miércoles, 26 de diciembre de 2007

Sólo para mí

Gabriel aprieta los botones del control remoto una y otra vez, deslizando la otra mano sobre el descansa brazos del sillón. En el televisor, las imágenes pasan unas tras otras. El sonido del chzz, chzz inunda la habitación.

-Maldita sea. ¿Puedes dejar de hacer eso?-, dice Pamela.

Gabriel la mira, y luego regresa a la televisión.

Chzz, chzz.

-¿Es que no puedes hacerme caso? ¿Cuándo vas a ayudarme con la casa? Mira. La ropa tirada por aquí y por allá. Calcetines arriba del televisor. Camisas sobre el ventilador. Las toallas mojadas en el pasillo. Y los platos... los platos llevan ahí más de cuatro días. ¿No puedes hacer algo?

Gabriel mete la mano al platón de frituras, toma unas cuantas y se las echa a la boca. Mastica con fuerza, haciendo todo el ruido que puede. Luego se chupa los dedos.

Pamela se acomoda a un lado. Se lleva la mano al bolsillo trasero del pantalón y toca el documento que lleva guardado desde ayer. Mete un dedo y lo toca, pasando la yema por la orilla, suspira, pero no lo saca.

-¿Te has dado cuenta que yo hago todo en ésta casa? ¿Y qué haces tú? Nada. Nada más llegas a sentarte frente al televisor. ¡Yo también trabajo! Y aún así, aquí me tienes, de tu tonta, preparándote la cena.

-Mmmmmm.

Chzz, chzz.

-Nunca pensé que fueras así-, dice Pamela, cruzando los brazos y apretando los labios. –Eres... horrible.

Se pone de pie y camina hasta la cocina. Prende un quemador, pone encima la sartén, abre el refrigerador y saca dos trozos de carne. Luego pone algo de aceite de oliva, condimenta la carne con un poco de ajo en polvo y salsa inglesa, y la echa al sartén.

-¿No quieres saber cómo me fue hoy?-, dice Pamela sin voltear a verlo.

-Después... deja que termine mi programa.

Y ella voltea la carne arrojándola de nueva cuenta sobre el sartén. El aceite brinca por todos lados, haciendo shhh. El humo comienza a llenar la cocina.

Pamela corta un jitomate y unos trozos de queso panela. Los coloca cuidadosamente sobre el plato, formando una flor. Después sirve algo de Coca Cola en un vaso y le pone hielos.

Chzz, chzz.

Al final, coloca el trozo de carne cocida sobre el plato y le pone un pan al lado. Se lo sirve a Gabriel en su mesita de cama, mientras él sigue con el control remoto.

-Nunca me haces caso... nunca me agradeces-, dice ella.

Y Gabriel mastica, mastica. Traga y traga. No aparta la vista del televisor.

-¿Sabes qué? Ya estoy harta de ti y de tu holgazanería. Mírate. Ni siquiera te mueves, ni siquiera me miras cuando te estoy hablando...

Gabriel la mira un segundo, y luego sigue comiendo.

Pamela se muerde los labios, le tiemblan las manos, y antes de que se le escape una lágrima, sale corriendo al cuarto. Saca una maleta de abajo de la cama y comienza a llenarla con pantalones, playeras , suéteres y ropa interior. Mete todo con rapidez, arrojándolo con fuerza, apretando la boca. Y de un tirón cierra la maleta.

-Tres años... tres años siendo su esclava y... ¿Así me paga?-, dice para sí.

Se cuelga la maleta en el hombro y sale del cuarto. Mientras camina, sobre el mueble del pasillo mira la copia del periódico de hoy. Pamela se detiene y lo toma; Lo extiende sobre la mesita y lo abre por la parte de los resultados de la lotería. Luego saca el documento que carga en el bolsillo desde el día de ayer, y compara sus números con el número ganador. Mira a Gabriel frente al televisor, mira el departamento desordenado, la ropa tirada, los platos sucios. Mira el número de su billete y el número ganador.

Iguales.

Entonces dice en voz baja:

-...Ni modo, será sólo para mí...

Y guarda el billete en el bolsillo.

Pamela camina rápidamente hasta la puerta, sin mirar a su novio, sonriendo con los labios apretados, y sale del departamento dando un portazo.

Gabriel la mira, pero sigue apretando los botones de su control remoto, una y otra vez, mientras mastica un trozo de pan.

Chzz, chzz.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

EL GOLPE MAESTRO

Por la tarde, al llegar a casa, Viridiana deja la mochila a un lado de la puerta y se pasa sin saludar a nadie; no quiere que noten lo que ha hecho.

Camina hasta el jardín y le sirve unas cuantas croquetas al perro, que salta de un lado para otro, ladrando, moviendo la cola sin parar. Viridiana se acerca y le pone el plato cerca de las patas.

Ella permanece en cuclillas escuchándolo morder los trozos de galleta, mirando las estrellas, con las manos metidas entre las piernas. Luego se levanta y sacude sus palmas en el vestido.

Viridiana da una vuelta por el jardín, oliendo el aroma del pasto humedecido, pasando los dedos con suavidad por entre las rosas en botón. Piensa en los hombrecitos de la luna, en las sombras que se escapan, en comprarse un casco de astronauta. Piensa en las palabras que le ha dicho Antonio hoy por la tarde; “No te preocupes, nadie lo va a saber”. Y que luego la abrazó y la besó.

Cierra los ojos antes de entrar a casa, respira hondo y recorre la puerta de vidrio, esperando que nadie sepa lo que hizo.

-Hola, muñeca- dice el Abuelo-. ¿Cómo te fue en la escuela?

-Bien- contesta ella-. Bien –e intenta no temblar-.

-Ya está lista la cena- dice Mamá desde el otro lado del pasillo-. Vayan sentándose.

Las piernas de Viridiana le hormiguean, ni siquiera ha notado el olor a huevos ahogados y frijoles. Tampoco ha notado el olor a pan tostado y mantequilla. Camina hacia el comedor y siente que lo hace con lentitud, como si alguien le estuviera deteniendo el cuerpo, como si estuviera caminando en el fondo de una piscina llena de lodo.

-¿Pasa algo?- dice Papá.

-No, nada- contesta ella-. No pasa nada.

Las sillas se arrastran, los platos y cubiertos son chocados entre sí, el agua cae dentro de los vasos. Pero Viridiana sólo escucha el sonido de sus dientes al castañear, y el tic-tac del viejo cucú al otro lado de la habitación. Mantiene la mirada fija en el mantel. Piensa en Antonio, en lo que hicieron.

Mamá la mira entrecerrando los ojos, con el tenedor a medio camino, y dice:

-Tú tienes algo.

-¿Yo?

Viridiana tiembla un poco y le da miedo pensar que alguien lo pueda notar. Todos en la mesa tienen los ojos puestos en ella.

-Claro. No has tocado tu cena.

Eso.

-Es que... un amigo me invitó unos tacos al salir de la escuela. No tengo hambre- el corazón de Viridiana da brincos.

-Pues me hubieras dicho eso antes. Si quieres, puedes irte.

-Gracias mamá. Permiso. Buenas noches a todos.

Y aguanta la respiración hasta tomar de nuevo su mochila y llegar a las escaleras.

Mientras sube a su cuarto siente que los colores le regresan, que puede volver a la vida. La sensación de asfixia comienza a abandonarla. Nadie ha notado nada, o al menos eso espera. Se ha salido con la suya. Viridiana aprieta las piernas y sonríe.

Cierra la puerta de su habitación y pone el seguro. Tira la mochila a un lado. Luego se quita el vestido y la ropa interior. Se mete al baño y prende la regadera. Se detiene a escuchar el sonido de su corazón calmándose. Y vuelve a pensar en las palabras de Antonio.

Antonio...

Se mete a la regadera y el agua desciende por su cuerpo, relajándola mientras se limpia con el jabón. Sabe que después de esto ya no quedará nada que la pueda delatar. Ya nadie se dará cuenta que lo ha hecho. Ni mamá. Dieron el golpe maestro. Todo ha salido según lo planeado.

Espera mañana no arrepentirse de lo que ha hecho.

Sale de la regadera y se seca el cabello, se pone el pijama de franela y deja prendida la luz de su lámpara de cabecera. Abre uno de los cajones y saca una pastilla, se la toma, y después saca un cuaderno y un lápiz. Se acuesta boca abajo, moviendo los pies en el aire. Piensa en ese momento inmortal, en comprarse un traje de astronauta. Y escribe hasta quedarse dormida.

lunes, 10 de diciembre de 2007

MELANCÓLICA NOCHE ILUMINADA POR LA LUZ DEL ALMA


Manuel vuelve a escupir sobre el balde de acero inoxidable. Escupe un pedazo de sangre y flema, tiene una ulcera sangrante. No sabe cómo ha llegado a la cama, mucho menos quién le ha cambiado la ropa y colocado la bata. Todo huele a cloro, a alcohol; Manuel tiene sed.

“A la gente le gusta escuchar cosas que la hagan feliz, no insultos” dice la voz como un eco que suena por todo el cuarto. “A usted sólo le interesa su mundo privado”. Poco a poco las imágenes se van aclarando.

El doctor le había dicho, desde hacía tiempo, no puede recordar cuanto, que dejara de beber. Pero a Manuel la advertencia no le había importado.

-¿Quiere ver a un cura?- dice la enfermera.

-Dios me libre.

Manuel se lleva la mano a la boca, como un reflejo basado en la costumbre, y se da cuenta que dos de sus dientes, los de adelante, están rotos. Luego, mientras sigue explorando su cara, se percata que también su nariz está en mal estado, ligeramente sumida del lado izquierdo.

-¿Qué me pasó?

-Una pelea- le contesta en forma descortés la enfermera. Manuel comprende de inmediato. Luego, mirándose, descubre que su brazo derecho está enyesado, desde el codo hasta la punta de los dedos. Lanza un suspiro.

-Entonces quiero un trago.

La enfermera no responde, sólo da media vuelta haciendo ruido con sus tacones, cerrando la puerta al salir. Pero deja encendida una luz tenue que baña el cuarto de azul.

Sus labios, blancos y secos, le lastiman. Tiene sed, aunque no puede beber una gota más. Desde hace años que se ha convertido en un animal que se mantiene exclusivamente de alcohol. Ahora, al parecer, ha tocado fondo.

La noche es silenciosa. El estómago le duele. Ha llegado a aceptar como su único modo de distracción ponerse a contar las gotitas de suero que caen dentro del tubo conectado a su brazo.

Fue en ese momento, en el de mayor quietud, cuando todo comenzó...

La piel de su pecho se tensó en un segundo, jalándose hacia los lados, pegándose a los huesos. Manuel da un brinco sobre la cama. El pecho le cruje como las tortillas duras. No tiene ganas de gritar, ni de llorar; tampoco quiere llamar a la enfermera. Conforme la piel se tensa le van apareciendo unas pequeñas bolas en todo el cuerpo, bolas iguales a burbujas, como si su carne estuviera en ebullición. Manuel mira esto como algo ajeno, como si no fuera su cuerpo el que estuviera sufriendo los cambios.

