzca mal estando desnudo, ese soy yo. Tengo un gran cúmulo de grasa alrededor de la cintura, el vientre abultado y la piel blanca como la de un abuelo. Lo bueno es que nunca te burlas. Yo tampoco me río de tu labio leporino. Nunca lo haría. Si hay una mujer que se vea bien estando desnuda, esa eres tú.

No tengo idea del nombre que tenía ese río. Estaba tan lejos de la civilización que no alcanzábamos a mirar a nadie cerca. Fuiste la primera en quitarse la ropa y echarte al agua. Me gustaba mirarte. Yo tardé un poco más en reaccionar.

Me silbaste.

“Vaya que es grande” dijiste. Supe que sólo era un cumplido. Es fácil caer en las exageraciones. “¿Vas a escribir sobre esto?” me preguntaste moviendo la cintura. “No. Esto me lo guardo” dije. Mentí.

El negro y rosa son tus colores favoritos. Yo diría que andar desnuda también te sienta bien. Tu vulva depilada te da esa apariencia de estrella porno que me vuelve loco. Sonríes. Siempre sonríes. Ese es el mejor disfraz para tu defecto.

El clima era agradable. Pocas veces me había sentido cómodo en mi desnudez. Comprendí el significado del contacto con la naturaleza cuando el agua me pasó entre las piernas. Je.

Ya no recuerdo desde cuando nos conocemos. Tiene tanto tiempo. Eres una de mis pocas amigas aunque no tengamos en común más que nuestra vida bohemia. Odias mis textos, odias cualquier cosa que escribo, odias mis letras. “Te dedicas a exhibir a la gente como si tú fueras mejor que ellas” dices. “Lo bueno es que eres bonita” te contesto. “Eres un pendejo” es tu respuesta habitual.

Una ocasión me llevaste a una marcha-mitin, de esas que tanto te gustan. Roja, comunista, revoltosa, injusticiafóbica; esas palabras te definen. Te gusta cooperar con Greenpeace, con Amnistía Internacional, con cualquier cosa que ayude a salvar el mundo. En la pared del cuarto tienes colgada una fotografía del Che Guevara, y junto a ella un póster de Bono. A mí me revienta ese grupo.

No sé para qué fui. Caminando en medio de ese montón de rijosos, reclamándole al gobierno por las muertes del 2 de octubre. No sé qué hacía ahí si no comparto esas ideas. Marx me importa un carajo. Los muertos de Tlaltelolco tampoco me importan. Por mí se pueden volver a morir. Pero ahí estaba yo. Arrastrado como perro.

Después de ese día, en el cual me sentí tan fuera de lugar como un mendigo en cena de embajador, me juré no volver a participar en nada parecido. Te lo dije.

Tú lo sigues haciendo y aún somos amigos.

No sé quién de los dos sea más soñador; si tú por querer cambiar el mundo o yo por querer convertirme en escritor.

Si hay alguien que luzca ridículo desnudando su alma, ese soy yo. No sirvo para esto. Lo sabes. Puedes llamarme discapacitado emocional, un tullido sentimental. Sabes que por eso me oculto detrás de las letras, de las historias que invento para publicarlas en cualquier espacio. Aunque, si hay alguien que luzca hermosa mostrando su alma, esa eres tú. Por eso me gustaba platicar contigo.

¿Por qué tenías que irte?

Te extraño... el agua se siente muy fría cuando tú no estás.

E.

lunes, 30 de julio de 2007

No te pareces a nadie viva ni muerta...


Hola,

Sabes que el primer beso no se da con la boca, sino con la mirada. Tal vez sea cierto. Nos hemos besado muchas veces con nuestras palabras.

Te conozco, me conoces. Sabemos exactamente quienes somos, hasta dónde podemos llegar, hasta dónde no dan más nuestras fuerzas. Sabemos que nos amamos. A nuestra manera, pero nos amamos.

