lunes, 26 de septiembre de 2011

Nuevo blog

He comenzado un nuevo proyecto. Por el momento estaré escribiendo allá. Me gustaría que lo visitaran. elcampoylaciudad.wordpress.com


El campo y la ciudad. Una fotografía y un relato corto por semana, durante un año. Ojalá les guste. elcampoylaciudad.wordpress.com

jueves, 23 de junio de 2011

Una canción de tristeza

Comenzó a llover mientras él aún estaba sentado sobre el pasto. No se movió. No hizo el intento siquiera de mirar hacia otro lado, de buscar un sitio seco. Simplemente no le importó que el agua cayera sobre su espalda y su pantalón. Él siguió mirando un punto en el infinito, pensando en lo que acababa de suceder, pensando en ella. ¿Recuerdas la primera ocasión que salimos? Claro que lo recuerdo; no habíamos avanzado ni cinco cuadras de mi casa y comenzó a llover y corrimos a meternos en un cine. Fue divertido. No, no lo fue. Lo que más se me quedó grabado fue la manera en que temblabas y lo frío de tu mano. Lo que yo más recuerdo fue que me llevaste a comer tacos y el asco que me dio el olor a grasa. No sabía que los tacos no te gustaban. En mi país no comemos eso, lo hubieras imaginado. La lluvia cae ahora con fuerza, el cielo se ha oscurecido y él sigue sin levantarse del pasto. Bajos sus manos siente cómo la tierra se va humedeciendo hasta convertirse en un suave río de lodo. Mira el color de su pantalón, empapado, pero no le da importancia tampoco. No escucha la lluvia, sólo escucha el sonido de su corazón roto que palpita como un auto con el motor descompuesto. Le duele el pecho y tiene ganas de llorar pero no puede hacerlo, no sabe cómo. El dolor se va acumulando en su garganta y en sus ojos; no sabe cómo hacer que todo eso explote y así liberarse del sufrimiento. Le gustaría poder descubrir un botón con el cual desactivar su dolor. Ella te va a hacer pedazos, le dice Antonio gritándole al oído entre la gente y la música de la discoteca. La he visto hacerlo varias veces. ¿No me digas que tú también has sido su novio? No. Para nada. No soy tan tonto como para caer en sus garras. Esa mujer está loca, amigo. Loca. Mi consejo es que pases esta noche con ella y por la mañana la olvides. ¿Y si no lo hago? ¿Y si quiero seguir con ella? Entonces luego te acordarás de mis palabras, dirás “Ese maldito borracho tenía toda la razón” pero ya será demasiado tarde. Esa mujer te va a romper el corazón. La gente corre por entre los árboles, tapándose la cabeza con bolsas o revistas. Pisan los charcos, se ensucian los zapatos y siguen corriendo sin prestarle atención a él, que no se mueve de su lugar en el pasto bajo la lluvia. Se lleva una mano al bolsillo y saca unas cuantas hojas, las desdobla y mira las palabras que garabateó en ellas mientras la lluvia borra con rapidez la tinta. No queda mucho que se pueda leer. Él sabe que de todas formas eso tampoco importa. La canción era para ella pero ahora no cree que ella se lo merezca. Es mejor que la lluvia se lleve sus palabras, que las vierta sobre el lodo y que se pierdan en el caudal que se ha formado y que termina en una alcantarilla. ¿Me quieres? Claro que te quiero. No te creo. ¿Qué quieres que haga para que me creas, entonces? Quiero que seas más cariñoso conmigo; a veces siento que no me quieres ni la mitad de lo que yo te quiero a ti. ¿Y cómo voy a hacer eso? Pues, siendo más atento, llamándome más seguido, presentándome a todos tus amigos, llevándome a todas partes. Sabes que no siempre puedo hacer eso, tengo que trabajar y hacer todas las cosas que tengo pendientes. Si me amas, sabrás encontrar lugar para hacer todo lo que te pido. La única forma de lograrlo es haciendo que el día tenga más horas. No seas exagerado y dame un beso. La lluvia se hace más fuerte y no da señales de querer terminar. Él comienza a sentir frío en los brazos y en los pies. Mira sus tenis completamente mojados. Las hojas que sostiene entre sus dedos han comenzado a romperse y a caer sobre su pantalón. Aún recuerda la canción que había escrito en ellas pero confía en que pronto la olvidará. Ahora su canción será una canción de tristeza. ¿Por qué me hiciste esto? Yo no he hecho nada, dice ella. ¿Y esto, entonces? Sólo fue un juego, nada era en serio. ¿Sabes cómo me haces sentir? No tienes por qué, yo te amo. Pues no lo parece, no lo parece. Pero es cierto. Aléjate, no quiero que me toques. Pero... Vete, quiero que te vayas ahora mismo, no quiero volver a verte. Por favor, no te pongas así. Vete, no tengo ganas de seguir hablando. Él suelta lo que queda de las hojas mojadas y por fin se levanta. La lluvia sigue cayendo con fuerza y el viento sopla. Él tiembla. Aprieta los dientes e intenta no seguir pensando en ella ni en lo que vivieron juntos. Lo mejor es no pensar porque con los pensamientos viene el dolor. Prefiere juntar las palabras que irán en su siguiente canción, tararear la melodía que las acompañará. Da un primer paso y siente la suela de su tenis exprimiendo el agua que han acumulado. No tiene ganas de caminar pero sabe que si sigue ahí se enfermará. No puede evitar volver a pensar en la última ocasión que fueron juntos a bañarse en el mar en un intento por salvar su relación. Piensa en él que, sentado junto a ella en la arena, le dijo; “Somos como esas olas que se van separando al llegar a la playa. Nuestra playa está muy próxima. Es inevitable”. Fue la última ocasión que vio el mar. Ahora ella está muy lejos, en alguna parte, con alguien más. Tal vez nunca piensa en él. Hoy hubieran cumplido un año, por eso le escribió una canción, por eso vino al parque. Pero ahora tiene que irse. La lluvia sigue cayendo y todo apunta a que sólo se pondrá peor.