Con esfuerzo se recuesta sobre su lado derecho, sólo para volver a escupir un trozo de sangre y flema. Y le llega un acceso de tos que amenaza con ahogarlo. “Si tan solo me dieran un trago, una cubita”, piensa, “seguramente todo mejoraría”.

El pecho le truena como trozos de pólvora. La piel se le rompe, igual que un trozo de cartón duro y viejo.

De las fisuras que aparecen escapan rayos de luz blanca muy brillante. Con cada nuevo crujido hay otra fisura que deja escapar luz, como si fueran olas, al techo de la habitación. Y más y más, hasta convertirse en una cascada y después en un lago de luz. Llega el punto en que todo el cuarto resplandece como el interior de una lámpara.

Ahí se encuentra Manuel, como una fuente, emanando luz por cada abertura de su cuerpo.

La piel se le cae, desde los hombros hasta los pies, igual que una tela resbalando por la orilla de una mesa. Luego escapa de golpe todo lo que hay dentro. Poco a poco la luz se va atenuando, igual que el crepúsculo, y la penumbra regresa a la habitación. Manuel tiene un cuerpo nuevo.

Se sienta sobre la cama. De vez en cuando una chispa de luz le brota de encima. Mira sus manos y ve que ya no le duelen; se siente feliz, como no lo ha estado desde niño. Una sonrisa le nace. Con la planta del pie toca el suelo frío. La sed ha desaparecido. Sobre la cama queda su vieja piel, igual que una sábana arrugada. Entonces, cuando se pone de pie, comienza a sentir un dolor en la espalda, no al centro sino a los lados, a la altura de los omóplatos. Su espalda se rasga, dejando salir dos grandes alas.

-¡Esto no puede ser!- dice Manuel en voz alta-. Esto no me puede estar pasando.

Las alas se sacuden dos veces, espabilándose, hasta quedar completamente abiertas. De punta a punta son casi del largo del cuarto. Y luego, de manera involuntaria, Manuel comienza a elevarse, atravesando el techo y los otros pisos, yendo más allá.

Mientras asciende piensa en todo lo que deja atrás, en lo mal que habían salido las cosas, en sus penas y fracasos, en sus amores, en lo que deja sin terminar. “Ahora”, promete, “con esta nueva oportunidad, voy a hacer todo mucho mejor”.



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A la mañana siguiente la enfermera encuentra el cuerpo sin vida de Manuel, tal y como lo había dejado la noche anterior. “Muerte por múltiples contusiones traumáticas y hemorragia interna” escribe en el reporte.

-Estas cosas suceden todos los días con los borrachos, más cuando son busca pleitos- dice en voz baja, mientras le da vuelta a la llave que cierra el contenedor con el cuerpo inmóvil.

Dentro de los bolsillos de su bata deja caer la cruz de oro que le ha arrancado del cuello. Y vuelve al trabajo, haciendo resonar sus tacones por los pasillos silenciosos del hospital.

lunes, 3 de diciembre de 2007

LOS CAMPOS VACÍOS QUE LLEGAN HASTA EL INFINITO

El fondo del retrete. Rojo. Lo sé porque puedo verlo de cerca. Estoy vomitando sangre. Roja y espesa sangre. Me llevo la mano al estómago y siento una nueva arcada, me doblo, dejo que todo salga. Maldito Sansón hijo de perra.

Rosario, mi cuñado y yo estábamos sentados a la orilla de la puerta, mirando el campo iluminado por la luz de la luna, cuando los disparos comenzaron.

El primero se escuchó lejos, como cuando escuchas las fiestas del pueblo desde un cerro. Sólo un tronido y el eco, luego uno de los cristales reventó.

-Maldita sea- dijo mi cuñado tapándose la cabeza-.

Tomé por la mano a Rosario y le pedí que entrara a la casa. Luego otro disparo, y otro. Uno rompió el foco de la entrada, el otro se clavó en la pared.

-Qué pasa?

-Ni idea... ¿Tienes un arma?- dije-.

-Arriba, en la habitación. Gloria sabe donde está.

-Ningún hijueputa me dispara así, nomás porque sí.

Adentro estaban todos en el suelo, algunos bajo la escalera, otros detrás del librero, algunos escondidos en la cocina. Rosario les había dicho que lo hicieran. Afuera los disparos seguían. Le pedí a mi hermana que trajera el arma.

Cristina y Susana estaban bajo la mesa, tomadas de la mano, apretando los labios y conteniendo una lágrima. Los demás también se habían ocultado. Corrí hasta las escaleras y le quité a Gloria el arma de las manos.

-Ahora busca un lugar en donde esconderte. Yo arreglo esto.

Hasta ese momento no había notado las luces del automóvil que se acercaba por el camino. Salí por la puerta de atrás dando un rodeo, agachándome para que nadie me viera.

-Raúl. Sal a dar la cara- gritaba desde la oscuridad una voz que no conocía-.

Forzando la vista alcancé a distinguir dos siluetas. Personas con brazos que apenas les llegaban a la altura de la cintura y piernas gordas y cortas. Ambos caminando hacia la casa, tambaleándose. Pequeños. Uno de ellos llevaba un arma en la mano.

Revisé el barril del revólver. Tenía cinco tiros. Tres más de los que necesitaba. Mala suerte para ellos.

-¿Dónde estás, hijo de puerca?- gritó el enano del arma-.

Raúl, mi cuñado, es un buen tipo, pero la gente con la que suele rodearse no lo es tanto.

-¿Sansón? ¿Eres tú?- gritó Raúl-.

Mientras estaba recargado en la pared sentí unos dedos que me tocaban el hombro. Di la vuelta y miré el rostro de mi hermana. Solté un suspiro llevándome una mano al pecho. Casi le pego un tiro.

-¿Conocen a ese tipo?- le pregunté después de recuperar el aliento-.

-Es Sansón- dice mi hermana-. Era el chef de “La Mentirosa”. Lo despedimos ayer.

-¿Por qué lo despidieron?

-Porque era un completo dictador con los meseros. Un Hitlersito. Nadie lo quiere. Mira nomás cómo viene. Está loco.

-¿Te importa si le meto un tiro?

-La verdad no, pero no quiero tener problemas. Es el día de mi boda.

Cada vez podía distinguir mejor a los dos enanos. Ambos traían pantalones de mezclilla y chamarras de cuero; sombrero y playeras blancas. Completamente ebrios. Arriba, las estrellas y la luna iluminaban el campo y la casa, mis ojos ya se habían acostumbrado a la noche.

-Ahora sí, cabrón. Vengo a que repitas todo lo que me dijiste ayer-dijo Sansón-.

-¿Qué te pasa, imbecil? ¿Te das cuenta de lo que haces?- contestó mi cuñado-.

Me acerqué por la parte de atrás, sin hacer ruido, escondiéndome entre los automóviles. Pude ver a los dos enanos a unos cuantos metros. Pude ver a mi cuñado escondido detrás de uno de los pilares. Pude ver a varios de mis amigos asomar de forma temerosa la cabeza por las ventanas.

-Nadie humilla a Sansón y se va tan feliz a su casa- disparó al aire, tambaleándose-.

Ese maldito complejo de inferioridad que tienen algunas personas...

Me acerqué despacio, conteniendo la respiración, y le clavé la pistola en la oreja al otro enano.

-¿Matar a un tipo como tú es pecado o es sólo medio pecado?- le dije al oído, apretando los dientes-.

-Sansón, ayúdame- temblaba el pequeñín-. Yo te dije que no viniéramos.

-Le hubieras hecho caso a tu amigo, Sansón- dije-.

Sansón se dio la vuelta y alcancé a leer la leyenda en su camiseta; “Nueve de cada diez mexicanos son más feos que yo, nena”. Miré el arma que traía en una mano y la botella que traía en la otra.

-De dónde salieron ustedes, de un circo?- pregunté-.

Sansón me apuntó y disparó.

Clic.

Clic-clic.

-Ja. El tonto se quedó sin balas- dijo mi cuñado saliendo de su escondite, corriendo en nuestra dirección con el puño arriba-.

-Espera, espera- dijo Sansón cubriéndose la cabeza con sus manitas-. No me lastimes.

-Hijo de puta. Mira el susto que nos metiste. Pudiste lastimar a alguien- lo tomó por los cabellos, dándole la vuelta-.

-Discúlpeme, patrón. Usted sabe que no era mi intención.

-¿Te das cuenta que estás arruinando mi boda?

-¿Boda?- preguntó Sansón- Yo no sabía que hoy era su boda.

-Lo sé... es que quería que todo fuera una sorpresa. Pero no por eso tienes derecho a venir a mi casa echando tiros.

Raúl le quitó el arma de las manos. Revisó el interior de la pistola. Nuestros amigos comenzaron a salir de la casa con cautela, mirando en todas direcciones, como si no pudieran creer que ya todo hubiera terminado. Yo solté al otro enano.

-Patrón, discúlpeme- Sansón abrazó la pierna de mi cuñado-. Pero es que no puedo quedarme sin trabajo. Tengo un hermano y una madre que alimentar. Entiéndame.

-Sí, discúlpenos patrón- el otro enano se abrazó de la otra pierna-. No era nuestra intención.

Gloria también se acercó para abrazar a Raúl. Durante un rato, los cuatro se quedaron ahí, juntos, bajo el frío de una noche de noviembre. Yo con el revólver en la mano.

-Mejor discutamos esto adentro- dijo mi cuñado-. Se me están congelando los pies.

Sobre la mesa estaban la botella de tequila, el jugo de tomate, los vasos, los limones, un cenicero y dos cajetillas de cigarros. Todo lo que necesitábamos el Sansón mi cuñado y yo para seguir festejando. Nos sentamos en silencio, mirando más allá del ventanal de la cocina, hacia los campos vacíos que llegan hasta el infinito.

-¿Ahora sí vas a tomar conmigo toda la noche o te vas a quedar dormido a la tercera, cuñado?- dijo Raúl-.

-Yo soy quien te va a dormir- lo señalé con el dedo-.

-Momento- dijo Sansón- yo soy quien los va a dormir a ustedes dos, niños.

Rosario se sentó a mi lado y me tomó la mano por debajo de la mesa. Me la apretó sonriendo. Yo me sentí miserable por no poder ofrecerle nada mejor, por no ser una buena persona.