Eres etérea. Existes flotando entre mis sueños. Eres como un martini en su larga copa. Eres un ferrari, un lamborgini. Eres un diamante. Eres un par de medias de seda bajando por unas hermosas piernas. Eres la música de un piano. Eres un collar de perlas, una billetera de piel. Eres una canción de los Pixies, un millón de dólares. Eres un disco de vinil, una película en 8 milímetros. Eres un platillo de sushi, eres un anuncio en la carretera. Eres un vestido negro, una tina llena de burbujas. Eres un libro con pasta roja. Eres un mullido sillón. Eres una fotografía descansando en mi escritorio, un traje sastre. Eres unos levi´s, unos tacones de terciopelo. Eres una noche en Nueva York.

Eres la novia que seguramente nunca tendré.

No podría vivir con alguien que no se te parezca, que no tenga la intensidad y ganas de vivir que tienes tú. No podría vivir con alguien que no me empujara a seguir adelante, que no me abrazara cuando tuviera frío. Que no me dijera te amo cuando más lo necesito.

No podría vivir con alguien que no fuera así de libre.

Podría morir en tus brazos, junto a ti, muy pegado a ti. Podría pararme de cabeza y dar vueltas, riendo, diciéndole al mundo que estoy loco por tu amor.

Pero sólo existes en la pantalla de mi ordenador, en mi corazón. Te apareces a intervalos regulares, me platicas de tu vida en el olimpo, de tu trono de algodón. Y escribo con desesperación, porque sólo con palabras se puede cazar a las sirenas como tú. Muero sin tu presencia.

Me gustaría recorrerte con la yema de mis dedos, bajarlos por tu espalda, lentamente, y luego dejarlos vivir en tu ombligo. Quiero acercarme a ti, muy cerca, sentir lo tibio de tu aliento. Me gustaría saborear tu lengua. Quiero introducirme en ti.

Me gusta soñar contigo, que te tengo entre mis brazos, que nos fundimos bajo las sábanas, empapándonos en sudor, besándonos hasta que amanece. Sueño que juntos nos reímos de la vida, que nada importa más que estar juntos. Y que, aunque sea por un solo día, mandamos todo al carajo. Tal vez así sea cuando visites México... o cuando yo conozca tu ciudad.

Tal vez hasta te pida que tengamos un hijo.

Ese niño tendría tu mirada y tu inteligencia. Tendría mi templanza y sonrisa. Tendría tus brazos y tu facilidad para hacer amigos. Tendría mi valor y mi buen humor. Tendría tu amor por la vida y tus deseos de aprender. Sería un pedacito de nosotros que correría como un loco por todo el jardín, tratando de llamar la atención con sus gritos. Tendría una pequeña pancita. Una pancita de niño alimentado con amor. Tendría el cabello rizado.

Me pasaría las tardes ayudándole con sus deberes, enseñándole a tomar el lápiz. Lo vería dibujar palabras con una sonrisa, mientras me lo como a besos. Me gustará oler su cabello y saber que eres una parte de él. Haré que se aburra de tanto abrazarlo. Me voy a sentir orgulloso cuando me diga amigo.

Me pasaré los domingos viéndolo correr por la playa, dando vueltas por la arena, bañándolo en el mar. Tal vez comeremos camarones en algún restaurante, y te compraremos un collar de caracoles. A él, seguramente, le compraré un barco tallado en madera. Luego caminaremos juntos, los tres, tomados de la mano, con los pies descalzos sobre la tibia arena.

Y tal vez, sólo tal vez, luego te pediría tener una niña. No sé.

Te amo, aunque estés del otro lado del mar y nunca nos hayamos tomado de la mano. Sólo quería que lo supieras.

Siempre tuyo.

W.

domingo, 29 de julio de 2007

Un pequeño favor

Hola,

Quedate tranquila. No voy a caer en la cursilería de decir que te extraño, no es eso, sólo necesito pedirte una ayuda mínima.

Hoy, antes de abrir los ojos, sonreí segurísimo de sentir tu cuerpo al otro lado de la cama. Cuando fui a la cocina te encontré apoyada en el alféizar de la ventana “qué hermosa es tu cocinita, sobre todo por las mañanas, porque se puede disfrutar del canto de los pájaros tempraneros en los árboles...”

