sábado, 26 de julio de 2008

Números

Nunca he sido bueno con los nombres. Tengo que hacer un esfuerzo por aprenderlos. Escritores, cantantes, actores, vecinos, amigos. Tengo que escuchar su nombre por lo menos diez o veinte veces antes de aprenderlo. Me resultan demasiado abstractos, no se fijan en mi mente, por eso solía poner apodos.

A la maestra de Física en la secundaria le decía “La Rambo”, al maestro de matemáticas “El Chilencho”. He olvidado el 99 por ciento de los nombres de la gente que he conocido, eso sin mencionar sus apellidos, aunque nunca olvido un buen apodo. Cuando vuelvo a encontrar a un antiguo compañero en la calle tengo que utilizar trucos para acercarme y saludarlo. Estoy seguro que él tampoco recuerda mi nombre, así que estamos a mano.

“Cómo te va?” “Muy bien, ¿y a ti?” “Todo perfecto” “¿Qué dice la familia?” Hablándoles como si ya hubiera mencionado su nombre más de cinco veces. Es horrible. De verdad me esfuerzo por recordar, pero nada. De mi cabeza no salen esos datos, no importa lo que haga.

Tampoco soy bueno con el nombre de los objetos y las máquinas. Normalmente sólo las señalo o me refiero a ellas como “El coso” o “La chinchunfleta aquella”. De verdad me frustra. Por más que hago los ejercicios de “recordación de nombres” que leo en las revistas, nomás nada. Ni asociándolos con otras personas, ni haciendo oraciones en donde los incluya, ni apuntándolos en un papelito. Solamente el tiempo y la costumbre logra fijarlos en mi mente.

Apenas recuerdo el nombre de mi primera novia, pero no el de la segunda. No recuerdo el nombre de mis primos ni el de mis tíos. Jamás he podido aprender el nombre de la calle de atrás de la casa en la cuál he vivido por más de 22 años. No recuerdo siquiera el segundo nombre de mi nueva sobrina. También he olvidado el nombre del libro que leí hace dos semanas, aunque puedo decir completamente de qué trata.

Para mí, la vida sería más fácil si sólo se tratara de números. Que las personas en lugar de nombres tuvieran números. Que se llamaran algo así como ventitres-dos-dos, o cuatrocientos veintitrés. Eso sería mejor.

Puedo recordar el número telefónico pintado en el costado de una motocicleta de pizzas, la cuenta bancaria del tipo de delante de la fila, el número en el medidor de luz hoy por la mañana, los números de mátricula escolar y los de seguridad social de todos mis amigos. Creo saber más de doscientos números de teléfono, ni siquiera tengo la necesidad de una libreta. Hasta recuerdo el número de mi primera novia.

Todo esto es porque hoy, veintiséis del siete del dos mil ocho, este condenado blog cumple su primer año. Tengo que agradecer que ustedes sigan leyendo. También, dentro de tres días cumpliré 31 y no puedo dejar de pensar en eso, en lo poco que me importa. En que esto en nada se parece a lo que sentí el año pasado.

Me hago viejo trescientos sesenta y cinco días. Números. Eso me gusta. Son fáciles. Mi vida sería mucho peor si tuviera que medir todo en nombres y recordar algunos como Asonipte, Arzábide, Marcolino, Migdonio, Calístrato, Serapia, Apolinaria o Celerina. Para eso, mejor un calendario.

lunes, 7 de julio de 2008

Mientras intento leer

Intento leer, pero no puedo. Un sonido no me deja hacerlo. Es algo parecido a un clac-clac que me resulta familiar pero que nunca antes había escuchado en el metro. Y el tren se tambalea mientras recorre el túnel. La gente se apretuja y se mueve en el vaivén. Llevo mi libro sujeto con la mano izquierda, frente a mí, mientras me sostengo de un tubo con la derecha. Intento leer, pero no puedo.

Clac-clac.

Me concentro en la hoja número 199 pero las letras brincan de un lado para otro, como venados perseguidos. Brincan y se escapan de mi vista. No sé qué es lo que estoy leyendo. Esto casi nunca me sucede, ni cuando escucho a los niños gritar por toda la casa. Pero es que ese sonido, que no alcanzo a recordar en dónde lo he escuchado antes, se me mete en la cabeza y me patea el cerebro. Aprieto los dientes pero nomás no me puedo concentrar. Entorno los ojos. Los entrecierro. El ruido me trae de vuelta. Me revienta.

Giro la cabeza y busco. Veo hombres con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia enfrente. Hombres de saco y corbata cargando portafolio. La secretaria que se pinta los labios y se enchina las pestañas. Gente que se ignora. El calor. El hombre que mira su reloj y hace una mueca porque sabe que hoy va a llegar tarde.

Clac.

Clac-clac.

Maldita sea.

El metro frena y alguien me empuja el hombro. Casi suelto el libro. Volteo a verlo y se disculpa. Luego nos quedamos en silencio. A lo lejos, por el túnel, se escucha que viene el otro tren en sentido contrario. Se escucha su pitido. Pasa a toda velocidad agitando el aire, indiferente. Desaparece y nosotros volvemos a nuestra marcha. Intento volver a leer. Las letras se apaciguan. Regresa el vaivén subterráneo.