Ahora que son no sé que horas de la madrugada me abrazo del retrete y dejo que todo lo que me he metido en el estómago salga. Rojo como la sangre. Duele. Siento el sabor del tequila y el jugo de tomate. Me abrazo al retrete y maldigo a Sansón, el hijo de perra que me puso a beber de esta manera.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Deseo




Muy pocos saben que Susana no es feliz. Repartir volantes a la salida del metro no es su idea de vida. Sonríe porque le pagan por hacerlo. Regala los papelitos y las muestras de shampoo porque no le queda de otra. “Maldita sea” suele pensar mientras aprieta la mandíbula, “ese anuncio decía; solicitamos demo-edecán. ¿Qué es esto? Me están desperdiciando”.

Se acomoda el pantalón después de agacharse, luego reparte más volantes. La gente sale de la estación, toman lo que ella les pone en la mano casi sin darse cuenta, luego desaparecen. Así se le van las horas, entre sonreír y ocultar la vergüenza que siente por estar de pie a media calle, como si fuera un animal exótico en exhibición.

El sonido de una cámara la saca de sus pensamientos.

Delante de ella un hombre moreno, con la cara marcada por la viruela, sostiene un teléfono con cámara digital.

-¿Pero qué le pasa?- dice ella-. Viejo pervertido.

-Eres muy hermosa- el hombre toma otra foto.

-¿Quién le ha dado permiso de hacer eso? Voy a llamar al supervisor para que le de su merecido. ¡Fabián!

El hombre se lleva la mano al bolsillo y saca una tarjeta. Luego la extiende por delante. Susana no sabe qué hacer.

-Mejor llámame. Yo puedo cumplir tus sueños- dice-.

Susana lo mira con los ojos entrecerrados. Muchas veces se ha topado con hombres de ese tipo, pero nunca con uno que estuviera así de loco, que la mira directamente a los ojos como si supiera que ella fuera a aceptar.

-¿Y porqué debería llamarle?- dice Susana-.

-Porque todo esto- dice el hombre moviendo una mano en el aire- es demasiado pequeño para ti. Tú buscas algo más grande y yo puedo dártelo.

-Pero si no nos conocemos. Nunca antes lo he visto.

-No te creas, pequeña. No te creas.

Susana toma la tarjeta con cuidado. Permanece de pie, dejando que el viento juegue con su cabello. Su mente se encuentra en otra parte, soñando con algo diferente. Y antes de que pueda darse cuenta, el hombre ha desaparecido entre la multitud.

Susana levanta la tarjeta y lee un nombre, luego un número telefónico. Fabián, el supervisor, llega y le pregunta si todo está bien. Ella le dice que sí. Que todo se encuentra bien. Luego mira en dirección de la gente; Nunca antes se ha sentido así.

lunes, 26 de noviembre de 2007

La hoja de vidrio reluciente


La hoja de vidrio se desliza sin hacer ruido. Se desprende de la ventana en un décimo piso y cae sin que nadie lo note. Completa, rectangular, sin que alguien la hubiera tocado. Destellos como chispas aparecen por aquí y por allá, reflejos de sol que dan la idea de querer sostenerla, que parecen querer parar el tiempo. La hoja baja a toda velocidad. Limpia. Silenciosa.

Juan Pérez camina con las manos en los bolsillos. No siente el sol que le quema la espalda, ni el incómodo sudor que le baja por la frente y las mejillas. Tampoco presta atención a la suela rota de su zapato o al dolor que tiene en el estómago a causa de que no ha comido. Camina mirando el suelo, pateando piedras, aunque de vez en cuando mira a alguna que otra persona que pasa a su lado. Las mira y piensa que seguramente han de tener un buen trabajo, una gran casa y dos pequeños hijos que las esperan para jugar con la mascota. Piensa que seguramente han de tener una buena vida y una buena cuenta en el banco. Aprieta los puños. Siente envidia.

Juan sabe que si no logra llevar algo de dinero a casa para fin de mes terminarán echándolo del departamento. Necesita cualquier cosa, aunque sólo sea la esperanza de obtener un empleo. Ya no sabe qué otra excusa inventar para evitar los encuentros con el casero.

Se detiene a la mitad de la banqueta, mueve las manos dentro de los bolsillos y siente las llaves de su casa. Los autos pasan a toda velocidad por la avenida, indiferentes, y la gente lo franquea y lo ignora, cada cual metida en sus propios pensamientos. Bajo el brazo siente el peso de su gastado portafolio de cuero, en el que lleva todo ese montón de solicitudes sin entregar. Piensa que el mundo se mueve agradable para todos menos para él.

A pesar del día soleado, Juan se siente triste.

La hoja de vidrio cae sin hacer ruido, Juan ni siquiera la nota. La hoja lo golpea primero en la cabeza, vertical, y luego lo parte exactamente por la mitad, con la precisión de una espada samurai. Su rostro y pecho caen hacia delante y su espalda y nuca hacia atrás, en silencio. Luego el vidrio explota en cientos de trozos pequeñitos, como fuegos artificiales que se riegan por toda la acera. Los autos se detienen y las mujeres gritan. Ya no existe el tiempo. El cielo ha dejado de tener color.

jueves, 22 de noviembre de 2007

Un apunte en mi cuaderno

La noche que explotó la bomba a la mitad del patio y todos esos pedacitos de roca cayeron como una lluvia sobre tu cabeza, fue cuando mi vida comenzó a ir hacia abajo. Se había muerto para siempre la música del piano y el sonido de los pájaros que vivían muy cerca de la puerta de la cocina. Tu vestido lleno de sangre. Yo corriendo entre los escombros, levantando piedras, gritando tu nombre. La guerra nos había alcanzado.

El hombre de la ambulancia dijo que todo iba a estar bien, que por suerte los golpes no eran graves. Dijo que con un poco de descanso era suficiente. Por suerte no viste todo lo que yo vi. Las demás casas, no sólo la nuestra, se habían venido abajo. La nube de polvo apenas me dejaba ver más allá de unos cuantos metros. Los muros partidos por la mitad, los trozos de techo regados por todas partes. Una vecina lloraba sentada en el filo de la banqueta, sus pies estaban descalzos. Los rescatistas tratando de sacar los cuerpos. Tú respirando con dificultad tras una mascarilla.

Aún recuerdo tu rostro iluminado por la tenue luz de la bombilla en ese cuarto. Recuerdo tus manos sosteniendo el revólver, el brillo en tus ojos. Recuerdo el olor a sudor, el olor a frijoles echándose a perder, la cinta rosa que te sostenía el cabello en un moño. Recuerdo tus botas pisándole la entrepierna, la manera en que apretabas la quijada después de insultarlo. Recuerdo que él te llamó revolucionaria y tú le disparaste en un dedo del pie. Yo lo hubiera matado pero tú no me dejaste hacerlo.

Comenzamos a dormir debajo de los puentes, a la orilla del mar, en alguno que otro hotel barato que encontrábamos. Todos nuestros amigos se habían ido mucho tiempo atrás, sólo nosotros quedábamos. Me dijiste que querías ir a México. Yo te dije que aún debíamos esperar un poco más. Dormíamos tomados de la mano, abrazados, sintiendo los latidos del corazón del otro. Noviembre siempre fue muy cálido mientras estuvimos juntos.

Nunca fuimos revolucionarios, eso bien lo sabes. Tampoco estuvimos del lado del gobierno. A nosotros nos gustaban los colores del agua en el río, la frescura de tomar un baño por la mañana, mirar el sol aparecer por detrás de los cerros. Nos gustaba estar juntos y jugar a que éramos los buenos de la película. Usábamos sombrero y nos movíamos en un viejo mustang que había sido de mi padre. Vaqueros. No creo que lo hayas olvidado, aunque yo ya he empezado a hacerlo. Por eso estoy escribiendo estas líneas en mi cuaderno.

miércoles, 21 de noviembre de 2007

C.1, UH 23, E-1, d103

José Luis compra pan de dulce, bolillos y tres litros de leche antes de llegar a casa de sus suegros. Toca la puerta dos veces –tres molestaría- y lo recibe Alejandra, su novia, con los brazos cruzados.

-Llegas diez minutos tarde- dice.

José Luis baja la cabeza sin hablar y entra.

Alrededor de la mesa ya están sus dos cuñados, su cuñada, la sobrina y su suegro. El comedor huele a frijoles y huevo. Todos miran a José Luis.

-Hasta que llegas, cuñadito- dice Roberto. –Trae pa´cá.

Cuando los mira, José Luis piensa en una jauría de perros luchando por carroña. Vomitaría, pero no trae nada en el estómago.

-Siéntese, joven- le dice la suegra. –Ándele. Merezca. Ya sabe que está en su casa.

José Luis jala un banquito y se sienta en un hueco a la esquina de la mesa. Se sienta derechito, sin hacer gestos, y espera. La suegra se acerca y coloca un plato frente a él. Le pone una cuchara a la derecha.

-¿Va a cenar con nosotros?- dice.

-Está bien, señora. Muchas gracias.

Le sirve un puño de frijoles y otro tanto de huevos revueltos con jamón. José Luis mira hacia un lado y el otro; sus dos cuñados, su cuñada, la sobrina y el suegro, igual que su novia, tienen la nariz metida en el plato. Le disgusta el sonido de los cubiertos al chocar con la vajilla.

José Luis come lento y sin hacer sonidos. Al terminar se limpia la comisura de los labios con una servilleta, luego la dobla y la pone a un lado.

-Yo quiero la oreja.

-Yo quiero la piedra.

-A mi déjenme la concha.

Todos meten las manos a la bolsa. Las morusas brincan por aquí y por allá.

-Lástima- dice Roberto. –Ya no te quedó pan dulce. Pero hay mucho bolillo.

-No importa- dice José Luis. –Ya me llené.

Y baja la mirada.

La sobrina, una chica morena y de cabello rubio, se pone de pie para levantar los trastos.

-¡Niña!- dice la cuñada. –Ponte algo. Esa ropa que traes está muy chiquita.

La sobrina tuerce la boca y contesta;

-Pero mami…

Y se inclina para recoger los platos. José Luis la mira con discreción. La sobrina lo descubre. Y sonríe. A José Luis se le acelera el pulso. Y siente una mano que lo toma por el antebrazo.

-Tengo que hablar contigo- dice Alejandra, su novia, llevándolo a la sala. – Quiero saber si me puedes prestar un poco de dinero, porque… ¿sabes? Mañana tengo unas entrevistas de trabajo. Tú sabes cómo es eso. El pasaje, fotocopias, todo…

En realidad José Luis ya lo ha olvidado, pero se lleva la mano a la bolsa y saca su cartera. Encuentra un billete de cien y uno de veinte. Saca el de cien.

-Gracias, mi amor. Vas a ver que ahora sí ya consigo trabajo.

Más allá escucha a su cuñado hablando por teléfono.

-Si, güey. No mames. El estupidito ese quería pagarme cien pesos por día. Que no mame. ¿Quién cree que soy? ¿Un criado?

Se rasca la entrepierna y se huele los dedos.

José Luis prefiere caminar hasta la puerta. Antes, se despide de todos. Les dice que ya es tarde y que no quiere importunar. Que otro día será. Se detiene en el primer escalón de la entrada. El viento sopla frío. Baja la mirada y dice;

-Mi amor… ¿me das un beso?