Me descubrí estirando el brazo, que sostenía el segundo jugo de naranja, a una silla vacía. Juro por lo que más quieras, que vi tu imagen en el espejo, lo juro! Y más, en este mismo momento.

Pude oler tu perfume y escuchar tu murmullo y tu risa detrás de mí, bien cerca –como tantas veces - divirtiéndose con las tonterías que escribo. No sé cómo, pero el cd de Tom Waitts estaba girando a todo volumen en el componente. Yo no lo puse.

Tendré un día difícil, complicado, muchas tareas por hacer, por eso te pido esta mínima ayuda: ven y saca tu fantasma de mi casa, llevátelo, me desconcentra. No te lo pediría si pudiera hacerlo solo, pero todos mis esfuerzos parecen ser insuficientes, no quiere irse. Para colmo de males, se empeña en mostrarme buenos recuerdos, esos que... Para qué describírtelos ahora,
historia pasada.

Es un favorcito, nada más.

De ninguna manera tergiverses mis palabras. No interpretes ésta vulgaridad del “me haces falta” como una debilidad.

Dejaré la puerta abierta –para ser honesto, nunca la cerré-. Pasa sin llamar, me encontrarás aquí, esperándote...

sábado, 28 de julio de 2007

Mañana, cuando hayas llegado a casa, piensa en mí.


Moría de ganas por abrazarte, por acariciar tu espalda, por sentir tu respiración. Quería dejar bien adentro de mi pecho el aroma de tu pelo, tocar tus manos, quedarme callado, muy callado, escuchando tu corazón.

Quería detener el planeta, que dejara de girar para estar a tu lado por siempre, mirando tu sonrisa y mi reflejo en tus ojos, viendo la manera en que ponías tu mano en tu rostro. Quería aprenderme todos y cada uno de tus rasgos. Contar también tus pecas. Quería escuchar todas tus historias.

Moría de ganas por oír tu voz, mecerme en tus risas, pasearme un rato por las calles de tu mundo. Vivir un rato, aunque fuera sólo unos minutos, en el mismo espacio que tú lo haces. Moría de ganas por besarte y decir que me has hecho tanta falta.

Pero no quise que fuera más doloroso.

Hablé demasiado porque no podía ocultar mi nerviosismo. No te toqué porque sabía que al hacerlo no iba a poder detenerme. No te abracé porque en ese instante hubiera explotado en lágrimas. Al despedirnos me di la vuelta porque mirar tus ojos otra vez hubiera sido doloroso, seguramente más doloroso de lo que fue. No me hubiera ido.

Tuve ganas de volver, de decir todo lo que no te dije, de besarte en el umbral de la puerta. Tuve ganas de gritar tu nombre, de pedir que no te fueras, de seguir juntos por el resto de la eternidad. Pero no quise que doliera más.

Eres todo lo que había imaginado. Y duele, como si hubieras puesto una bomba en mi pecho y la hubieras activado al cerrar tu puerta, al decir adiós. Duele como si un animal salvaje me hubiera arrancado el corazón de un zarpazo, como si el aire se hubiera terminado. Como si alguien me hubiera disparado en la rodilla.

Al doblar la esquina respiré con fuerza, intentando hacer regresar mi alma, pero no funcionó. Ya nada funcionaba, ni sentarme a la orilla de la banqueta a mirar las estrellas. Al ir de vuelta a casa, encorvado sobre un asiento del metro, no pude evitar llorar.
Sólo espero que mañana, cuando hayas llegado a casa, pienses en mí.

Diosa Dominical

A Carlos le gusta mirar a su esposa tender la ropa. No le ayuda porque ella no se lo permite, porque dice que ese es su trabajo. Así que Carlos se limita a acomodar su pequeña silla anaranjada sobre el pasto, sacar una cerveza de la nevera, colocarse las sandalias y apoltronarse.

Carlos podría mirar hacia otra parte, hacia los campos de girasoles por ejemplo, pero no lo hace. Tampoco mira las nubes ni los árboles al moverse con el viento. Carlos prefiere mirar a su esposa mientras tiende la ropa.