martes, 3 de mayo de 2011

La chica más bonita del mundo

Sólo un verdadero hijo de la chingada puede reconocer a primera vista a otro verdadero hijo de la chingada. Ella lo supo nomás verme y yo supe que ella lo supo nomás la vi. Fue como si en el ambiente alguien hubiera soltado brisas de electricidad (no encuentro una mejor manera de describirlo). Como cuando está a punto de llover y huele a húmedo pero aún no caen las primeras gotas. Así se siente. Es cruzar la mirada y pum; sabes que estás delante de una grandísima hija de puta igual que tú. No necesitas que nadie te de mayor explicación. Lo sabes y ya. Así fue como supe que no terminaría la fiesta sin haberle metido la verga a aquella mujer que parecía gritar en silencio, pero con todas sus fuerzas, “ódiame”.
            ¿Que por qué quise hacerlo con ella? Por marcar territorio. Ser un cabrón es cosa de todos los días. Trabajas en ello siempre porque si dejas de hacerlo aunque sea un minuto entonces llega otro más cabrón que tú y te tira tu castillo. Peleas como un perro. Soy un culero y los verdaderamente culeros sabemos que en esta vida siempre va a haber chingadazos. Sea con viejas o con machines, siempre hay chingadazos. No hay noche que no regrese a casa con unos buenos moretones. Quise cogérmela en primera por marcar territorio, por enseñarle que ese lugar, la fiesta, los amigos, la música, el chupe, todo, era mío. En segunda me la quise coger porque nunca antes había visto un par de ojos como los de ella. Me pareció tan hermosa que tuve ganas de raptarla, llevarla lejos, muy lejos, a un lugar que sólo yo supiera donde y esconderla para que nunca jamás nadie la viera. Pensé en amarrarla y metérsela a todas horas, duro, para que llorara y que después de haber abusado de ella sin piedad la escuchara decir con lágrimas en los ojos que me amaba. No sabes lo dura que se me puso de sólo pensarlo. Entró a la casa, saludó a mi hermana, me miró de reojo y se fue a la cocina por algo de beber. Cuando desapareció de mi vista volví a escuchar la música y el mundo de nuevo se movió de forma natural.
            Se llama Gabriela y es cinco años más joven que yo. Lo que te voy a contar son las cosas tal como las recuerdo. Luego de esa noche nunca más la volví a ver. Eso me arruinó ¿sabes? Ahora las comparo a todas y ninguna se parece a ella. Creo que al final me ganó. Si yo hubiera estado a su altura tal vez no se hubiera ido o me hubiera llamado o me hubiera mandado algún mensaje o hecho cualquier cosa para dar muestras de vida en todo ese tiempo, pero no fue así. Me arrancó el corazón y se lo dio a comer a los perros que se encontró por el camino. Esa es la verdad. Con el tiempo lo he aceptado. Es la pura puta verdad.
            Así como me ves en este momento, así me acerque a ella. Puse la cerveza en la barra de la cocina, miré sus preciosas nalgas mientras abría el refrigerador en busca de hielos (esos están allá, en las cubetas de la esquina, le dije). Me imaginé cogiéndomela de todas las formas posibles, recorriendo su cuerpo con mis manos, lentamente, pegando mi nariz a su piel para sentir su aroma, lamiéndola, diciéndole cosas sucias al oído. Me imaginé un montón de cosas. Te juro que nunca antes había visto una vieja como Gabriela.  Nomás ver que ella estaba en la misma habitación que yo me ponía cachondo y eso no me había sucedido antes con ninguna otra. La miré caminar, agacharse, poner dos hielos a su vaso con wisky y luego volver a la barra y sentarse frente a mí. El corazón se me detuvo, pero fingí que todo estaba bien.
            Te pareces un montón a Susana, me dijo. Es porque somos hermanos, le contesté. Si me hubieras dado unos momentos más, seguro lo hubiera adivinado, dijo ella y se llevó el vaso a la boca para darle un pequeño sorbo. Quise saltar sobre la barra, tomar entre mis manos su hermoso, hermosísimo rostro, y comérmelo a besos, pero me contuve. Ella era la criatura más perfecta que jamás vi. Mirarla me hacía feliz. No sé si has tenido esa sensación. El mundo podía haberse terminado en ese momento y yo hubiera muerto tranquilo mirándola. Pinche vieja. Desde el primer momento me tuvo en sus manos. Ella es una muestra de lo que puede hacer la belleza frente a un gandul como yo.
            Le hice las aburridas preguntas de rutina; que si era compañera de escuela de mi hermana, que qué pensaba estudiar después de terminar la prepa, que si tenía hermanos, que qué música le gustaba escuchar, que si no le parecía un crimen ser tan pinche bonita y estar tan pinche sabrosa... bueno, esto último no se lo dije, pero te juro que tuve un chingo de ganas de decírselo. Yo ni la escuchaba, la verdad, sólo la veía mover los labios, embobado, rezando porque la noche no terminara.
            Me dijo que iba a estudiar gastronomía porque su papá quería que estuviera en la cocina (pinches ideas de viejito, dijo), además de que se gana un montón de dinero y se puede viajar por todo el mundo (eso lo dijo para suavizar la cagadota que había cometido), lo que ella en realidad quería era ser boxeadora. ¿Pero cómo? Le dije, ¿con esa cara tan bonita que tienes? Gabriela me contestó que precisamente esa cara bonita era lo que menos le gustaba pues todos pensaban que era una pendeja. Pero tengo algo aquí, ¿sabes? dijo señalándose la cabeza. Soy mucho más inteligente que muchos hombres que conozco y mucho más inteligente que todas las mujeres que conozco. Por eso seré boxeadora, para madrearme a los que digan que soy tonta. La imaginé con un pantaloncillo rojo, botas rojas y guantes rojos, arriba del ring, tumbándole los dientes a un tipo enorme. Era la imagen de la moderna diosa de la guerra. En ese instante ya no hubo vuelta atrás para mí; me enamoré.
            Guardé silencio para escuchar su voz mientras respiraba profundo tratando de percibir su aroma. No recuerdo todo lo que me dijo (yo ya traía varias cervezas encima) la música y la gente que entraba y salía de la cocina no me dejaba escuchar (además de que yo estaba más atento a sus labios pequeños y carnosos, también pintados de rojo, que se movían de forma sensual).
            Hay muchas cosas que quise saber de ella; si tenía novio, si era virgen, si le gustaban los hombres un poco más grandes, si subiría a la habitación y tendría sexo salvaje conmigo hasta el amanecer. Eran tantas las preguntas que daban vueltas en mi cabeza, tantas cosas las que me preocupaban respecto a ella. Quise saber si le gustaría escaparse a un lugar en el desierto y vivir conmigo hasta que la piel se nos pusiera toda seca y arrugada. Quise averiguar el sabor de sus besos.
            Generalmente soy yo quien habla y habla hasta atolondrar a quien me escucha, pero con ella casi no dije nada. Todo lo que salía de mi boca eran monosílabos; sí, no. Era otro, un yo que no conocía, un yo que hasta parecía un hombre sensible, que comprendía los sentimientos de los demás y que le daba su debida importancia. Nada más alejado de la realidad. Si en ese momento hubieran conectado una bocina a mi cerebro seguramente toda la fiesta hubiera guardado silencio, sonrojada al escuchar tanta cosa pécora. Gabriela me habló de una película que había visto el día anterior y que le pareció una basura (las palabras que usó fueron; “me dormí casi al principio, desperté a media película, la vi dos segundos y entendí que en realidad no había sucedido nada importante. Volví a dormir y desperté poco antes del final. La vi los últimos minutos y la entendí completa. Creo que a esa película le sobran como dos horas que bien pudieron tirar a la basura”). No me he atrevido a comprobar si tenía razón. Era la primera vez que la escuchaba (y ahora hasta crítica de cine había salido) pero le creí. Pudo haberme dicho que el sol era un enorme cheto cubierto de queso flotando en un plato de frijoles y le hubiera creído. Soy un culero, ya lo dije, y nunca me dejo envolver de esa forma (más bien soy yo quien envuelve a las viejas para luego llevarlas a la cama) pero tengo que reconocer que Gabriela era más cabrona que bonita. Hizo conmigo lo que quiso. Vaya manera de hablar. Vaya cuerpo.
            No todo lo que platicamos esa noche lo he olvidado. Recuerdo varios autores que mencionó (a ella le gustaba leer. Cuando entramos a mi cuarto lo primero que hizo fue mirar en el librero, que en realidad no era mío sino de mi hermana pero guardaba esos libros en mi cuarto porque en el suyo ya no cabían y yo pensaba que estaba bien porque me hacían parecer más inteligente de lo que en realidad soy; miró los libros, hizo comentarios de algunos y otros más ni siquiera los tocó. Le dije que si quería uno lo podía tomar, que se lo regalaba. Creo que se llevó uno de poemas, pero no estoy seguro). Mientras fumábamos un porro en la azotea de la casa, mirando las estrellas, me habló de Huidobro, de Paz, de Bioy Casares, de Cortázar. Le dije que no tenía la más puta idea de quienes eran ellos. Indignada me contestó ¿pero cómo dices que no los conoces? Ellos son las plumas más grandes de América latina. Lo siento, le contesté, pero jamás he escuchado sus nombres siquiera. Por alguna razón recordé esos y más nombres mientras estuve en la cárcel. Recordé que me habló de Salvador Elizondo, de Sergio Pitol, de Mario Bellatin, de Margo Glantz... los leí a todos mientras estuve encerrado. Leerlos hizo que no me volviera loco. Recuerdo las burlas de mis compañeros cuando me veían sentado en los pasillos del reclusorio leyendo. Ahora que medito acerca de esto, Gabriela no sólo me hizo pedazos por dentro, sino que también me ayudó a reconstruir mi corazón.