Alejandra sonríe con los labios apretados, inclinando la cabeza para un lado, y luego lo besa con rapidez.

-Adiós- dice.

Y cierra la puerta.

La primera gota de lluvia cae en el rostro de José Luis. Tiene que apurarse si quiere llegar a casa antes que caiga el chaparrón. Le preocupa encontrar transporte. Se mete las manos a los bolsillos y se da cuenta que no le preguntó a su novia si mañana se verían. Levanta el puño, pero a final decide no tocar la puerta.

sábado, 17 de noviembre de 2007

Mente maestra

Todos los días se levanta a las siete de la mañana, se mete las pantuflas, camina hasta el baño y orina, se lava las manos y la cara, luego va hasta la cocina, se prepara un tazón de cereal y así, con la boca llena, abre su lap top y la enciende.

Antes de comenzar a escribir coloca el reloj de cocina en una hora y se termina el cereal. Se ha propuesto ser un escritor, y lo va a lograr a cualquier costo. Se ha puesto como meta escribir durante por lo menos sesenta minutos al día, valiera o no valiera la pena lo escrito; llegara o no llegara la musa.

En ocasiones la hora transcurre sin ninguna idea. Suena el reloj y de inmediato se siente liberado. Pero hay otras ocasiones en que la inspiración lo golpea con fuerza y puede estar escribiendo durante dos o tres horas. Días en que ni siquiera escucha la chicharra.

Pero hoy era una de esas mañanas en que ninguna idea había llegado. Tic tac, tic tac. Y sonó el reloj. De inmediato apagó la computadora, la metió en un cajón, se puso la chaqueta y salió a la calle. No disfruta el sentimiento de frustración.

Llegó al hospital cerca de las once. La puerta de entrada se abrió y el aroma a cloro lo golpeó en la nariz. Un hombre dormía en el suelo, las enfermeras platicaban, una mujer trapeaba el pasillo. Mostró el pase de entrada y caminó hasta el segundo piso, hasta la cama 32, sin mirar a nadie más.

El tío aún estaba dormido, o eso parecía. Enfermo de un mal que nadie conoce. Desahuciado. Conectado a una maquina y con varios tubos metidos en las venas. La luz apenas entraba por la ventana. Las flores se marchitaban.

Se sentó a un lado y sacó un pequeño cuaderno del bolsillo. Lo abrió por la mitad y comenzó a leer en voz alta unas ideas que se le habían ocurrido en el camino. Leyó durante veinte minutos. Leyó hasta que el tío se despertó tosiendo con fuerza. Luego el tío le dijo que todo eso era una porquería. Que parecía un mariquita escribiendo estupideces. Que escucharlo era más aburrido que tomar un valium.

Le temblaron los labios al escucharlo.

Entonces arrancó las hojas del cuaderno y comenzó a escribir algo diferente. Comenzó a escribir sobre la vida de su tío en el hospital. Escribió apretando los dientes, hundiendo la punta del lápiz con fuerza en la hoja en blanco. Escribió durante muchos minutos, hasta que la enfermera le dijo que era tiempo de irse.

Caminó por el parque con las manos en los bolsillos. Caminó hasta calmarse, hasta que la respiración volvió a ser rítmica. Mira las hojas de los árboles y las carpas que cubren la mitad de Reforma. Se detiene a escuchar a un hombre que grita por una corneta. El hombre está subido en un pequeño templete, vestido con una camiseta amarilla. Tras él, una bandera roja con un dibujo de una hoz y un martillo.

Por unos momentos quiso compartir esos pensamientos y su lucha. Quiso ser otra persona, alguien con principios definidos y con la fuerza suficiente para defender un ideal. Quiso dormir a la intemperie y enamorarse de alguna revolucionaria. Pero pronto recordó que eso ya no era para él. Que no tenía el suficiente carácter. Su tío enfermo siempre se encargaba de recordárselo. Se dio media vuelta y se fue, dejando al hombre gritar voto por voto.

Se sentó en una banca y sacó de nuevo su cuadernito. Escribió todas esas cosas que le venían a la cabeza.

A las tres de la tarde llegó al café La Habana. Las paredes color crema, los ventanales amplios, las sillas de madera, las grandes fotos colgadas en las paredes. Dentro lo esperaba su amigo el bigotón. Se sentó y pidió un capuchino y un par de molletes.

-¿Es ciegto que te vas paga Alemania?- dijo, arrastrando la erre. Una manía que tanto le criticaba su tío.

-Cierto-, contestó el bigotón. –Pero no creas que me la voy a pasar bien. Los alemanes sólo comen salchichas ¡Con lo que odio las salchichas!

-Entiendo.

Sintió que no había mucho que decir. Llevaban tanto tiempo conociéndose que ya no hacían falta las palabras para entenderse. Comprendía que el Bigotón no estaba feliz, pero también comprendía que esa era su gran oportunidad de conseguir algo mejor. Le puso salsa a sus molletes y no habló hasta terminárselos.

-Tengo pgoblemas con una histogia- dijo. –Y tengo que entgegarla en estos días. Es paga un togneo.

-¿Sabes cuál es tu problema?- dijo el Bigotón masticando un trozo de tortilla. –Tu problema es que le quieres poner mucha crema a tus tacos cuando escribes. Eres tremendamente aburrido. Arcaico. Tus cuentos están llenos de paja. Pero no me haces caso.

-¿Y tú qué sabes? Ni siquiega escgibes.

-Entonces ¿Para qué me preguntas?

-¿Te vas a poneg en ese plan?

-¿Sabes qué? Mejor cambiemos de tema. Ya me voy y no quiero irme disgustado.

-Ggacias bigotón. Es que hoy no me he sentido bien. Me siento como si nada me estuviega saliendo. Me cuesta tgabajo escgibig.

-¿Y por qué no escribes sobre mi cuate el embajador?

-¿El viejito? Me cae mal por mamón. Se siente mucho pogque tiene un libgo que nadie ha leído. Me cae mal por que es más pgesumido que yo. Je.

-Pero es todo un personaje. Además, tiene un sobrino con unos cachetotes... parece un chancho de caricatura el muy hijo de la chingada.

-No me integesa- dijo. Y volvió a sacar su cuadernito y a deslizar el lápiz sobre las hojas. El bigotón sonreía mientras se termina su café negro.

Estuvieron unos cuantos minutos más, luego pagaron la cuenta y se detuvieron en la salida. Se dieron un largo abrazo, el último en mucho tiempo, y le deseó buen viaje. Le dijo que lo iba a extrañar. Afuera los autos pasaban a toda velocidad.

Caminando, en el parque vio a un pordiosero dándole de comer a las palomas.

Regresó a casa sin mucha prisa, respirando el aire de la ciudad y sintiendo el sol quemarle la nuca. Piensa en el cuento para el torneo, pero ninguna idea la parecía lo suficientemente buena como para escribirla. Patea los botes vacíos cuando los tiene enfrente.

Caminó de regreso por todo Reforma, pasando por debajo de los campamentos amarillos. Recordó al revolucionario de la camiseta gritando. Recordó a su antigua novia y su gusto por los caballeros andantes. Recordó el día que ella le dijo que lo abandonaba. Recordó cuando tiempo después la encontró con un tipo de cabellos largos y camisa sucia, agitando pancartas afuera de una escuela tomada. Ese día comprendió que nunca fueron el uno para el otro.

Se sentó a la orilla de la banqueta y escribió unas cuantas líneas en su cuaderno. Las ideas iban y venían. Algunas le resultaban impresionantes en un principio, pero luego le aburrían. No importaba. Cualquier cosa era buena para llenar las páginas.

Y así, con los bolsillos llenos de palabras, llegó a casa.

Prende las luces, se quita los zapatos y enciende su computadora. Saca el pequeño cuaderno y lo abre casi por la mitad. Frases. Todas las frases que había anotado en el día; un día aburrido como casi todos en su vida.

Comienza a mover los dedos por el teclado. Las palabras aparecen en la pantalla y las ideas no dejan de fluir. Escribe sobre su tío en fase terminal. Escribe sobre un revolucionario soñador que piensa en cambiar el mundo. Escribe sobre un escritor que opina que sólo los clásicos son buenos. Sobre un escritor que quiere escribir como Borges.

Se detiene para cenar un par de huevos divorciados.

Luego escribe sobre su amigo que se va a Alemania. Escribe sobre el viejo embajador. Y luego hace que ambos se vayan a mirar un partido en el mundial. Por último escribe sobre su novia, sobre todas esas tardes que pasarón juntos leyendo poesía y escuchando música de Pink Floyd. Escribe que ambos se arrojan por una ventana en un pacto de amor.

Luego firma cada uno de los textos con un nombre diferente.

Y los pone en el internet.

Y como nadie los lee, comienza a dejarse mensajes él solo.

Y así pasa la noche, hasta que ve salir de nuevo el sol.

A las siete en punto pone el cuento mañanero, luego se mete las pantuflas, camina hasta el baño y orina, se lava las manos y la cara, luego va hasta la cocina, se prepara un tazón de cereal y así, con la boca llena, apaga su lap top.

Mientras se mete la chaqueta le vienen unas preguntas a la cabeza; ¿qué sería esa página sin él? ¿qué sería sin su mente maestra? Y luego se va rumbo al hospital, pensando en las respuestas, esperando que su tío aún no esté muerto.

jueves, 15 de noviembre de 2007

En las películas

No me gusta cuando en las películas la cámara comienza a ir hacia atrás, con música suave, triste, mientras uno de los protagonistas se queda ahí sosteniendo una maleta. Me molesta aún más si eso sucede en una estación de camiones. Más si la que sostiene la maleta es una jovencita de cabellos lacios agitándose al viento. No me gusta porque me recuerda a esa tarde de noviembre en que nos dijimos adiós.

Las hojas doradas caen suavemente de los árboles al suelo. El sol también cae hacia la tierra mientras el cielo va cambiando de azul a rojo a anaranjado a azul oscuro a negro. El aroma de las lilas acompaña al viento. La sombra que hacen los edificios también va muriendo. No había notado el frío que hace en noviembre. No lo había notado hasta hoy.

Comer en algún restaurante de un centro comercial ya no es lo mismo. No es lo mismo sentarse junto a la ventana y mirar a la gente pasar cargando sus bolsas, riendo después de salir de alguna película. No es lo mismo mirar los escaparates cuando tú no estás. Ahora sólo compro discos para mí, ya no para compartirlos. Tampoco es lo mismo manejar de vuelta a casa con el asiento de al lado vacío. Ya ni los cigarros saben igual.