Ella usa un pañuelo sobre la cabeza. Y lleva la ropa en las cubetas que arrastra con los pies, mientras pone los calcetines en el tendedero. Ella se seca el sudor con el antebrazo y Carlos le ofrece un trago de su cerveza. Ella le dice que no es necesario, que descanse.

Ella usa una falda larga con lunares. Se estira para meter la ropa entre los nudos del tendedero, los dedos le duelen. Se pone de puntitas al colocar la ropa, casi siempre dándole la espalda a su marido, y él la mira mientras le da un trago a su cerveza.

El viento sopla y levanta la falda de la mujer un poco más arriba de sus pantorrillas. Ella no hace nada. Sigue tendiendo. Y Carlos siente que el corazón le late con un poco de fuerza. Arriba, el sol cae vertical. Ni una sombra.

La mujer se agacha para sacar otra camisa y llega una nueva ráfaga de viento. La falda se le sube otro poco, descubriendo su fondo. Carlos respira profundamente. Entonces llega otra curva de viento, que se mete por entre las piernas de la mujer, alzándole la falda hasta la cintura. Carlos no pierde detalle de las piernas gordas de su esposa, de su ropa interior, de sus nalgas redondas. Le gusta ese fingido descuido con que ella intenta bajarse la falda. La mujer sabe que a Carlos le gusta mirar. Por eso se pone de puntitas.

El viento va y viene, jugando con la falda de la señora. De vez en vez, disimuladamente, ella se agacha para que su esposo pueda verla mejor.

Carlos podría mirar hacia otra parte, hacia los verdes montes en lontananza por ejemplo, pero no lo hace. Le gusta mirar a su esposa.

Diez minutos después, Carlos termina su cerveza y la mujer de llenar los tendederos. En las cubetas sólo queda agua jabonosa. Carlos se pone de pie, toma a su mujer por la cintura y la lleva dentro de la casa. Ella sonríe. Mientras cierra la puerta, Carlos da gracias de que el día de hoy sus hijos hayan salido a jugar.

viernes, 27 de julio de 2007

Instrucciones para sobrevivir 5 minutos


Lo difícil de comenzar algo es que sabes que en algún momento tendrás que terminarlo, y que terminarlo es precisamente lo que no quieres hacer.

Salgo del metro y me recibe el viento helado. Los automóviles cruzan la avenida a toda velocidad, ajenos. Me froto los brazos y meto las manos en los bolsillos. Me encojo de hombros. Los dedos de los pies duelen. Camino hasta la esquina y espero que la luz se ponga en verde. El viento me alborota el cabello.

Hablo en voz baja, sin prestar atención a si tengo personas junto a mi o no. Ensayo las primeras palabras, ensayo mi actitud, ensayo la forma en que la voy a mirar. El corazón me estorba, quisiera arrancármelo de una vez. La noche comienza a doler.

Fue hace años la última vez que me sentí igual. Cuando aquella niña simplemente se dio la vuelta y no quiso seguir escuchando, cuando todo el mundo perdió su color. Esa fue la noche en que levanté un muro en el que las flechas de ese tipo no pudieran volver a penetrar. Y aquí estoy de vuelta, sonriendo sin darme cuenta, caminando por unas calles que nunca antes he recorrido. No me percato de que otra vez he salido de casa olvidando la armadura.

Miro los números en las puertas, los números en la acera de enfrente. Aún faltan tres cuadras y entre más me acerco el aire se va haciendo espeso, ardiendo en los pulmones, empujándome hacia atrás. Las piernas se aflojan, se vuelven líquidas, derritiéndose sobre la banqueta. Me cuesta caminar.

Y cuento uno, dos, tres.

Y el corazón hace bum-bum, bum-bum.

Nunca antes hemos estado frente a frente, apenas y he escuchado su voz. Solamente tengo un montón de letras que han cruzado el mar y unas cuantas fotografías. Palabras e imágenes que ahora me pasan por la mente, como una marquesina de foquitos, y que repiten nuestras promesas una y otra vez. Todo para terminar aquí, a unos cuantos segundos de conocernos.