            Dos cosas recordaré toda la vida acerca de esa noche. La primera fue algo que ella me dijo. Ya llevábamos varios minutos platicando, fumando porro tras porro (recuerdo que pensé al mirar el cielo que la ciudad era una cosa diminuta metida dentro de una bolsa de papel y que alguien había pinchado esa bolsa de papel y creado las estrellas) cuando se dio la vuelta hacia mí, se acercó un poco y me preguntó ¿a poco sí muy malo? No entendí su pregunta. Me han dicho que eres un verdadero cabronazo, que eres bueno para los puños y que haces llorar a las mujeres. ¿A poco sí muy malo? No sé por qué razón escuchar eso de su boca hizo que sintiera vergüenza. Siempre me sentí orgulloso de ser un gandul hijodeputa presumido que podía con todas y con todos. Pero escuchar que ella me describiera en unas cuantas palabras, con ese tono de voz entre retador y de flojera, me hizo sentir mal. Déjame adivinar, le dije, te lo platicó mi hermana. Ella no me ha dicho nada, ni siquiera habla de ti. Pero lo he escuchado de otras personas ¿Es cierto que una ocasión golpeaste a una tipa a la salida de un antro? Dándole otra calada al porro le contesté que era cierto, pero que lo hice nomás porque se metió conmigo mientras yo le daba una madriza a su novio. Golpear mujeres no es algo que me llame la atención. Le pasé lo que quedaba de la mota, la vi terminarse lo último. Me gustó la manera en que tomaba la bacha entre el índice y el pulgar y la colocó en sus labios jalando con fuerza y luego aguantó la respiración. Exhaló y luego me dijo Pues a mí la verdad no me pareces tan rudo. He visto hombres rudos, sé cómo lucen y tú no luces como uno de ellos. Más bien creo que los demás piensan que eres rudo porque son muy nenas y con cualquiera que grite se espantan. Ponme a prueba, le dije. ¿No te vas a echar para atrás? Dijo. Tú dime qué quieres que haga, ¿a quién tengo que ir a madrear? (en ese punto de la noche yo estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de llevarla a la cama. Dicen que prometer no empobrece ¿verdad?). No tienes que madrear a nadie, dijo, eso es muy fácil para ti. Lo que yo quiero es que ¿ves allá, cruzando la calle? Quiero que asaltes ese minisuper. ¿Hablas en serio? Pregunté. Muy en serio. Y me di cuenta que eso no podría hacerlo.
            Dicen que el alcohol y las drogas hacen que uno cometa estupideces. La mayor parte de las ocasiones el dicho es cierto, pero esa noche mi lado más racional me dijo que intentar aquello era una verdadera tontería. ¿Tiene que ser ese minisuper? Pregunté. En ese lugar todos me conocen, está cruzando la calle, no puedo hacerlo. ¿Lo ves? Eres un cobarde, dijo. Lo supe desde que te vi. No me puedes pedir eso y decir que soy un cobarde. Soy un cabrón pero no un pendejo. Si quieres puedo robar cualquier otro minisuper, el que quieras menos ese. Anda, señala cualquier otro o pídeme otra cosa. Gabriela suspiró y me dijo Nunca has robado nada ¿verdad? Se te nota. Te pusiste nervioso en el momento en que te lo propuse. Eso era lo único que me interesaba constatar. Yo tenía razón cuando dije que eras un bocazas. Perro que ladra no muerde. Terminó de decir eso y apagó el resto de la bacha con sus dedos mojados en saliva.
            A pesar de que nunca nos volvimos a ver, ese reto me quedó grabado. Me obsesioné. ¿Cómo chingados no iba a poder asaltar un puto minisuper? ¿Cómo que me faltaban huevos? Ninguna niña bonita iba a venir a la casa, a mí fiesta, a decirme que era un cobarde. Si ella hubiera sido un hombre te aseguro que le hubiera puesto una madriza.
            Sin decir más, Gabriela dio la vuelta y bajó las escaleras para regresar a la fiesta, dejándome pensativo. Me desarmó sólo con palabras. Yo estuve un rato más mirando las estrellas acompañado del Romel, un viejo labrador que por aquél entonces era mi único verdadero amigo. Estuve ahí un rato, hasta que el orgullo me levantó y decidí regresar junto a ella para el contraataque.
            Sí. Por eso me volví ladrón y terminé en el bote; por culpa de la vieja más bonita del mundo.
            Hay cosas que llegan a tu vida igual que un puñetazo y te noquean. Eso fue ella; un pueñetazo en seco mero en medio de la cara recibido con la guardia baja. No estuvimos juntos más de unas cuantas horas, platicamos de muchas cosas y de nada al mismo tiempo. Aún así, se me instaló en el pecho y ya nunca la pude dejar ir. 
            Lo segundo que recordaré toda la vida acerca de aquella noche es el color de la piel de Gabriela. Soy tan blanco y ella era tan morena. Cuando me quité la camisa preguntó si me bronceaba en una cama de la morgue. No le dije nada, ni siquiera me ofendí. Seguí besándola con hambre. Su piel tan suave y firme, su cabello cayéndome como lluvia sobre el rostro y afuera sólo se escuchaba el sonido de la noche. He buscado eso en todas las mujeres con las que salí después de ella, pero ninguna ha tenido esa magia, esa forma de volverme loco. En realidad quería devorarla, tenerla cerca, no dejarla ir nunca más. La agarraba con fuerza y la acercaba a mí.
            Tal vez sólo sea que estoy enamorado de su recuerdo. Mientras estuve en el tambo pensé mucho en ella, en la vida que hubiéramos tenido juntos. Hasta llegué a imaginar que teníamos hijos y que los días de visita llegaba con ellos tomados de la mano y me traían un sandwich de atún y me lo comía mientras me daba quejas de las travesuras de los pequeños. Perdón, sé que lo que estoy diciendo es demasiado cursi, es culpa de la cerveza, llevamos mucho bebiendo y los sentimientos no se llevan bien con el alcohol.
            Cogímos un montón de veces. Mi corazón bombeaba la sangre con tanta fuerza que se me bajó lo pedo y lo marihuano. Me convertí en una máquina de sexo. Mete y saca, mete y saca. Ella gritaba tanto y a mí me importaba tan poco que alguien pudiera escucharla. Estuvimos así hasta que el cielo cambió de negro a morado y luego a rojo, hasta que salió el sol. Después me quedé dormido. Pero me estoy adelantando.
            Bajé de la azotea. La casa no es demasiado grande así que la encontré con facilidad. Ella era el centro de atención de cuatro hombres altos que no sé quién chingados eran. Gabriela se reía de no sé qué cosa y a mí me atravesó el estómago una punzada de celos. En ese momento no supe que lo que sentía eran celos pero ahora, con el tiempo, sé que eso fue. Yo quería toda su atención, que estuviera junto a mí, que no mirara a nadie más. Y ahí estaba ella, en medio de esos tipos, riéndose, coqueteando, haciéndolos sentir bien mientras yo quería derretirme y desaparecer por un agujero. Me acerqué y le dije, oye, que mi hermana quiere hablar contigo. ¿Para qué? Quien sabe. Alzó los hombros y se despidió de los cuatro tipos diciéndoles Ahorita vuelvo y caminó por entre la gente en la dirección que le indiqué. Cuando estuvimos debajo de la escalera, la tomé del brazo y la metí en la cobacha, cerrando la puerta tras nosotros. Una vez a solas, ella me dijo, No me llamaba tu hermana ¿verdad? Es verdad, dije. Su cuerpo estaba tan cerca del mío que fue imposible evitar que se me pusiera dura. Uy, dijo. ¿Qué es eso? Intenté cambiar el tema diciéndole que yo no era un cobarde, que podía hacer cualquier cosa que ella me pidiera y no tendría miedo de llevarla a cabo, que me pusiera a prueba, y ella me contestó con un beso y yo tomándola de la cintura y abrazándola con fuerza. Así fue como terminamos en mi habitación, haciéndolo encima de la cama y del escritorio y de la alfombra y de los libros de mi hermana. Así fue como empezó la noche más increíble de mi vida.
            A la mañana siguiente, cuando abrí los ojos, ella se había ido. Caminé al baño, vomité, luego fui a la cocina. Algunos de los invitados que amanecieron en casa ya se habían puesto a a barrer y levantar la basura y arreglar todo el desmadre. Encontré a mi hermana sentada en la cocina, tomando un vaso con agua y sosteniendo dos Advil en la palma de su mano. ¿Qué tal? ¿Cómo pasaste la noche? Me preguntó antes de echarse las pastillas a la boca. Bien, bien, gracias, contesté. Oye, ¿quién era tu amiguita con la que platiqué anoche? Hasta ese momento supe que se llamaba Gabriela. Luego pregunté ¿sabes dónde vive? ¿Tienes su teléfono? Mi hermana me miró entrecerrando los ojos. Poco a poco se fue haciendo grande su sonrisa y me dijo Uy, hermanito, ¿No me digas que te gustó la Gaby? ¡Pero si es una bruja! No le habla casi a nadie en el salón. ¿Por qué la invitaste, entonces? Pues por pura cortesía. Era la fiesta de fin de curso y no soy de las que dejan fuera a nadie, además, lo cierto es que no pensé que fuera a venir. Tomé dos Advil, di un trago al agua de mi hermana y le dije ¿tienes su teléfono sí o no? Nadie sabe nada de ella, me dijo. Es una vieja presumida que sólo llegaba a la escuela, tomaba clases y se iba. Cero vida social con nosotros. Quién sabe dónde viva.
            Por días tuve la esperanza de que ella volviera a casa, aunque fuera sólo para saludar. Me juré a mí mismo pedirle su teléfono (gran descuido la noche anterior) y acompañarla hasta donde viviera (un gesto caballeroso que tal vez apreciaría). Pero nada. Los días se hicieron semanas y las semanas meses. Nunca me llamó ni me mandó un mensaje ni dio muestras de seguir con vida. De pronto se la había tragado la tierra. Por momentos hasta dudé de mi capacidad como amante ¿tan feo se lo habré hecho? El día que se cumplió el primer aniversario de la única ocasión que la vi, asalté mi primer minisuper... y así comenzó mi carrera delictiva. Pero esa es otra historia. Hoy ya es tarde.
            Han pasado seis años, casi siete desde aquella noche. Por la mañana recibí esto; una carta de ella. La primera. Aún no me atrevo a leerla. Mira, ha escrito con máquina mi dirección en el sobre. Ni siquiera la he abierto, no sé si dentro estará su letra. No sé si a esta altura de mi vida sigo enamorado de ella o de su recuerdo o de la idea que me he hecho de ella. Me hizo pedazos una vez y no sé si con esto lo vuelva a hacer.
            Dime. ¿Tú que opinas? Yo ya no tengo fuerza para pensar. Dejo la carta aquí. No me siento bien. Subo a dormir. Ya mañana averiguaré qué me tiene preparado el destino.