Leías a los clásicos, eso me gustaba. Leías a Santo Tomás, a Homero y a Voltaire. Leías filosofía y novelas de 1800. Rayabas las hojas de los libros, escribías en los márgenes. También solías olvidar los libros en cualquier parte. Después, mientras cenábamos un plato de cereal frente al televisor, me platicabas lo que habías leído por la tarde. Por ti sé todo lo que esos libros dicen, yo jamás los hubiera leído. Sabes que no leo ningún libro que haya sido escrito hace más de cincuenta años, mucho menos a los clásicos. Ahora lo hago aún menos; me recuerdan a ti.

Fruncías la cara y te tapabas las orejas siempre que veíamos fuegos artificiales explotando a la mitad del cielo. No te gustaba el olor a pólvora. No sé si ahora te guste. También reías mucho cada que dábamos una vuelta en el carrusel. Siempre buscabas un caballo azul que tuviera el rostro apuntando al cielo. Te gustaba el jugo de naranja. Te gustaban las gomitas de grenetina. Te gustaban los algodones de azúcar y las fotografías instantáneas.

En las películas, cuando la cámara comienza a ir hacia atrás, suavemente, no puedo evitar sentir un hueco en el pecho, que me falta el aire. No puedo evitar pensar en tus ojos.

jueves, 8 de noviembre de 2007

El dueño de la palabra


El profesor Koulsy Lamko nació en Chad. Habla Sara Mbay (su idioma materno), Francés, Árabe y Español. Ha vivido fuera desde 1983, y desde entonces ha establecido su residencia en 8 paises diferentes. Llegó vestido con su ropa de celebración africana. Permaneció de pie a la mitad del salón y comenzó a cantar.

Ninguno de nosotros comprendió una sola palabra de lo que había dicho. Más adelante nos diría que esa canción habla sobre él, sobre su padre y sobre el padre de su padre. Es una canción que habla sobre su pueblo y sus ancestros.

Koulsy levantó las manos, sonrió, y se presentó ante nosotros no como un escritor, sino como un gose(se pronuncia "guss", que es una variante de la palabra griot). Precisamente la clase iba a tratar sobre los gose.

El salón es pequeño. Tiene dos muros pintados de blanco y otro de color anaranjado sobre el que cuelga un pizarrón igualmente blanco. En lugar del cuarto muro hay un ventanal. El color azul profundo de la ropa de celebración africana de Koulsy, melancólico como una noche a la orilla del mar, contrasta con lo cálido del salón. Koulsy canta de pie, como si fuera una grande y ancestral roca negra.

Nos platica que en Chad la mayor parte de la población es analfabeta. Que es una gran ironía que en ese país existan escritores cuando no hay casi nadie que pueda leerlos. En Chad no hay muchos escritores. En su lugar existen los gose; hombres encargados de transmitir la tradición, que entretienen contando historias, que llevan y traen noticias de forma oral.

Koulsy se presenta ante nosotros como un gose, palabra que significa “el dueño de la palabra”.

Por las noches, en su pueblo, la gente se reune alrededor de una fogata. Cada persona que asiste lleva un trozo de madera para avivar el fuego. Se sientan a escuchar. Las personas que se paran al centro a contar lo que tengan que contar son llamados gose, porque son, al menos por ese momento, los dueños de la palabra.

Yo en este momento soy un gose. Todos los escritores somos un gose.

Para Koulsy es importante recuperar la confianza en la fuerza que tiene la palabra escrita, recuperar la confianza en todo lo que puede suceder cuando se sucede la palabra. En Chad, al no haber tratos escritos, dar la palabra es darlo todo. La palabra cuenta. Cada cosa que se dice cuenta. Los habitantes de Chad no se pueden des-decir con facilidad. Por primera vez, al escucharlo, sentí el misticismo de ser escritor.

Para mí fue increible recibir la cátedra por parte de una persona que es tan ajena a nosotros, tanto cultural como geográficamente; por parte de una persona que es tan importante para las letras africanas. La clase fue como una perla en el fondo del mar.

Fueron dos horas, aún faltan otras más, pero esta noche, al momento de regresar a casa , me voy sintiendo que lo que hago, contar historias, es mucho más grande de lo que alguna vez hubiera imaginado.

Escucho los tambores milenarios.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Prometiste escribir

Prometiste escribir sobre el silencio de la calle en esa noche, sobre la leve lluvia y el olor a tacos que tanto te desagradaba.

Escribir sobre lo mucho que te gustaron algunas partes del país, sobre lo poco que te gustó ver la convivencia que hay con la miseria. Dijiste que alguna vez harías un cuento.

Yo le escribí algunas líneas al aroma del café, al aroma de tu cabello. Escribí sobre el color de la mesa en que estuvimos, sobre el color de tus ojos. Sobre lo mucho que te deseaba.

También escribí algunas cosas que no me atreví a decir y escribí algunas otras que sé te molestó que no dijera. En las noches lluviosas como esa, te busco pero no te encuentro.

Ahora me sumerjo en la postal que mandaste, esa que no llegó a tiempo, y paso los dedos por encima de tus letras. Recuerdo los rizos de tu cabello, lo grande de tu sonrisa, la música que sonaba.

En estas noches juego con tu estrella de mar, con tu pequeña Catarina. Te leo completa de nuevo. Recuerdo todas esas cosas que nos dijimos. No he vuelto a caminar por las calles que juntos andamos; sigo a la espera de tu mano.

Recuerdo que prometiste escribir sobre ese beso que jamás nos dimos.

martes, 6 de noviembre de 2007

10 cosas que nadie sabe de mí

1.Me da pánico manejar. Tanto así que aunque viaje de copiloto siempre voy pensando en que cualquier otro automóvil se va a estrellar contra nosotros. Siempre (pero he aprendido a disimularlo muy bien).

2.Odio dormir. Si fuera por mí, permanecería despierto todo el día.

3.Me dan miedo las alturas. Siempre que viajo en avión me toca junto a la ventana y siempre termino por cambiar de lugar.

4.Tengo fobia a las concentraciones masivas de gente. No voy a conciertos ni a manifestaciones ni a discotecas. Viajar en metro a las horas pico es un calvario para mí (pero la necesecidad obliga).

5.Jamás he visto a toda mi familia reunida. Todos (tíos, primos, abuelos) viven en diferentes países.

6.Jamás me he enamorado locamente. (Traducción: nunca he llorado por una mujer ni he hecho locuras por alguna).

7.Tengo que leer mi horoscopo por las mañanas, si no no estoy tranquilo (aunque siempre olvido lo que éste dice).

8.Una vez tuve una “relación sexual casual” con la tía de un amigo.

9.Siempre he querido ser director de cine porno (Director, no actor).

10.Lloro con las películas tristes. Siempre. (Pero no dejo que nadie me vea).

sábado, 3 de noviembre de 2007

Una noche llena de monstruos

La calle estaba llena de pequeños monstruos. Frankensteins, brujas, espantapájaros, vampiros. Monstruos por todas partes caminando de la mano de sus padres. Era de noche, el viento soplaba. Los vi caminar de puerta en puerta, cargando sus calabazas de plástico llenas de dulces.

Pensaba en algo que escribir para mi blog. Pensaba en lo difícil del trafico los días de quincena, en lo largas que son las horas antes de salir de puente y en lo corto que son los días de vacaciones. Pegaba la cabeza en el cristal, cruzando los brazos, mirando a los pequeños monstruos. Pensaba en algo para escribir.

Tal vez era la hora, pero vi muchos caminando de un lado a otro, cruzando la calle tomados todos de la mano, en fila. Máscaras y sombreros, antifaces y crinolinas. La luz anaranjada de la noche.

El viento.

Las sonrisas.

El microbús avanzaba lento por las calles. No sé si sólo yo miraba a los pequeños. En la radio pasaban música de los ochenta. Hubiera preferido un poco de Moby, pero no siempre se puede tener todo. Una noche llena de pequeños monstruos.

Al llegar a casa miré la mesa con el zempasuchitl y papel picado. Las calaveritas de dulce y chocolate. Las veladoras y la foto de la abuela. Dejé las llaves y la cartera sobre el buró, me quité los zapatos y encendí el televisor. En todos los canales pasaban programas de Halloween, ninguno del día de muertos.

Me serví un poco de leche y le di una mordida al pan de muerto. Mamá había preparado varias bolsitas llenas de dulces, “por si los niños vienen a tocar” dijo. Pensé en el Mictlán, en que al día siguiente íbamos a ir a visitar la ofrenda monumental en CU. Pensé en lo mucho que me gusta el día de muertos.

jueves, 1 de noviembre de 2007

Las nubes

Las nubes; blancas y enormes contra un cielo azul. El auto se desliza por la carretera, dejando atrás árboles y campos sembrados, serpenteando por los caminos, subiendo y bajando por los montes. Dentro, Soledad toca la guitarra.

-¿No te pone triste ver todo esto?- dijo.

-¿Qué?

-Estos caminos. Tan hermosos. Me apena pensar que hay gente que no los ha visto nunca. Me entristece saber que un día moriré y no volveré a verlos.

-No necesitas ser tan dramática.

Le pedí a Soledad que sacará un poco de Ginebra y Vermouth de la guantera. Le expliqué cómo me gustaban los martinis. Ella prepara el cóctel de la mejor manera.

-¿Segura que nunca antes habías hecho uno?- dije, dando un trago.

-Segura.

-Pues tienes el toque.

Ella sonrió. Soledad decía que la mejor manera de esconder algo era poniéndolo a la vista de todos. Ella tenía labio leporino, y lo escondía sonriendo.

-¿Hace cuanto no vienes?- dijo.

-Desde el día que vi cómo bajaban los ataúdes. Nunca pensé que iba a tener la fuerza para volver.

Soledad dejó la guitarra a un lado, se acercó y me acarició el hombro y parte del brazo, suavemente. Me miraba con ojos húmedos. Las líneas del camino pasaban una tras otra, constantes, y no pude decir nada. No recordaba que el camino fuera tan largo. Seguí bebiendo.

-¿No es malo tomar y conducir?- dijo.

-Eso creo -contesté.

Soledad encendió un cigarrillo y se echó para atrás. Volvió a tocar en la guitarra esa tonada que había venido rascando desde que salimos de casa. Le pregunté el nombre de la canción.

-Road Trippin- dijo-. De los Red Hot Chilli Peppers.

-No la había escuchado. Me gusta. ¿Cuándo aprendiste a tocar guitarra?

-Hace años. En un coro de iglesia.

-Vaya. Soledad iba a la iglesia. Eso si que es noticia.

-¡Cállate!- dijo, dándome un golpe en la pierna-. Que no soy tan mala como piensas que he sido.

Nos reímos. Me gusta reírme con ella. Son mis momentos favoritos. Su risa es lo mejor que me ha pasado desde el día que aprendí a andar en bicicleta. Escucharla es como si me llovieran miles de bendiciones sobre el cuerpo. Me relaja. Cuando ella ríe, siento que nada puede salir mal.