Juro que me gustaría golpearlo. Vomitarle encima y golpearlo con fuerza en medio de la cara. Está justo a mi espalda, lo miro al darme la vuelta. Lleva puesta una gorra con visera desgastada y sudadera roja con capucha. Pantalones holgados y tenis enormes, como de caricatura. Parece que estuviera sentado en la sala de su casa, ignorándonos a todos, cómodo, con un cortaúñas en las manos.

Clac.

Verlo es como si me metieran la mano por la boca y me apretaran el estómago con fuerza. Pocas cosas en el mundo me dan asco, pero ver los trozos de uña volar, caer sobre su pantalón y el suelo, imaginar sus uñas llenas de tierra y con olor a pies, me causa un espasmo. Los hombros se me encogen. Quiero salir corriendo. Quiero golpearlo. Maldición.

Aparto la vista y me doy cuenta que no soy el único. Una mujer, atraída igual que yo por el sonido, no deja de mirar al tipo. Frunce el ceño. Niega con la cabeza. Por un segundo me da la impresión de que ella también quiere vomitar. Apenas va en el segundo dedo.

Me doy la vuelta e intento regresar a la lectura. Las letras se apaciguan poco a poco. Si me concentro puedo leer “Él tiene los ojos abiertos y yo, aunque estoy escribiendo, los tengo cerrados. Tengo los ojos cerrados para ser capaz de ver” pero el sonido me trae de vuelta, como el anzuelo curvo y puntiagudo que agarra a un pez. Tengo ganas de decirle que deje de hacerlo, que se puede ser puerco pero no cochino, más con sólo mirarlo sé que no le va a importar.

Antes, a la gente le preocupaba lo que los otros pudieran decir y pensar de ellos. Las mujeres salían de casa limpias y maquilladas, los hombres con la camisa bien planchada y los zapatos boleados. Ahora eso poco importa. Ni siquiera se lavan los dientes o se rasuran. No les importa irse cortando las uñas a la mitad de un vagón repleto de personas. Y nosotros que los dejamos.

El viento zumba en el túnel. Me muevo casi hipnóticamente de atrás para adelante. Intento leer, pero no puedo. Me rindo. Cierro el libro, alzo la vista y me doy cuenta que el camino al trabajo aún es largo.

jueves, 3 de julio de 2008

AUTOCOMBUSTIÓN

Hay cosas que me ponen contento y cosas que me quitan lo triste. Son diferentes. La música entra en la primera categoría, escribir en la segunda. Hay piezas musicales que inmediatamente hacen que mis pies se muevan, mi cadera, mis brazos. Que hacen que me ponga de pie y dé brincos de un lado para otro, ridículo, torpe, siempre sonriendo. Como una quinceañera en su primer baile. Pero escribir... escribir hace que me sienta menos miserable.

Siempre hay algo que alimenta la escritura, que le da vida y la mueve. En mi caso es la propia tristeza, la nostalgia por algo que aún no descubro. Esa opresión en el pecho que no me deja respirar y que sólo se detiene después de escribir algunas palabras. Me vacío. Me desmorono poco a poco sobre la hoja, igual que un reloj de arena. Libero esa vida que siempre está luchando por salir, como un río que se abre camino al mar. Me desinflo. Me abandono. Me soy.

No sé qué provoca esa tristeza. Sólo viene y se clava en mí como carreta que ha perdido una rueda, como roca que se arroja desde un puente. Tengo que sentarme y escribir, porque de otra manera no logro sacar las astillas. No le sobrevivo. Me accidento y no logro despertar. Su dedo gigante me aprieta y no me deja en paz.

Comencé a contar historias a los ocho años, cuando vivía en un internado de monjas en dónde no mirábamos televisión. Por las tardes, después de comer, me tiraba sobre la panza a la orilla del patio y dibujaba en un cuaderno. Las historias apenas las recuerdo, pero eso no importa. Lo que sí recuerdo es el rostro de mis amigos pidiéndome un poco más.

Los domingos siempre estaban llenos de sol y faltos de cosas por hacer. Nos cansábamos de no hacer nada, de sólo estar sentados mirando el patio. Era entonces cuando las monjas traían enormes costales llenos de comics y los vaciaban en el suelo, yo tomaba uno y otro y otro, me sumergía en ese océano de colores y palabras, los leía por completo. Me desconectaba. Me iba a un lugar mejor.

El mundo ha cambiado. Ya casi no leo comics aunque conservo una buena parte de mi colección. Afuera llueve, y después de la mudanza tengo que desempacar.

Me he vuelto melancólico con los años. Pocas cosas me causan ya felicidad. Estoy aprendiendo a vivir con esta molestia en el pecho, con el fracaso y el vislumbre de un futuro gris. Ahora, mientras desempaco mis libros y mis comics, recuerdo aquellos días de infancia en que los dibujos y las letras eran todo lo que necesitaba. Ahora sólo ocupo las letras para estar un poco menos mal. Mi melancolía es el carbón que mueve la locomotora de mi literatura. Me desinflo como una bolsa llena de semillas. Me descarrilo del mundo. Me destruyo. Me devoro para escribir. Me autocombustiono.

Seguro estaré triste toda la tarde.