viernes, 15 de abril de 2011

La historia de un pollito sin nombre; 2° discurso de presentación del libro El Cuerpo Remendado


De pequeños, mis hermanos y yo teníamos un pollito que ganamos jugando a la lotería en una kermés. Era pequeño, con plumas amarillas y piaba muy quedito. Nos lo dieron en una bolsa de papel, lo llevamos a casa y lo dejamos andar libre. En esos días, nos hacía felices verlo por todas partes. Voy a contarles la historia de ese pollo que, hasta donde recuerdo, jamás tuvo nombre.
Pronto nos habituamos a mirarlo, esquivarlo, darle de comer y ponerle agua en un recipiente. Un día, el pollito se enredó con un hilo y no supo cómo quitárselo de la pata. Mamá es modista, una parte de la casa la ocupa su taller de trabajo, y como en todos los talleres de modas el suelo está lleno de hilos y trozos de tela y agujas y todas esas cosas que las modistas suelen dejar caer.
            El pollito, al andar de un lado para otro, se enredó y al andar corriendo se fue enredando más y más, hasta que el hilo comenzó a estrangularle la pata. Al principio nadie se dio cuenta. Ya saben que una vez que pasa la novedad, uno olvida poner atención en los animales. No sé cuánto tiempo habrá pasado hasta que mi hermano el más pequeño, que por aquél entonces debía tener cinco o seis años, lo notó. Miró al pollito, se inclinó un poco y descubrió el hilo que ya estaba tan enredado que le cortaba la piel. Se sentó en el piso, cogió al animal e intentó quitárselo. El pollo se movía y aleteaba pero sus pequeñas y torpes manos de niño no lograban liberarlo. Se desesperó. Fue al taller de mamá y tomó unas tijeras.
            A veces me pregunto si no todos somos un poco así; como unos niños intentando salvar las cosas sin más ayuda que unas tijeras.
            Mi hermano batalló para capturar al pollo. Luego de perseguirlo por entre las sillas y la mesa, logró capturarlo sujetando primero una de sus alas y luego del resto de aquel emplumado cuerpo. Volvió a sentarse en el suelo, pero esta ocasión tuvo la precaución de inmovilizarlo entre sus piernas. Acercó la tijera a la pata del animal. El pollo forcejeaba. Mi hermano se mordió un poco la lengua y se concentró en lo que iba a hacer. Sus dedos gordos, metidos en las orejas de la tijera, hicieron un primer corte exitoso, aunque no logró quitarlo del todo. 
            Fue hasta el siguiente corte que mi hermano pudo quitarle por completo el hilo, arrancándole de paso también un trozo de la pata.
            Mi hermano acudió a mí. Había sangre por toda la parte baja de la mesa. De inmediato intentamos curarlo; le pusimos agua oxigenada y curitas y una gasa con micropor, pero nada de lo que hicimos sirvió. Las patas de los pollos no están hechas para sanar.
            ¿Han visto alguna vez que un pollo sobreviva sin una pata? No existen las prótesis para pollos. A nadie le interesan los pollos. Tal vez a nosotros un poco, pero sólo hoy, porque generalmente a nadie le interesan. Sólo cuando eres niño te preocupas por ellos. Los pollos, si lo recuerdan, tienen las patas muy pequeñas y delgadas.
            Claro que nos sentimos mal por lo sucedido. En ese momento hubiéramos dado cualquier cosa por tener una pata nueva que ponerle. De ser posible hasta le hubiéramos untado una crema que le hiciera crecer otra. Pero eso no sucedió y aún no sucede. En ninguna parte del mundo. No hay nada que haga crecer lo que se ha cortado de tajo. Sólo existen cosas que nos ayudan a sobrellevar los dolores y carencias. Para algunos, esas cosas reciben el nombre de paliativos. Para otros, como los autores de este libro, esas cosas reciben el nombre de prótesis.
            De eso trata el libro que estamos presentando el día de hoy. Trata acerca de personas a las que les hace falta un pedazo de cuerpo o un trozo de alma. Este libro es acerca de sentimientos. Es acerca de alegrías, de sufrimientos, de deseos, de sueños rotos. Trata acerca de las prótesis que los ayudan a sobrellevar sus propias existencias.  
            Nosotros, los que tenemos la suerte de estar “completos”, solemos tener una velada fascinación por las prótesis. México mismo tiene cierta fascinación por los personajes necesitados de prótesis. Recordemos la pierna de Santa Ana, la cual hasta recibió varios funerales de estado. Recordemos el brazo de Álvaro Obregón, que hasta su propio mausoleo tiene. Recordemos a Frida Khalo, que en todas sus pinturas nos restriega su dolor y su discapacidad (ella utilizaba una prótesis de pierna). Hay muchos más ejemplos, pero creo que por ahora con estos bastan.
            Yo mismo estoy utilizando una prótesis en este momento; estas hojas, las cuales me ayudan a poder hablar ante ustedes. Sin ellas no sabría qué decirles. En realidad soy mal orador. Para escribir esto antes deseché otros cuatro discursos. Soy muy bueno escribiendo discursos que nadie va a escuchar. En eso sí soy bueno; escribiendo discursos malos.
            Lo que no es malo es este libro del cual ya les han hablado mis compañeros. A mí no me hagan mucho caso. Soy sólo una prótesis en este lugar.
            ¿Qué otra cosa les puedo decir de aquél pollito sin nombre? No puedo recordar qué fue de él. Cuando eres niño olvidas las cosas muy rápido, afortunadamente. Imagino que habrá amanecido muerto y que mamá se encargó de tirar su cuerpecito a la basura. No lo sé, pero es lo más seguro. Todos tenemos uno de esos pollitos en nuestra vida; todos tenemos algo que en algún momento nos ha hecho felices y que luego mutilamos y que después intentamos reparar pero fracasamos, y al no poder regresar las cosas a su estado original solemos olvidarlas y las dejamos morir. En este momento puedo imaginar varios de esos momentos en mi vida. Creo que todos aquí podemos hacerlo. Que los hayamos mandado a un rincón oscuro de nuestro corazón no significa que hayan dejado de doler.
            ¿Qué más les puedo decir que no les hayan dicho antes? Sólo que espero que este libro no corra la misma suerte que el pollito de mi historia. Espero que hoy, luego de que lo lleven a casa y lo lean, no lo mutilen ni lo dejen morir. Espero que lo compartan. Que en las noches tranquilas lo lean en silencio. Espero que lo presten, que lo regalen, que lo dejen en la banca de algún parque para que alguien más lo encuentre y lo lea.
            Los libros son las prótesis que necesitamos para cubrir los huecos que tenemos en el corazón. Por eso leemos. Por eso algunos escribimos. Lo hacemos porque nos falta algo y sólo con la literatura podemos llenar ese vacío. Este libro, véanlo así, es una prótesis para el corazón. Es una prótesis que se puede compartir. Compártanla con todos los que puedan. Cada que lo hagan, un pollito se salvará de perder una pata.
            Es un honor estar aquí con todos ustedes.
            Muchas gracias y buenas noches. 