Nos detuvimos a comer a un lado del camino. Bajamos del auto con los oídos zumbando y las piernas adormiladas. Soledad alzó los brazos y se estiró. Luego se acomodó el pantalón. Yo me puse el sombrero.

-¿Qué se te antoja?- dijo, cubriéndose del sol con una mano, frunciendo el ceño.

-Carne. Tortillas. Una salsa bien picosa.

-¿Cerveza?

-También una cerveza.

Nos sentamos afuera, sobre unos troncos puestos a manera de asientos. Levanté la carta del centro de la mesa y le di vueltas con los dedos. Soledad no dejaba de mirarme.

-No te siento muy convencido.

-La verdad es que no. ¿Por qué no vamos directo a tu fiesta? Llegaremos tarde.

-Nada de eso. Tenemos todo el tiempo.

Una niña vestida con suéter rojo y falda gris se acercó a nosotros. Soledad me arrebató la carta de las manos, la miró y luego le dijo lo que queríamos comer. La mamá nos veía desde adentro del restaurante, atrás de la cocina. La pequeña no apuntó nada, simplemente repitió las palabras de Soledad y luego desapareció tras la puerta. Mientras, yo miraba pasar los autos en la carretera.

-¿En qué piensas?

-En que nunca he ido a una fiesta de pueblo. Es más; nunca me he llenado los zapatos de tierra. Ni siquiera sé bailar. ¿Qué van a pensar de mí?

-No van a pensar nada. Son gente humilde. Nada más.

-¿Y nada más vamos a llegar? Te van a preguntar por mí. ¿Qué les vas a decir?

-La pura verdad: Que eres mi novio.

Soledad se echó para adelante, sobre la mesa, y me dio un beso rápido, de esos que sólo alcanzan a rozar los labios. Yo le sonreí mientras jugaba con el salero. Todo olía a humo de escape y a pollos a la leña. A pesar de que el sol brillaba con fuerza, hacía frío.

-Me gusta cuando dices eso.

-¿Qué? ¿Que eres mi novio?

-Si.

A Soledad le gusta sonreír. Lo hace todo el tiempo. Cuando está alegre, cuando está triste. En todo momento. Parece que es lo único que sabe hacer. La verdadera forma en que me doy cuenta de si en verdad está alegre es cuando le brillan los ojos.

La niña regresó cargando dos platos con quesadillas y cervezas. Soledad dijo que ya le hacía falta, que podría comerse una ballena. Tomó una, la untó con salsa y se la llevó a la boca. Yo esperé un poco. Me detuve a verla comer.

-¿Qué?

-Nada- dije.

Seguimos nuestro camino después de casi una hora. El sol ya estaba en la parte más alta del cielo. Soledad ya no tocaba la guitarra. Ahora se abrazaba las piernas y recargaba su cabeza en la ventana de la puerta, con los ojos puestos en el camino.

-¿Qué se siente?- dijo en voz baja.

-No entiendo.

-Lo de tus padres. Ya sabes.

Guardé silencio durante varios minutos. Estuve pensando en las palabras correctas mientras veía el camino, los árboles, las curvas, los montes. Movía el volante de un lado para el otro, con suavidad, para mantener estable el automóvil. Hasta ese momento no me había dado cuenta que el carro que se encontraba más cerca de nosotros iba a tres kilómetros de distancia.

-Es como si tu vida fuera igual a un castillo de naipes – dije-. Y, de pronto, alguien hubiera olvidado cerrar la ventana del cuarto en donde te encuentras, y el viento entrara, serpenteando, metiéndose bajo la alfombra, subiendo por los muebles. No tienes idea de que eso se acerca. Y una explosión que no puedes ver ni sentir te hace pedazos desde adentro, dejando tus partes regadas por el suelo y la mesa, igual que un rompecabezas, para nunca más volverte a levantar. No puedes. Un castillo no se reconstruye a sí mismo.

-No tenía idea- dijo Soledad.

Seguimos en silencio el resto del camino. Tocaba su pierna de cuando en cuando, la acariciaba con suavidad, y ella me miraba con los ojos a punto de las lágrimas. El viento que entraba por una rejilla de la ventana le ondulaba el cabello. Lucía hermosa.

Faltando medio kilómetro, le señalé el sitio en que estaba el cementerio.

Las cosas se ven diferentes bajo la luz del sol. Pude mirar los colores de las casas al entrar por la calle principal. Nunca antes había visitado el pueblo en que mis padres habían crecido antes de irse a vivir a México. La vez que estuve aquí era de noche, no pude ver mucho. El automóvil tiembla cuando avanzamos por las calles empedradas. No llevo prisa. Nos deslizamos con suavidad. Puedo escuchar el ronroneo del motor.

Mientras avanzamos voy mirando a la gente, las puertas de madera con la pintura seca, cuarteada como un trozo de papiro. Veo a la gente vivir lo que ha de ser su vida diaria. Desconocen mi historia. A mi también me gustaría desconocerla. Miro un caballo y dos burros sujetos con una cuerda a un trozo de madera. Veo a dos hombres platicar. Veo un grupo de mujeres preparando tortillas. Y al fondo de la calle, tras un arco de metal oxidado y unas puertas cafés como alas de polilla, veo el cementerio. Le digo a Soledad que hemos llegado.

-Me hubiera gustado traer una cámara- dice-. Todo aquí es muy bonito.

-No creo- le digo.

Estaciono el automóvil cerca de la entrada y bajamos. Me acomodo el sombrero y las gafas oscuras y camino hasta la mujer que vende flores sentada en una orilla. ¿Cuánta gente puede venir a visitar a sus muertos en éste lugar? No creo que sea un buen negocio lo que ella hace. Le pido las amarillas. No sé cómo se llaman, ni sé si le gustarían a mis padres, pero son las que me hacen sentir menos mal. Saco un billete y le pago.

-A mí deme unas rosas- dice Soledad-. Y unos tulipanes y unas orquídeas. ¿No tiene Dalias?

La vendedora de flores niega con la cabeza.

-¿Qué haces?- le digo a Soledad.

-Comprando unas flores para mis suegros. Es la primera vez que los voy a ver. Tengo que quedar bien con ellos ¿No crees?

-Tienes razón-, contesto. Y le toco la punta de la nariz con suavidad.

miércoles, 31 de octubre de 2007

Recuerdos

Alberto se quita los lentes y acerca el rostro al monitor. La joven de la fotografía, la que le manda mensajes, le resulta familiar; tremendamente familiar. Se restriega los párpados con los nudillos y vuelve a amodorrarse sobre el respaldo del sillón. Cruza los brazos. Lanza un suspiro.

Revisa de nuevo el nombre de la chica, su nick, la dirección del remitente, pero nada. Bajo la fotografía aparece un mensaje que dice “te extraño. No logro reponerme a todo esto”.

-¡Caray!- golpea el escritorio con los dedos-. ¿Quién eres? ¿En qué momento cometí la estupidez de olvidarte?

Aprieta el botón de contestar y pone las manos sobre el teclado. Escribe una línea tratando de sonar educado.

“Hola. ¿Hace cuanto que no nos vemos?”

Y aprieta el botón de enviar.

Se pone de pie y camina por el cuarto. Abre la ventana y enciende un cigarro. Le da una bocanada. Deja escapar el humo lentamente. Mira la luna que brilla encima de la copa de los árboles.

La imagen de la joven no lo abandona. Sus ojos negros, su cabello largo como cascada de terciopelo, sus labios gruesos que le piden ser besados. La mirada que le atraviesa el alma y le habla al oído. Hasta el sitio que aparece tras ella le resulta familiar.

Se sienta de nuevo frente a la computadora y escribe un mensaje.

“Perdón. Sé que voy a sonar raro, pero... últimamente me cuesta trabajo recordar”.

Aprieta el botón de enviar.

Un sonido le indica que tiene una respuesta en su bandeja de entrada. Sin pensarlo, lo abre.

“Nos vimos hace dos meses” dice.

-DiosDiosDiosDiosDiosDiosDios- Alberto se golpea la cabeza con la palma de la mano-. Esto no puede ser. Debe estar bromeando.

Un nuevo sonido y otro mensaje.

“Lamento que no puedas recordar”. Al final había una carita triste.

Alberto no puede dejar de mirar la foto. No puede dejar de mirar el brillo de esos ojos, ni esos labios ligeramente abiertos, el interior de la blusa. Todo tan familiar.

“¿De dónde saliste?” escribe Alberto.

“Tu sabes. Haz un esfuerzo”.

“Ayúdame”.

Pasa un minuto antes de que suene la llegada de la respuesta.

“Estoy cansada de hacerlo. Me lastimas”.

“¿Cansada?” El cigarro tiembla en su boca.

“No importa. Te lo he dicho. Tus padres tampoco quieren que hable contigo”.

“¿Por qué no quieren que hables conmigo? Ayúdame”.

“Dicen que no es bueno para tu salud. Que es mejor separarnos. Pero no puedo. Me duele mucho”.

Alberto arrastra la fotografía hasta el escritorio de su computadora. La abre con el Photoshop y comienza a jugar con ella. Mueve el brillo y el contraste, la recorta y la hace girar, aumenta la definición. Pero nada. Por más que la mira, nada.

“Entonces... ¿Ya nos conocíamos?” escribe.

“Sip”

El brillo en sus ojos le llama la atención. El reflejo que le regresa. Aumenta la fotografía lo más que puede, poniendo su atención en el reflejo. No puede creer lo que encuentra.

“¿Sigues ahí?” dice el mensaje en su pantalla.

Al centro del reflejo, sosteniendo una pequeña cámara, estaba él. Parecía también sonreír. Su corazón se detiene un segundo.

-¿Cómo es posible? –dice Alberto dando un paso atrás-. No puedo creerlo. ¿Cuándo sucedió esto? ¿Cuándo tomé ésta fotografía?

“Ayúdame a recordar” vuelve a escribir en el mensajero. Afuera, el sonido de los grillos se hacía más fuerte.

“No puedo. Ya lo he intentado todo”.

Alberto arroja la colilla del cigarro por la ventana y se termina lo que queda de Coca. Se levanta y se deja caer sobre la cama, con los brazos abiertos. Por alguna razón se siente triste. El sonido de un nuevo mensaje lo regresa a la computadora.

“Ya es tarde. Tengo que ir a dormir. Mañana platicamos”

-Por favor- dice Alberto al monitor, en voz baja-. No te vayas.

“Buenas noches” escribe resignado “descansa”. Y apaga el mensajero.

Se para frente al espejo. Mira su cabello corto, el pantalón de la pijama que le queda un poco grande, la camisa con los botones desabrochados. Se lleva una mano a la cabeza y camina a la computadora. Antes de ir a dormir debe apagarla.

Toma el ratón con una mano y mira la fotografía que está en el monitor. Esos ojos negros, ese cabello largo como cascada de terciopelo, esos labios gruesos que le piden ser besados. Por alguna razón, la chica le resulta familiar.