Y cuento cuatro, cinco, seis.

Me llevo una mano al pecho, me recargo en la pared y jalo aire. Dios. No pensé que esto fuera a sentirse así. Avanzo otro poco y me detengo frente al 644. Miro el diseño de la puerta, trato de adivinar las siluetas detrás de las cortinas. Miro los escalones que seguramente tantas veces ya habrá subido. Trato de adivinar su aroma.

Y cuento siete, ocho, nueve.

Respiro hondo y me animo a tocar el timbre. Cierro los ojos. Ahora quisiera que alguien me ayudara con instrucciones para sobrevivir los siguientes cinco minutos.

jueves, 26 de julio de 2007

Sandwich Kosher para una tarde gris

Ha comenzado a hacer calor. El tiempo de los bochornos y el sueño al medio día ha regresado. El tiempo de la ropa pequeña y dormir con una frazada ligera. El tiempo de tumbarse a la sombra acompañado de una Cerveza fría.

Isaías el grande toca su piano en la otra habitación.

La pequeña Esmeralda pasa a mi lado, toca mi nariz y me dice; Escritor ¿Qué has escrito hoy? Nada, le contesto sin voltear. Luego sigue bailando con su disfraz de mariposa. ¿Cuándo vas a terminar todas esas cosas que me has platicado? Tal vez nunca, le digo.

Isaías sigue tocando un canon en re mayor.

Antes fumaba cuando estaba aburrido. Ahora ni eso.

Tengo flojera de mirar una película, de agarrar un libro, de hojear una revista. Tengo flojera de abrir los ojos o inventar una historia. Me gusta que la brisa fresca sople. Quisiera que el tiempo se congelara en éste instante.

Vendo flores, escucho a Esmeralda decir. Vendo flores de a peso. ¿Quiere una señor? Yo no compro flores desde hace mucho, le contesto. Las flores me traen malos recuerdos. Mejor llévaselas a Isaías. La niña me mira y luego da media vuelta. Se aleja bailando por el pasillo.

Reclino mi cabeza hacia atrás, sobre el descansa-brazos del sillón, arrojo las sandalias a unlado y me dejo llevar por la sensación de sueño. Hace mucho que no holgazaneaba de ésta manera.

¿Qué haces disfrazado de Hombre Araña? Me pregunta Citlalli, la mamá de Esmeralda. ¿No crees que ya eres demasiado grande para andar vistiéndote de esa forma?

No.

Además, el Hombre Araña no usa sombrero vaquero.

Pues yo sí. Me ayuda a pensar. Me ayuda a mantener al sol dentro del cuarto.

¿Algún viejo ritual indio?

El efecto de la cerveza.

¿Quieres un sándwich de jamón kosher?

Eso no existe... pero damelo.

Dentro de una hora toda la pandilla de locos va a inundar ésta casona a la mitad de La Condesa. Estarán gritando, bebiendo, abrazándose, fumando, compartiendo, haciendo estupideces. Igual que cada fin de semana. Yo estaré en medio, abandonando mi cuerpo, deseando estar en otra parte; al otro lado del mar.

Pensar me duele. Mover los dedos me duele. Mirar me duele. Pero tengo que hacerlo. Al menos hoy que es un día especial.

¿Cómo decirle a los demás que se pongan tristes cuando están contentos? ¿Cómo pedirle eso a la pequeña Esmeralda, a Isaías, a Citlalli? Siento como si un diluvio estuviera cayendo en mi corazón. Por algún motivo creo que nadie más me entendería. Lo que provoca éste sentimiento es demasiado abstracto. Va más allá del entendimiento natural. Prefiero guardármelo. Prefiero sentir cómo cada golpe de tecla del piano de Isaías me va arrancando un pedazo del cuerpo.

“Tus lágrimas de láser desintegran mi alma”, canta
Citlalli.

En realidad no estoy triste como todos normalmente lo están. Mi tristeza es diferente. Mi tristeza ni siquiera se consideraría existente ya que estoy triste por alguien a quien pocas veces he visto, y de quién no he sabido nada últimamente. Estoy triste porque me siento abandonado.