Ciudad de México, abril 2011

lunes, 4 de abril de 2011

Ceguera

Todos los días primero de mes mamá solía encender una veladora y colocarla al centro de la mesa del comedor. La vez que le pregunté la razón de eso me contestó que esa veladora representaba la luz del Señor que nos iluminaría el resto del mes. No me atreví a preguntarle pero ¿y si alguna ocasión olvidaba encenderla? ¿Sucedería algo grave si no prendíamos la veladora? ¿Andaríamos el resto de los días en la completa oscuridad, tropezando los unos con los otros, golpeándonos contra los muebles? Tuve un escalofrío. Pensar en la noche eterna siempre me ha dado miedo. Pensar que en algún momento pudiera estar tan oscuro que no encontrara la mano de mi madre ni la de mi hermano ni la de alguien que quisiera sostenerla y guiarme y así sentir un poquito menos de miedo me daba terror. No es que me haya sucedido algo terrible con la oscuridad, es sólo que la idea de no ver nada, de perderme todas las cosas que se pueden disfrutar cuando se tienen los ojos funcionando, cosas como la fotografía, el cine, los paisajes al viajar, el rostro de una mujer hermosa… pensar en eso me ponía triste y me llenaba de miedo. Desde siempre supe que el destino de mi vida era quedar ciego. Nací con un defecto en ambos ojos, motivo por el cual con el paso del tiempo fui perdiendo la vista. Veo menos con el ojo derecho que con el izquierdo. En realidad, si he de ser honesto, ya casi no veo. La vida que transcurre allá afuera no es más que manchas y sonidos. Paso las tardes sentado en mi viejo sillón rojo (tan viejo que por eso sé de qué color es –pues lo recuerdo, nadie me lo dijo- y por eso es que conozco tan bien el dibujo de las grecas sobre el diseño de la tela). Mi ceguera no es oscuridad, mi ceguera es un color gris profundo, como vivir en medio de una nube contaminada. Son las tardes mi momento favorito del día. Es cuando viene alguno de los vecinos con un libro bajo el brazo y me lee capítulos completos de novelas que ya jamás podré recorrer con mis ojos. Me acomodo en el sillón, cerca de la ventana, sintiendo el sol calentarme las piernas y el rostro. El vecino que me visita (algunas veces es un muchacho, otras una jovencita, otras un hombre con el que en gustos literarios nada tengo que ver) se sienta frente a mí, en la sombra tenue que a pesar de la escasa iluminación les permite leer. Escucho con atención. Mientras escucho imagino las palabras acomodarse unas tras otras, como un tren que aparece de la nada y que conforme camina va creando los rieles sobre los que correrá a toda velocidad. Imagino cómo deben estar acomodadas las palabras sobre la hoja. Imagino las comas y los puntos y los párrafos. No sé por qué pienso en las palabras y no en los paisajes que me son descritos. En más de una ocasión le he pedido a mi vecino que se detenga y deje de leer. Si el libro es malo se lo digo y él deja de leer y al día siguiente vuelve con un libro diferente. Agradezco que cuiden de un hombre como yo. De todas las cosas que no puedo hacer, lo único que me importa es la lectura. El otro día tuve un sueño en el que todo era oscuridad. Podía escuchar a la gente que hablaba angustiada y que se preguntaba la razón de la falta de luz. Un niño comenzó a llorar y dos mujeres quisieron ayudarlo, pero no sabían llegar a él. Los obstáculos en el camino eran demasiados y nadie quería moverse por temor a un accidente, así que dejaron que el niño siguiera llorando e intentaron tranquilizarlo desde la distancia hablándole de religión. Yo estaba sentado en mi cama pero podía escuchar los autos pasando junto a mí (ahora que lo pienso ¿cómo podía haber autos pasando si no había forma de mirar el camino? ¡Vaya inconciencia la de algunos choferes!). Me puse triste porque nadie podría leerme ni un libro ni una revista ni un fanzine. Nada. Vivir en la oscuridad tiene sus ventajas, pero ¿y la lectura? En ese momento sentí una mano en la espalda. Era un hombre que pedía dinero a cambio de recitar los poemas que él mismo había escrito. Indignado, le dije que yo nunca tuve la desdicha de pedir dinero a desconocidos. Si hay algo que aún conservo es un poco de dignidad. Le dije que yo ya era ciego desde antes que se extinguiera la luz en el mundo. Me di cuenta en ese momento que los que ya éramos ciegos desde antes que esto sucediera podríamos dominar la tierra. Luego del primer momento de alegría por este descubrimiento, me puse de pie y comencé a gritarle a la gente por haber olvidado encender la veladora de principio de mes. Grité preguntando por el culpable. Grité con tanta fuerza que sentí la saliva brincar de mi boca, mis dedos tensos en puño, mi cuello rígido. Me detuve un momento a respirar y ya no escuché ni al niño llorando ni a las personas preguntarse por esa falta de luz ni escuché más autos pasar ni al hombre que momentos antes me había pedido dinero. Todos guardaban silencio. De alguna forma que no puedo explicar, sentí la mirada de todos apuntándome. En ese instante me di cuenta que quien había olvidado encender la veladora de principio de mes era yo. Desperté. Cogí el teléfono que siempre está junto a la cabecera de mi cama y llamé a uno de mis vecinos para comenzar a dictarle esto.

lunes, 28 de marzo de 2011

Discurso de presentación para el libro El Cuerpo Remendado


Como dice Beatriz en la introducción al libro; esto se trata de prótesis como hilo conductor obvio o sutil. Quiero que me disculpen pero soy muy malo para los discursos. Nací sin la vena que forja a los grandes oradores. Para hablar delante de ustedes he tenido que echar mano a una prótesis; estas hojas. Este discurso que escribí en la soledad de mi estudio, en el silencio de una habitación con paredes desnudas y cortinas sucias. Que escribí en medio de muchos papeles para ser leído en medio de mucha gente en una noche como hoy.
             
Soy una prótesis en este lugar. Yo formo parte de los escritores de este otro libro, Al Diablo Adentro, puesto en circulación por esta misma editorial y del cual ahora mismo, en casa, tengo un texto que vamos a anexar a la segunda edición de este primer racimo de hojas.
             
Soy una prótesis en este panel porque fui traído de otra parte y puesto aquí para hablar de un libro que trata sobre remiendos del cuerpo. Yo mismo soy un remiendo en este panel. ¿Quién mejor que yo, entonces, para hablar de un libro de remiendos?
             