-¿Cómo llegó esta fotografía aquí?- se rasca la cabeza-. Es bonita. ¿Quién será?

Mira el reloj, se da cuenta que es tarde, debe ir a dormir. Guarda la foto en una carpeta y desconecta el regulador. Se va a la cama con la imagen de la chica dándole vueltas por la cabeza. Seguramente mañana habrá tiempo de averiguar de quién se trataba.

lunes, 29 de octubre de 2007

Un paseo por el parque

Ese viernes, Raúl salió temprano de la oficina y caminó con dirección al parque. Antes de salir había acomodado todos sus papeles. Los etiquetó, los puso en orden alfabético y los guardó en cajones. Al poner un pie afuera de la oficina, lo primero que hizo fue quitarse la corbata, hacerla rollo y colocarla en la bolsa del saco.

El sol brilla con fuerza, dándole un color a las cosas que Raúl nunca antes había notado. Le lastima los ojos mirar los autos, mirar las ventanas de los edificios, el verde de los árboles. Bajó la mirada y guardó las manos en las bolsas del pantalón. Caminó hacia el parque.

Lo hace despacio, no siente que haya prisa por llegar a casa. Su esposa no lo espera sino hasta muy noche, a la hora de la cena. Raúl mira el reloj y calcula el tiempo que le queda para estar solo y pensar un poco.

Al centro de una imaginaria habitación con paredes de calles y edificios, con el cielo como techo, se encuentra el pequeño parque al que nunca en tantos años de trabajar en la misma oficina había visitado. Al mirarlo sintió como si ahí ninguno de sus problemas pudiera alcanzarlo.

Lo primero que le viene a la mente al oler el pasto es la ultima vez que jugó con sus hermanos en el campo, cuando aún eran pequeños, cuando aún vivían en el pueblo. Se inclina a desabrocharse los zapatos y quitarse los calcetines. Luego pone los pies desnudos sobre el pasto y recuerda todas las ocasiones en que solía hacerlo cuando niño. Respira hondo. Ya había olvidado esa sensación.

Camina hasta una banca y se sienta. Cierra los ojos y escucha un pajarillo que canta en alguna parte. Quiere encontrarlo pero no tiene éxito. Lo escucha pero no puede determinar de dónde sale el canto. Unas ocasiones viene de la derecha, otras de la izquierda, otras de todas partes. Al final prefiere pensar que no es uno el pajarillo, sino varios. Por unos segundos desea ser uno de ellos.

Mira las flores que crecen en las ramas y los arbustos. Flores rojas y azules, pequeñas. Se pregunta quien las ha puesto ahí, quienes son los encargados de cuidarlas. Piensa en lo simple y grande que es la naturaleza. Mueve los dedos de los pies por encima del pasto.

Está ahí durante quien sabe cuanto tiempo, hasta que siente que es suficiente. Se vuelve a colocar los calcetines y los zapatos. Se pone de pie y camina a través del parque. Llega al centro, al sitio de la fuente, y deja que las gotas que vuelan con el viento le mojen el rostro. Mete la punta de los dedos en el agua, haciendo figuras.

Más allá, unos niños juegan a la pelota mientras una niña anda en bicicleta, cantando. Raúl sonríe con los labios apretados. Mira su reloj y se levanta.

miércoles, 24 de octubre de 2007

Pequeña historia de amor

“Tenemos que salir de aquí” dice ella con las manos en la cintura, con los ojos mirándome directo, como si quisiera degollarme con las pupilas. Sus labios tiemblan igual que el dedo con el que señala la puerta. Estoy seguro que sonrío, tratando de ser amable, pero no puedo sentir la boca. No puedo sentir el cuerpo. Cada vez la miro más lejos, como si estuviera borrándose, como si alguien estuviera bajando el volumen de su voz.

Lejos.

Su boca se mueve con lentitud.

No siento nada.

Es como si de repente alguien hubiera bajado el interruptor. Nada. Simplemente nada.

Todo comenzó la tarde en que sonó mi teléfono celular. Aún no terminaba de asimilar que mi novia me había dejado. Miraba la ciudad desde la ventana de mi oficina en el piso 16. Todo era tan pequeño. Abrazaba una taza caliente, sorbiendo con tranquilidad mi capuchino, mirando el flujo de los automóviles. Me había quitado la corbata y tirado todas sus fotografías y regalitos. Le dije a la secretaria que no me pasara ninguna llamada. Fue en ese momento cuando sonó el teléfono.

Primero pensé que podría ser ella, pero ahora puedo decirte que hubiera tenido mucha suerte si eso hubiera sucedido.

Era una foto. No reconocí el número de quien la enviaba, pero me dio igual, de todas formas la vi. En ella aparecía una chica morena, de perfil, completamente desnuda y metida en un baño. Sonreía como si hubiera hecho una travesura. Sus tetas eran gigantes. El mensaje decía; “Te extraño”.

Asomé la cabeza por el pasillo y vi que estaba solo.

Volví a mirar el número telefónico pero seguí sin reconocerlo. Pensé en escribir un mensaje y decirle que no la recordaba, preguntarle quién era, pero me di cuenta que eso era una estupidez. Seguro todo era un error. Guardé la foto y me terminé el café.

Dime si me estoy volviendo loco.

“No lo creo, nene”

¿De dónde saliste?

Ella rió como si la estuviera escuchando en larga distancia.

¿Bien?

“No sé qué preguntas. Soy lo mejor que te ha podido pasar. Te he liberado. No necesitas saber más”.

¿Hemos tenido sexo?

“Eres un pendejo”

¿Eso es un sí o un no?

“Sabía que esto iba a pasar. Eres una mierda. Igual que todos. Un día me amas y al siguiente me ignoras. Un día me utilizas como si fuera la mujerzuela más barata del mundo y al siguiente lo olvidas”.

Pero... ¿Cómo puedes decir eso?

“Lo mismo digo de ti, nene. Lo mismo digo”.


La primera vez que la vi en persona fue en una fiesta. Estaba sentado con mi cerveza en la mano, moviendo el pie al ritmo de la música, mirando a los demás bailar y cantar. Ella vino y se sentó a dos sillas de distancia. No dijo nada. Sólo agarró una cerveza de la cubeta, la abrió, y se quedó ahí. Ella no sabía nada, pero yo la reconocí de inmediato. Su escote no mentía. Creo que tomó cuatro cervezas antes de que volteara y dijera;

“Te ves muy serio con esa camisa a cuadros y tu pelo engominado. Para mí que eres un niño bueno”.

Sonreí. Nunca pensé que alguien pudiera comenzar una conversación acusando de esa manera a otra persona. Así era ella.

¿Tienen algo malo los niños serios? dije.

“No” contestó ella, moviendo la cerveza en la mano. “Sólo quise decirlo. Pero puedes olvidarlo”.

Regresé a mirar cómo todos bailaban. Miré a mis amigos reírse, a las chicas caminar de un lado para otro, al muchacho junto al estereo pasando los discos sobre el mueble. Le di otro trago a mi cerveza y dije.

Yo no soy un chico serio.

“Te dije que lo olvides”.

Me levanté de mi lugar y me senté junto a ella. No me miró, seguía moviendo la cabeza al ritmo de la música, agitando su cabello negro y rizado de arriba para abajo. Era la misma de la fotografía. ¿Cómo es que estaba en la fiesta?

Quiero que me expliques por qué dijiste eso de mí, dije. Para ese momento ya me sentía lo suficientemente ebrio como para discutir con ella.

“¿En verdad quieres saber?”

Moví la cabeza.

“Muy bien” contestó, tapando la boca de su cerveza con la mano, acercándose otro poco a mí. “Tu cabello, tu ropa. Todo demasiado limpio. Los hombres de verdad no lucen como tú. Hasta tus manos. Parece que nunca has hecho nada malo. Te aseguro que ni novia tienes”.

No entiendo. ¿Qué es hacer algo malo para ti? Dije.

“Déjame ver...” contestó, dándole vueltas a la botella sobre la mesa, mirando hacia el techo. “¿Alguna vez has robado una tienda?”

Wow, le contesté. No pude evitar abrir bien los ojos. Jamás esperé que una desconocida me preguntara cosa igual. Creo que vas muy rápido, dije.

“No. Yo creo que tú eres muy lento” dijo, y se puso de pie.

Reaccioné después de unos segundos. Me terminé la cerveza de dos tragos y salí tras ella. Me esperaba en la entrada, recargada sobre un muro.

“Pensé que no te ibas a atrever”.

Ella sabía que desde el momento en que dijo que yo parecía niño bueno me tenía en sus manos. Creo que desde antes, desde el momento en que se equivocó al mandar aquella primera fotografía suya mostrándome todo.

Encendió un cigarrillo y se puso en marcha. Caminaba rápido, con paso firme, moviendo las caderas como si fuera una modelo a mitad de pasarela. Me gustaba la silueta de sus piernas con ese pantalón de pana negra. Me gustaba su chamarra roja. Me gustaba su caminar erguido. Luego de unos minutos se detuvo.

“¿Ves ese mini-súper? Te aseguro que no te atreves a robar nada de ahí dentro. Ni siquiera un dulce. Eres niño bueno”.

Fumaba su cigarrillo como esas mujeres de las películas; abriendo la boca y dejando que el humo se acumulara espeso entre sus dientes. Me miraba retadora, con los brazos cruzados.

¿Y si gano qué obtengo? dije.

“No lo sé” contestó ella, mirando hacia el lado izquierdo. “Pero puedes arriesgarte y averiguarlo”.

Moví una mano de atrás para adelante, señalándola, y luego dije.

¿Es una prueba, verdad? ¿Qué quieres demostrar? ¿Que tienes la razón? Te aseguro que tú tampoco te atreves a robar nada de allá dentro.

“¿No?” dijo, y apagó el cigarrillo con la punta de su bota.

Sin avisar, cruzó la calle y desapareció tras la puerta de vidrio del mini-súper. Estoy seguro que me quedé sin color. No lo podía creer.

Salió después de unos minutos, caminando tranquila, chupando una paleta de caramelo. En una de las manos llevaba una bolsa con una botella de tequila y cacahuates.

Seguro lo compraste todo, dije.

“Si quieres, puedes entrar a preguntar” contestó.

Necesito pruebas.

Y ella sacó un montón de billetes del bolsillo y me los arrojó en el pecho. “Te dije que era fácil, niño bueno”.

Y luego dije.

¿Qué pasó con el encargado de la tienda?

“Ha de estar cambiándose los pantalones” contestó.

Regresamos a la fiesta. Afuera, el sonido de las sirenas no me dejó seguir bebiendo en paz.

¿De verdad nunca mandaste esa foto a mi teléfono?

“Te digo la verdad. No”.

Es que no lo puedo creer.

“Simplemente me equivoqué al marcar”.