Doy un sorbo a la cerveza que se entibia. Miro a Esmeralda bailar al ritmo del piano, sembrando flores en el aire. Le doy un mordisco al sándwich y sigo recordando.

No pregunten por mí. Si me buscan, estaré emborrachándome sobre ése viejo sillón verde.

Tatuaje


Me preguntó si quería ver su tatuaje.

La conocí unas horas atrás y ya estábamos en su cuarto, a la mitad de una noche calurosa de verano, ebrios como marineros. Fueron sus ojos negros los culpables de que me acercara y le invitara una copa en aquél bar. Pero sobre todo, la culpa fue de su cabello, que caía como una cascada de terciopelo negro sobre sus hombros, acariciándole la espalda.

Estaba al otro lado de la barra, sola, sosteniéndose a una copa de martini vacía. Su piel blanca resaltaba en medio del bar, como la luz de una vela parpadeando a la mitad de un cuarto oscuro. Miraba el vacío. Me pareció que estaba triste, aunque no podía decir exactamente la razón. Fue hasta que toqué su hombro con delicadeza, dos veces, cuando ella regresó a la realidad.

Sonrió cuando la invité a beber. Me dijo que esos trucos baratos de seducción no funcionaban con ella. Le contesté que no me interesaba eso, que ni siquiera me interesaba conocer su nombre. Que era solamente por que me había identificado con su soledad la razón por la que estaba invitándole un trago. Luego di un sorbo a mi cerveza y dejé de mirarla, guardando silencio.

“Haz de pensar que soy una tonta enamorada” dijo después de unos minutos. “Que estoy aquí llorando porque me abandonaron”.

Yo no pienso nada, le contesté. Estoy aquí sólo porque me gusta la música.

“Pues hubieras tenido razón...” dijo. “Claro, si lo hubieras pensado”.

En ese momento me di cuenta que estaba ebria.

No sé cuanto tiempo estuvimos ahí, bebiendo copa tras copa, bailando de vez en cuando, mirando el brillo de las botellas de licor atrás de la barra. En realidad no me interesaba charlar, tampoco ponerme a escucharla. Desde muy temprano en mi vida supe que no tenía vocación de confesor. Estuvimos así hasta que ella me preguntó “¿Quieres ver mi tatuaje?”.

Pocas veces me he negado a una petición de ese tipo.

Nos metimos en un taxi y salimos con rumbo a su departamento. Me zumbaban los oídos. En el camino no dejaba de señalarme los letreros que se encendían y se apagaban. Me decía que le gustaban las luces de neón, que eran como algodones de azúcar para los ojos. Casi no puse atención, la cabeza me daba vueltas.

Cuando abrió la puerta de su departamento quise besarla, tomarla entre mis brazos y entrar revolcándonos como dos enamorados, igual que en las películas, pero no pude hacerlo. Actuar como Don Juan nunca ha sido lo mío. Además, me sentía muy mareado.

Preferí entrar y dejarme caer sobre el sillón.

Ella puso algo de música suave y luego se fue a meter al baño, la escuché vomitar. Después regresó, acomodándose el cabello con los dedos, caminando con lentitud, como si estuviera calculando cada uno de sus movimientos. Tarareaba algo. Confirmé que lo que en realidad me gustaba era su cabello, largo y negro como una noche a la orilla del mar.

“Mamá nunca me dejó ponerme un tatuaje” dijo mientras abría el refrigerador y sacaba dos botellas de agua. “Decía que eso no era para su hija, una niña decente”.

Recordé por qué había venido.

“Lo peor es que en casa teníamos una gran alberca y los fines de semana acostumbrábamos tomar el sol. Mamá podía ver todo mi cuerpo sin necesidad de una orden judicial. Tú me entiendes”. Luego puso una botella de agua en mis manos.

Déjame adivinar, dije. Cuando por fin lograste salir de ahí corriste con el tatuador.

“De hecho, el tatuaje me lo hice a los diecisiete años. Aún vivía en casa con mis papás”.