¿Cómo no voy a saber de remiendos si nací de una madre costurera? El taca taca de su máquina de coser me arrullaba todas las noches y me levantaba muy temprano. Crecí entre bolsas y rollos de shantú, de lino, de seda, de tul. Entre patrones y agujas e hilo. Entre costuras y remiendos. Aunque de costura poco sé.
             
La costura y la escritura tienen mucho en común. Voy a tomar prestadas las palabras de Don José Saramago. Lo hago en este momento porque necesito la ayuda de una prótesis literaria para suplir mi discapacidad oratoria. Necesito de sus palabras que pueden explicar mejor que yo lo que ahora quiero decirles. Esto es de su libro “Manual de Pintura y Caligrafía”. Comienzo la cita: “Estas cuartillas son otra tentativa hacia lo que voy con las manos desnudas, sin colores ni pinceles, sólo con esta caligrafía, este hilo negro que se enrolla y desenrolla, que se detiene en puntos, en comas, que respira en los pequeños claros blancos y avanza luego sinuoso, como si recorriera el laberinto de Creta. Este hilo que constantemente se rompe y ato bajo la pluma porque es mi única posibilidad de salvación y conocimiento”. Fin de la cita.
            
Y es precisamente con este hilo, el que construye palabras, el de la literatura, que se ha unido este libro hecho de partes traídas de varios lugares del mundo. La literatura y las palabras son lo que han remendado este hermoso Frankenstein literario que estamos presentando esta noche ante ustedes.
             
¿Cómo no voy a saber de remiendos si mi madre es una costurera y yo un humilde escritor?
             
Escribir es en sí mismo unir fragmentos y dar forma a un relato. El escritor toma cosas de aquí y de allá, une los sentimientos con las anécdotas y con la sabiduría. Remienda los párrafos y las páginas. Corta un poco, anexa, reduce, aumenta. Siempre está remendando sus propios textos. ¡Claro que los escritores, al igual que las costureras, sabemos de remiendos!
             
Durante años, mi madre tuvo un ayudante con una pierna más corta que la otra –producto de un accidente que él tuvo de muy niño-. Rengueaba al caminar porque no usaba zapato ortopédico. Recuerdo que una ocasión le pregunté por qué no lo utilizaba ya que siempre pensé que era muy incómodo y cansado caminar cojeando, dando así como que pequeños brinquitos. Le pregunté por qué no mejor utilizar uno de esos zapatos con la suela más grande. Me dijo que no. Que así estaba bien y que esos zapatos no le resultaban cómodos. Luís. Así se llama. No sé que ha sido de él. Han pasado años desde la última ocasión que nos vimos. Lo estimaba mucho. Entonces se imaginarán mi sorpresa al leer el primer relato de este libro y encontrar que el personaje principal es un hombre que tiene una pierna más corta que la otra y que sueña con ser un gran detective de acción. Me enganchó de inmediato. En mi mente, el protagonista fue y lo seguirá siendo, Luís.
             
Al igual que aguja e hilo en manos de una hábil costurera, las historias de este libro se van hilvanando unas tras otras. Seguí leyendo El Cuerpo Remendado sin darme descanso. Conocí entonces a una prostituta a la que la falta una pierna, a una mujer que sueña con ir a las Vegas. Conocí también a una sirena y a un hombre lobo. Conocí una extraña forma de celebrar cumpleaños en la primaria, a un hombre que vende monederos en forma de testículos, a un dibujante con una mano maldita. Conocí a una mujer que busca piedras de colores mientras espera a su amado. Conocí a un travesti cuarentón que mira cómo poco a poco, con la edad, se ha ido quedando sin trabajo. Conocí a un striper tuerto y a un hombre que predice el clima. Conocí a un yonki que utiliza la droga como prótesis para la vida. Conocí a un hombre que dentro de sí lleva a su propio hermano gemelo no nato, para así llegar a la última historia y viajar al lado de un científico hasta el Vaticano para descubrir la primera prótesis para el alma. Leí todo el libro de un tirón, en una sola noche.
            
 Leer es colocar una prótesis en el corazón. Todos hemos tenido la sensación de que algo nos falta, de que estamos incompletos aunque no podamos definir con claridad cuál es precisamente esa pieza que en algún momento perdimos o que, seguramente, jamás hemos tenido. Tal vez nos falta algo de aventura, tal vez un poco de amor, tal vez simplemente queremos algo que le dé sentido a nuestra vida. Leemos para eso, para suplir esa carencia. Leemos porque nos sabemos incompletos y para completarnos tenemos que echar mano de medios artificiales. Nos ponemos, entonces, una prótesis de literatura. Las palabras son el hilo con el que solemos remendar nuestro roto corazón.
             
De haber escrito una historia para esta antología ¿qué habría escrito? Al igual que hoy, yo hubiera sido una prótesis. Hubiera escrito varios textos pequeños en multiplicidad de voces narrados desde el punto de vista de las prótesis. Hubiera sido la mano de garfio de algún pirata, la oreja de un niño con  microtia (esa malformación congénita en la que se nace sólo con una parte muy pequeña de la oreja), hubiera sido la cadera rota de una anciana, hubiera sido las tetas siliconadas de la esposa de un narcotraficante, hubiera sido la prótesis de pene de un gigoló. Hubiera sido el intestino de plástico de un hombre acuchillado en un asalto. Hubiera sido el cochecito negro con el que juega un niño de la calle. Hubiera sido una silla de ruedas y el marcapasos en el corazón de un hombre que espera el fin del mundo. Son tantas las prótesis de las cuales podemos echar mano para sentirnos “normales” y “aceptados” que este tema se vuelve inagotable.
            
 William Faulkner dice en un fragmento de su discurso de aceptación del Nobel; "El hombre y la mujer que escribe en la actualidad ha olvidado los problemas de un corazón humano en conflicto consigo mismo, cosa que por sí sola puede crear buenos textos, porque sólo escribir acerca de eso vale la pena, vale toda la agonía y el sudor". Y precisamente de esto es de lo que va este libro, El Cuerpo Remendado: De hombres y mujeres en conflicto consigo mismos. De prótesis que los ayudan a sujetarse al mundo y que los vuelven aún más solitarios. Es un libro acerca de personas que son tan humanas como ustedes o como yo, que tienen los mismos sueños, que buscan las mismas verdades. Gente con la cual es fácil sentirse identificados, así como a mí me sucedió con Luis en la primera historia.
             
Todos utilizamos prótesis, aunque no nos hayamos dado cuenta. Utilizamos prótesis físicas o espirituales, mecánicas o idealistas, pero prótesis al fin y al cabo. Escribir es la prótesis que utilizamos los escritores para hacer más soportable nuestra propia realidad. De esto es de lo que trata El Cuerpo Remendado. Y si alguien sabe de literatura y de remiendos, esos somos todos.
            
No hay mucho más que pueda decirles sobre este libro, sólo que lo lean, los invito a hacerlo. Es un honor estar aquí con todos ustedes.

Muchas gracias y buenas noches.

viernes, 18 de febrero de 2011

Juntitos, abrazándonos


"Quiero que me lo cuentes todo” dice muy suavecito, hablan­do dentro de mi boca. Le pido que vuelva a repetirlo, apenas lo puedo escuchar. “Quiero que me digas lo que pasaba en esas noches”.
Mueve su cadera con ritmo, delicado, de atrás para adelante. Huelo su colonia. Siento lo pegajoso de su sudor.
Le digo que no entiendo para qué quiere que le cuente. Todo pasó tiempo atrás, cuando aún no lo conocía. Lo sabe pero insiste; dice que necesita escucharlo.
Le digo que para qué, si ya lo he contado muchas veces. Pero eso no le importa. Quiere que lo vuelva a contar.
Le digo que en esas noches ellos se dedicaban a hacerme todo lo que dos personas le pueden hacer a una chica como yo. Todo lo que un hombre le puede hacer a una mujer. Todo lo que una mujer le puede hacer a otra mujer. Todo lo que una pareja le puede hacer a una chica.
Comienzo a platicarle sobre esas noches y siento cómo su miembro se va poniendo más y más duro.

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Las reglas eran simples. Yo podía fornicar con la esposa en cualquier momento. Podía fornicar con el marido sólo si la esposa estaba presente. La esposa podía, cada que ella quisiera, fornicar con cualquiera de nosotros —como eligiera; juntos o uno por uno—. El marido no necesitaba ninguna regla ya que ninguna de nosotras sabía realmente por dónde comenzar.
Primero me tomaban por la cintura (yo era joven y no ofrecía ninguna resistencia), me ponían contra la pared, me mordían la espalda y las nalgas y luego él se metía en mí tan rápido que ape­nas y podía decir algo.
La cosa que le colgaba de la entrepierna era del tamaño de una lata de cerveza. De las grandes. No sabía que alguien pudiera tener una así.
Les gustaba morderme las orejas y decirme cosas sucias, de­cirme que yo era su pequeña alumna y que me iban a enseñar a comportarme. Me decían que él me lo iba a hacer por detrás. Las piernas me temblaban cada que los escuchaba. A la esposa le gus­taba verme llorar.
La primera noche me puse una falda pequeñita, una blusa roja y unas botas que me llegaban hasta la rodilla. Al caminar se me le­vantaba todo. La esposa aplaudió al verme. Primero fuimos a cenar y después a su casa.
La esposa me dijo que cualquier ropa de mujer se ve bien cuan­do está hecha bolas a un lado de la cama del amante. Luego me tomó de la mano y me besó como nunca antes nadie lo había he­cho. Después pasó los dedos por mi cosita.

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“Sabes que no voy a decir esas palabras” le digo.
Lo que quiere escuchar es que yo diga “Pito”, “Culo”, “Tetas”, “Panocha” pero no le voy a dar el gusto. No mientras me esté em­bistiendo. No mientras las venas de su frente estén hinchadas.
“Vamos muñeca” me ruega “quiero que me digas más”.
Ya se sabe la historia de memoria. Se la he contado una vein­tena de veces. Se la he dicho al revés y al derecho. En ocasiones, cuando llego a omitir algo, es él quien de inmediato me corrige. Le gusta que sea lo más explícita posible.
Entonces me la saca.
“Dime más” sacude su cosa frente a mí. “Quiero echarte todo. Vamos. No me falta mucho”.
Me levanto y me doy la vuelta. Me acuesto sobre una almohada, levantando las caderas. Me escupo en los dedos y me separo las nalgas.
“Ahora quiero un poquito por aquí”. “Anda, nene”.
Y siento cómo me abre toda por dentro.

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“Quiero darle un regalo a mi marido” dijo la esposa. “Un regalo que siempre ha deseado pero que nunca le he podido dar”.
Los conocía de tiempo atrás. Vecinos de la cuadra. Siempre nos topábamos en las noches al ir por el pan o comprar algo en la tien­da. Ambos me sonreían.
“Quiero que vea cómo lo hago con otra”. “Y la única mujer que nos agrada eres tú”.
Le gustaba que me arrodillara delante de su marido, que toma­ra su cosa con ambas manos.
“Me gusta que lo hagas con él porque él es mío” dijo. “Y cuan­do te lo está haciendo siento que soy yo la que te lo está hacien­do”.
Ella tenía una cosa de plástico como de este tamaño, así. Cada una nos introducíamos un extremo. Utilizábamos eso durante mucho tiempo mientras el marido nos miraba.
“Dime que soy tu perra” decía la esposa.
“Dime que soy tu perra” aprendí a decir yo también.
Y el marido nos acariciaba la cabeza mientras nos perdíamos en su entrepierna.

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“¿Cuántos años tienes?” me pregunta.
“¿Para qué quieres saberlo?” le contesto. “Si ya lo sabes”.
“Me gusta que lo digas” jadea con fuerza. “Me vuelve loco”.
Aprieto con fuerza las sábanas. Las muerdo. Él me enviste con fuerza, como una máquina de esas que sirven para romper el pa­vimento.
“Dieciocho” contesto. “Hoy tengo dieciocho”.

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La primera vez que salimos juntas, sin su marido, fuimos a comprar algo de lencería. Ella eligió unas tangas rosas y verdes. Yo compré unos ligueros. Nos reímos mucho cuando le pedimos su opinión a uno de los vendedores.
“¿Usted cree que esto le guste a mi marido?” dijo ella agarrán­dose los senos, sosteniendo un Wonder Bra.
El vendedor pasó saliva.
Después fuimos juntas al cine. No recuerdo cuál era la película. Nos pasamos casi toda la función besándonos, sólo nos detenía­mos para tomar un poco de aliento. Ella descansaba su rostro en mi hombro y me decía que mi cabello olía bonito, jugaba con mis rizos. Yo sentía que mi corazón era como una pantera que se me iba a escapar del pecho.
Salimos varias veces, no puedo recordar cuántas. Tampoco puedo recordar todo lo que hicimos o dejamos de hacer, aunque te puedo asegurar que hicimos muchas cosas.
Cuando su marido regresaba a casa, después de sus viajes, nos dedicábamos a hacerlo feliz. Le presumíamos la ropa que había­mos comprado. Le platicábamos de lo que habíamos hecho, de to­dos los hombres que habíamos provocado. Luego él se dedicaba a hacernos cosas, muchas veces, durante toda la noche.

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Se pone de pie y se limpia.
“Eres hermosa” murmura. Luego me da una nalgada.
Me levanto de la cama y siento que todo se me escurre por las piernas. Después se tira en la cama y cierra los ojos.
Camino hasta el baño para lavarme. El agua del bidet se siente tibia. El chorro me lame y cierro los ojos para soñar con algo boni­to, con manos que me recorren hasta que exploto en un millón de chispas de felicidad.
Salgo y en el televisor aparece una muchachita hincada en me­dio de un montón de tipos, unos siete tal vez, que le ponen sus cosas en la cara. Ella las estruja, las jala, las apachurra. Se las lleva a la boca como una desesperada. Aprieto un botón en el control remoto y cambio de canal.
Aparece una rubia sentada a la orilla de una cama, con las pier­nas separadas, y otra mujer, de cabello negro, se arrodilla frente a ella. Un hombre sentado al otro lado de la habitación las mira. Cambio de nuevo el canal, pero sólo encuentro más películas de este tipo. Prefiero apagar el televisor.
Me acurruco en la cama, junto a él. Paso mis dedos por su pe­cho. Miro su estómago subiendo y bajando con cada respiración. Me acerco un poco a su rostro y le hablo muy bajito, sé que me escucha.
“¿Sabías que nos gustaba tomarnos fotografías mientras lo ha­cíamos?” le digo.