Me enderecé en el sillón antes de preguntar

¿Y cómo le hiciste para que no te descubrieran? Dije.

“Prometí enseñarte el tatuaje ¿no? Y pienso cumplir con mi palabra”.

Caminó hasta una de las habitaciones y regresó después de un minuto. En la mano cargaba un pequeño estuche de plástico. Se sentó delante de mí, viéndome con sus ojos cansados, y abrió el cierre. No pude creer lo que estaba mirando, lo que estaba imaginando que iba a suceder. Fue como ver caer las plumas de un ave muerta.

Sacó una máquina de esas que utilizan los barberos, la encendió y comenzó a pasarla por su cabeza, una y otra vez, como si sólo estuviera dándose un masaje. Su cabello caía en grandes trozos, junto con un molesto zumbido y lo último de pasión que pude llegar a sentir por ella.

“Al fin y al cabo el maldito Hugo se fue con otra” dijo.

Puse las rodillas en el suelo y tomé los mechones entre mis manos, estrujándolos, guardándolos dentro de mis bolsillos. A ella parecía no importarle, así que continué. Al terminar me dijo.

“Estuve utilizando una peluca durante casi tres meses, pero mamá nunca se dio cuenta... ¿Qué te parece?”

Que ella tenía razón, contesté. Los tatuajes no son para chicas como tú.

Por primera vez en toda la noche, ella me pareció fea.

Estoy seguro que esperaba unas palabras de aliento, pero ni siquiera me molesté en mirar su tatuaje. Tampoco me importaba que hoy la hubiera dejado su novio o que ya estuviera demasiado borracha. Se había arrancado del cuerpo lo único que me interesaba de ella. Me puse de pie y salí del departamento, sin despedirme, ignorando sus palabras que pedían que me quedara. Me fui jugando con los trozos de su cabello entre los dedos.

Por favor, no leas esto


Maldita sea, tengo 29 años y estoy a la mitad de la crisis de cumplir 30.

No lo soporto, maldición. Duele saber que pronto dejaré de ser joven y seré adulto. Qué soy ahora, me pregunto. ¿Me he movido de donde estaba a los 20? No estoy seguro.

Algunos dicen que la vida comienza a los treinta. Que es el momento en que las carreras y las habilidades despegan, que es cuando comienzas a ser considerado por los demás. No lo sé. Estoy por averiguarlo.

Pero, por favor, no leas lo que sigue. No voy a intentar ponerte sobre aviso respecto a envejecer, ni te daré consejos de ninguna clase, mucho menos describiré trucos para una madurez segura. Tampoco encontrarás disertaciones filosóficas, ni negación, ni nada que se le parezca. Seguramente tampoco encontrarás nada que valga la pena, así que no sigas leyendo. En realidad, ni siquiera tengo tiempo para estar escribiendo esto.

Pero...

Un momento...

Si hay algo que en realidad me guste, eso es escribir. Escribo mientras viajo en el camión, en el metro, mientras espero a alguien en un restaurante o en la fila para el cine. Escribo en una libreta, en hojas sueltas, en servilletas. Siempre llevo los bolsillos llenos de palabras. Escribo hasta cuando estoy dormido, esperando despertar para tomar un lápiz y dibujar las palabras.

Pero eso no hace que esto valga la pena. No pierdas tu tiempo conmigo. Lee otra cosa.

Eso es. Lee otra cosa. Una buena página de internet, un libro, otro blog. Lee cualquiera de mis recomendaciones. Cualquier cosa. Aquí sólo encontrarás las palabras de alguien que ya no es joven, de un loco que tampoco es un adulto: Las palabras de alguien que comienza a sentirse viejo mientras la imagen en el espejo le dice lo contrario.

Por ahora me voy. Me pondré mi casco de astronauta y pisaré lentamente el suelo de la soledad, flotando, mientras regreso a sentir lo mismo que sentí hace diez años: que lo único de lo que estoy seguro es que sigo sin saber para dónde voy.

Pero no leas lo que sigue. No vale la pena. De verdad.

Bueno. Luego no digas que no te lo advertí.