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Recuerdo el tubo al centro de la pista, frío y pegajoso. Las lu­ces que nos golpeaban directamente en los ojos, que nos cegaban. Ninguna de las chicas de ese lugar gustaba de mirar el rostro de los clientes. Las líneas de espejos sujetas a las paredes estaban llenas de grasa. La música a todo volumen.
Bailábamos lentamente, tocándonos con suavidad, rozando nuestros labios. El humo del cigarro nos llegaba casi a la cintura.
Ella iba disfrazada de perrita, con una falda de cuero muy cor­ta y una cola. Yo llevaba una falda con lunares rojos y el cabello peinado en dos coletas. Chupaba una tutsi. Más allá, en una de las mesas del fondo, estaba su marido. No lo podíamos ver pero sabíamos que estaba ahí. Él nos había llevado.
Cuando subí al escenario, con esa ropa tan pequeña, tratando de ignorar la mirada de todos esos hombres, sentí como si los escalones fueran de malvavisco, como si cada uno de mis pasos se hundieran en la madera. El aire me faltaba.
Sujetada al otro lado de la correa, gateando, subió conmigo la esposa. No; ninguna de las dos llevaba ropa interior. El hombre de la cabina nos presentó como “Asia” y “Europa”.
No recuerdo la canción que sonaba en los altavoces. Puede ser cualquiera que te guste, la que te parezca más apropiada para ese momento. Sólo recuerdo cómo el cuerpo de ella y el mío se enros­caban sobre el frío suelo de la pista de baile. Recuerdo los aplausos cuando el moreno subió al escenario.
Primero la tomó a ella. La tomó por las nalgas y la acercó a sus labios, con fuerza. Ella lucía como si se fuera a romper, como si de un momento a otro fuera a dejar el cuerpo. Lucía pequeña. Trataba de apartarse, pero el hombre le buscaba la cara y le chupaba los labios, ensalivándola, mordiéndole también los cachetes.
La gente aplaudía y gritaba. Ella cerraba los ojos mientras el hombre la apretujaba. “¡Enséñale lo que hace un hombre de ver­dad!” decía la gente. “¡Queremos ver que le duela!”
Estoy segura de que el marido se enderezó en la silla al mirar la cosa que el moreno tenía entre las piernas.
El hombre tomó la correa y la amarró a un extremo de la pista. Hizo que ella caminara a gatas de aquí para allá. Le daba nalgadas. Yo permanecí en un extremo, temblando, con las piernas muy jun­tas. La miré directamente al rostro y noté el brillo de esa lágrima que nunca escapó de su ojo. El moreno hizo que ella le lamiera los pies antes de penetrarla.
No sé cuánto tiempo estuvieron haciéndolo en medio de las lu­ces y los gritos de los clientes. El tipo del altavoz no dejaba de ha­blar sobre las cualidades del moreno, sobre la resistencia de ella. Las otras chicas salieron del camerino a ver lo que estaba suce­diendo. Todos aplaudían.
Después, recuerdo el olor a cigarro y el destello de los hielos en las mesas. Recuerdo la suavidad de su mano. Recuerdo la fuerza con que el moreno estrellaba su pelvis contra la mía. Recuerdo cuando me dijo “Ya la tienes toda adentro”.

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“¡Mira!” dice levantándose de la cama. “¡Mira cómo me la has vuelto a poner! Eres maravillosa”.
Le he contado esta historia un montón de ocasiones y siempre sucede lo mismo. Camino hasta la repisa y traigo un condón, lo abro y me lo pongo en la boca. Me acerco a la cama.
“Eres mágica, muñeca. Te amo” jadea y se recuesta.
Después de colocárselo, me levanto y pongo mis manos contra la pared, separando las piernas. Me inclino un poco hacia delante y muevo la cadera de izquierda a derecha. Y digo.
“¿No va a venir por mí, señor policía?”            

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Nos fuimos a vivir juntas a Acapulco y alquilamos un cuartito en un hotel a la orilla del mar. Por las noches, entre besos y abra­zos, nos arrullábamos con el sonido de las olas. En las mañanas, con la piel aún pegajosa, nos despertábamos con el sonido de las aves y ese profundo olor a sal que parecía no terminar jamás.
Solíamos caminar tomadas de la mano, recorriendo la costa, y después meternos en algún restaurante. Nos sentábamos en una mesa cerca de la entrada, esperando a que uno o varios hombres se acercaran para pagar nuestra cuenta. Luego, si tenían suerte, nos íbamos con ellos y pasábamos las siguientes horas haciéndoles y dejándonos hacer.
Una de las camas de nuestro cuarto siempre estaba llena de ropa arrugada y envolturas de comida rápida. La otra era la que ocupábamos para besarnos. Jamás llevamos a nadie a nuestro “hogar”.
En una ocasión, mientras descansábamos a la orilla de una piscina, a ella se le ocurrió que nos quitáramos el traje de baño. Cuando lo dijo sentí que los cachetes se me ponían calientitos. No pude evitar mirar para todos lados.
“¿Estás loca?” le pregunté.
En la otra orilla había tres hombres. Platicaban. Eran gordos y usaban bigote. Tomaban cerveza y reían muy fuerte. Ninguno de ellos nos quitaba la vista de encima. Sé que nos miraban porque éramos jóvenes; porque teníamos esos cuerpos pequeñitos e íba­mos solas. Se acercaron a hacernos la plática.
“Buenas tardes, preciosas” nos dijo uno de ellos tocando la ori­lla de su sombrero. “Hoy en la noche tenemos una fiesta y nos gustaría invitarlas ¿Qué dicen?”
“Que no estoy vestida para la ocasión” contestó mi amiga ya sin la parte superior de su traje de baño.
Es gracioso lo que piensas mientras viajas en una camioneta con tres desconocidos. Mientras me rozaban con sus lenguas y pasaban sus manos callosas por el cuerpo, me di cuenta que había comenzado a medir la vida por la cantidad de hombres que había­mos tenido. Me reí, pero no dije nada. Sólo me limité a recargar la cabeza en el cristal y mirar las estrellas, renunciándome al deseo de los otros.
Tardamos cinco minutos en llegar desde el portón de entrada hasta el rancho. La música fue lo primero en alcanzar mis oídos. Hombres cargando metralletas cuidaban la orilla del camino.
En el salón principal había una cantina y un montón de muje­res desnudas. Más allá, al fondo, una piscina en forma de ancla. Al entrar, uno de los meseros se acercó a ofrecernos polvo en una bandeja. Mi amiga aceptó de inmediato.
“Vamos” dijo. “Esto los hará lucir menos feos. Anímate”.
No sé cuánta de esa cosa me metí. Tampoco puedo recordar cuántos de ellos se divirtieron con nosotras. No puedo recordar ni el nombre ni el rostro de ninguno. No puedo recordar cuántas horas pasé con las piernas separadas o con el trasero al aire. Sólo puedo recordar esa sensación de mareo, como si hubiera estado metida en un tornado por mucho tiempo.
Imagina lo que quieras que haya pasado esa noche.

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“Quiero tener un hijo tuyo” le digo al oído, suavecito. “Quiero que me embaraces”. Lo aprieto con las piernas.
Cierra los ojos y tensa los hombros. Es como mirar una burbuja que se infla hasta explotar en un grito. Revienta dentro de mí. Se queda unos segundos mordiéndose los labios y luego se deja caer a un lado.
“Me gustas mucho” murmura, acariciándome un pecho.
Miro el techo y escucho su respiración. Espero hasta que todo el calor que llevo en el cuerpo se calma, hasta que las piernas me dejan de temblar.
Se pone de pie y camina hasta el tocador, abre la mochila y saca una bolsa con sandwiches y una botella con agua de limón. Le da un trago y después me la ofrece.
“¿Cuándo vas a volver a verla?” pregunta con la boca llena.
“No sé. Tal vez mañana”.
Quiere que se la presente. Muchas veces me ha dicho que le gustaría hacerlo con nosotras, pero nunca va a tener el gusto. Lo sabe. Nunca va a tener la oportunidad de decirle que es más her­mosa de lo que ha imaginado.
Se acerca y se sienta a mi lado, me alcanza un poco de papel higiénico. Le doy las gracias y camino hasta el baño.
Le he contado esta tantas veces, que desconozco el número exacto. Siempre la estoy haciendo más larga o más corta, más de­tallada o más escueta. Cada vez digo nuevas cosas, pero también elimino las partes que no le gustan.
Mientras me lavo, él me grita desde la habitación.
“¿Van a volver a usar las bolas chinas?” Dice. “¿Van a practicar un poco de fisting?”
“Claro que sí, mi amor”.
La verdad es que no sé de qué me está hablando. No sé qué son las bolas chinas ni el fisting, ni muchas de las cosas que le he contado, pero le digo que sí. Siempre le digo que sí. Lo hago por­que nunca me he sentido mejor que cuando estoy en sus brazos, mintiéndole mientras hacemos el amor.
Nos volvemos a acostar muy juntos, acariciándonos mientras la tarde se va disolviendo en nuestras manos, igual que el fuego en una cerilla.
Se acerca a besarme los párpados.
“Quiero que me vuelvas a contar todo. Por favor, muñeca” su­plica en un susurro, acariciándome la oreja.
“Sólo dame unos minutos para recuperarme, nene”. Le beso la mano.
Mientras cierro los ojos, voy pensando en la siguiente histo­ria.