Una tarde, mientras estábamos sentados a la orilla de un río (no recuerdo si era nuestra segunda o tercera cita), ella comía un helado de limón. Dijo que tenía calor, así que lo compramos. Y así, con sus labios fríos y dulces se dio la vuelta y me besó, sin decir más. Aún conservo su sabor en la boca.

“Creo que pronto va a llover” dijo.

Pero no nos movimos.

El agua comenzó a caer después de unos minutos y nos quedamos juntos, abrazando nuestras rodillas, con el cabello y la ropa mojados, mirando a la gente correr.

Es cierto

“¿Es cierto qué?”

Es cierto que hemos tenido sexo. Ya lo recordé.


“Si pudieras cogerte a quien tú quisieras, quien fuera, de cualquier época, ¿A quién te cogerías?” dijo ella, mirándome con sus ojos de niña traviesa. Sus pezones rosados apuntaban al techo.

Helena de Troya, sin duda. Dije. La tipa debe haberse movido como los dioses. ¿De qué otra forma hubiera provocado una guerra? No creo que sólo por su belleza. La belleza se marchita.

“Por eso me gustas, niño bueno” dijo ella. Su rostro descompuesto. Aún no me acostumbraba a mirarla después de nuestro accidente. Creo que nunca llegaré a hacerlo.

¿Tú a quién te cogerías? pregunté.

“A Dios. El cabrón debe tenerla bien grande, estoy segura. Inventó el sexo, así que debe ponerte unas zarandeadas...”

No conocía tus inclinaciones sacrofílicas, nena. Dije. Sabía de mujeres en los pueblos que se masturbaban delante de imágenes de santos, pero lo tuyo es un exceso.

“¿Crees que sea pecado coger con Dios? Es el jefe. El que pone las reglas. ¿Crees que te castigue por acostarte con él?”

No lo sé, pero eres una cochina. Por eso me gustas. Déjame abrazarte.

“¿Crees que le gusten las mujeres como yo? ¿Crees que sea un pervertido al que le gustan las mujeres gordas y deformes? ¿Crees que me pediría que se la chupe?”

No me importa. Dios puede hacer lo que quiera. Siempre lo ha hecho. Ésta noche es de nosotros. No quiero pensar en otra cosa. Quiero agarrarte las nalgas.

“Solía ser muy bonita, lo sabes. Pero después de... esto, tengo suerte de no causarte arcadas. Honestamente, me hubiera gustado ser una chica Lancóme, una chica Lóreal. Claro, de haber estado delgada. Pero ya no puedo”.

La escuché sollozar.

“Quiero que me cojas lo más fuerte que puedas”.

¿Qué?

“Quiero que me cojas lo más fuerte que puedas. Quiero sentirte completo. Quiero que me llenes. Quiero estar segura de que no te doy asco”.

¿Y cómo voy a hacer eso si apenas puedo moverme? contesté. Estos pedazos de metal en el cuerpo no me vuelven Robocop.

“Pues ha llegado el momento de averiguarlo y comenzar una vida nueva. Creo que debemos aceptarnos. Déjame ver lo que tienes ahí”.

Sus manos suaves. Su boca húmeda y tibia alrededor de mi miembro, subiendo y bajando, haciendo esos ruidos. Dios. Qué bien me sentía. Sus labios eran como tentáculos. Y sus nalgas...

¿Ya lo habías hecho antes? digo.

“Cuando era bonita. En todas las formas y en todas las posiciones. Tuve todos los que quise. A los hombres les gustaba que se las chupara. Les gustaba hacérmelo por detrás. Ahora ya no. No se me acercan”.

No quiero que se te acerquen. Ahora estás conmigo.

“¿Con quién más te gustaría coger?” dijo sin dejar de acariciarme. Sus párpados caídos y pómulos secos se acentuaban con la luz que se filtraba por la ventana. Era como un anuncio de noche de brujas.

Con Eva Braun. No creo que a Hitler le hubiera gustado que trataran a su esposa como una golfa. Le escupiría. La orinaría y después la haría lamer el piso. Sentiría lo que es conocer a un hombre.

“Tu concepto de justicia es un poco raro, pero me gusta”.

Se puso de pie delante de mí y luego me ayudó a ponerme boca arriba. Me gustaba su vagina, sus tetas pequeñas, su vientre plano. En dos brincos se colocó encima, tomando con fuerza mi pene entre sus manos y poniéndolo en la entrada de su entrepierna.

“Desde que te vi en esa silla, el día de aquella fiesta, supe que eras mi alma gemela” dijo.

Ahora nos tienen miedo, contesté. La gente le teme a lo diferente.

Creo que la vi sonreír. Era difícil saberlo a estas alturas. Su rostro no tenía expresión. Luego me miró de arriba abajo, deteniendo la vista en mis piernas; dos trozos de carne flaca y huesos fracturados.

“¿Con quién más te gustaría coger?” preguntó después de unos segundos, sin moverse.

Tomé su rostro con suavidad, me incliné un poco hacia delante y articulé con los labios; Contigo, nena. Contigo.

“Eso es lo que quería escuchar desde el principio, tarado”.

Y descendió por completo.

“¿De verdad no recuerdas nada?”

Nada de nada.

“Creo que si sigues hablando vas a lograr recordar algo”.

Eso espero. Aunque cada vez te escucho más lejos. No me sueltes, por favor.

martes, 23 de octubre de 2007

Cumpleaños


Honestamente, me sentí extraño al bajar de la camioneta y entrar a la fiesta para buscarte. Yo, con mis botas de piel de cocodrilo y mi sombrero vaquero, a la mitad de un festejo en un país extranjero, en tu país. Me bajé de la camioneta con mis amigos que cargaban sus instrumentos; una guitarra, un contrabajo, un acordeón, un requinto. Todos vestidos como si nunca hubiéramos salido de México. Llegamos después del anochecer, cuando las luces de colores brillaban alrededor del campo. Lógicamente, no pudieron ignorarnos. La música se detuvo. Un hombre alto y vestido de negro nos paró a la entrada.

-Perdón, caballeros, pero ¿traen invitación?- dijo.

-Soy amigo de la festejada- dije, y seguí caminando.

Todos nos miraban. Luego, te pusiste de pie.

Mis amigos subieron al escenario, tomaron sus lugares y micrófonos, sacando a los demás músicos. Todos en la fiesta tan arreglados, con trajes oscuros y vestidos de noche, perfumados. Nosotros, unos simples rancheros cargando sus instrumentos. Me detuve a la mitad de la pista de baile, mirándote, ignorando la sorpresa en el rostro de todos tus familiares.

Tú dijiste que todo estaba bien, tranquilizaste a tus padres. Yo me sentí bien por eso. Mis amigos siguieron acomodándose, dándole unos golpecitos a los micrófonos, ajustando el volumen, preparándose para tocar. Sólo se escuchaban los murmullos, el choque de los cubiertos, una persona por allá que se aclaraba la garganta y un niño pequeño que comenzaba a llorar. Todos me miraban. Dos niñas pequeñas se acercaron y con sus manos en jarras me fruncieron la boca y me sacaron la lengua. Yo me acomodé el sombrero, y más allá, en la oscuridad, las luciérnagas brillaban.

Luego, Leonardo tocó el acordeón. Y yo empecé a cantar...

lunes, 22 de octubre de 2007

Viaje de regreso

La línea blanca sigue y sigue sobre el fondo negro del asfalto. Estoy muerto. Muerto en una manera metafórica, aunque preferiría en realidad estarlo. Me hundo sobre el asiento de piel, siento el aroma a gasolina quemada que entra por alguna parte del automóvil. El mundo pesa. ¿Es justo traerlo en la espalda?

Pido un milagro pero es demasiado. Recargo el rostro sobre la ventana, fría, y sigo mirando la línea blanca. Más allá los árboles y las luces de la ciudad. Más allá las montañas y arriba las estrellas. Me derrumbo igual que una casa de lodo. Voy dejando pedazos de mí por el camino.

-¿Estás bien?- dice Roberto.

¿Cómo quiere que esté bien? Lo miro. Siento como si estuviera sosteniendo el universo con los párpados. Pido que llueva. Miro a Roberto girando la cabeza lentamente, no le digo nada, y me vuelvo a recargar en la ventana. Tengo sueño pero no puedo dormir. Me bombea cada una de las venas de la cabeza.

En el asiento de atrás viajan David y Lorena, borrachos hasta que ya no les entró una gota más. Vienen dormidos. Estoy seguro que alguno de los dos vomitará antes de llegar, tal vez ambos, pero no me importa.

-¿Sabes quién pagó todo?- dice Roberto.

-El seguro- contesto. –Pagó eso y pagará muchas cosas más. La suma era por algunos millones.

Nunca aparto los ojos de la línea blanca. Sé que Roberto maneja sosteniendo el volante con ambas manos, cuidando su velocidad, rebasando por la izquierda. Me gusta que Roberto maneje. Me siento a salvo.

-Entonces... ¿lo de irte a España sigue en pie?- dice.

-No lo sé. En estos momentos no puedo pensar.

-Abre la guantera. ¿Ves la bolsa de plástico? Adentro encontrarás algo que puede ayudarte.

-No. Ahora no quiero. Voy a enfrentar esto lúcidamente. No quiero olvidar lo que siento. Juro que nunca más me volverá a pasar. Por eso.

-No te hagas el hombrecito. No es tu estilo. Anda. Coge un poco de la bolsa. Te ayudará.

-Hoy he cambiado. Gracias Roberto, pero no.

-Puta madre. Te tengo que rogar más que a mi novia, no mames. Que agarres, te digo.

-Que no quiero, chingá. Entiende.

Lo miro fijamente, sin sonrisas ni ningún gesto. Aprieto los dientes y entrecierro los ojos. He dicho que soy otro.

-Está bien. Ni hablar- dice. Y sigue manejando.

El auto se mece de un lado a otro por las curvas. Casi no escucho el motor, sólo el zumbido del viento. Lo demás ha desaparecido de mi vida. Ya nunca habrá sol, la luna no volverá a ser hermosa. Maldita sea. Y me muerdo los labios.

Roberto mueve la tapa entre su asiento y el mío, mueve los dedos y saca un disco. La música es tranquila y habla sobre los vaqueros que se han ido. Me pregunto lo mismo. Me pierdo en la noche y las estrellas. Me gustaría estar tan lejos.

Todo se ha terminado para mí. Tengo tanto miedo. No quiero sentir frío, quiero que todo vuelva a ser como antes, como era ayer por la mañana, y que nada hubiera pasado. Y ahora estoy aquí, aflojándome ésta corbata que no me deja respirar.

-Me haría mucho bien un par de aspirinas- digo.

-No traigo. Pero creo que hay un poco de paracetamol en el hueco de la puerta- dice Roberto.

Encuentro la caja y saco dos pastillas. Las mastico. El sonido me recuerda cuando aplasto cucarachas. El efecto es lento, pero sé que llegará. Hoy no quiero nada más fuerte que mil gramos de esto. Agradezco que Roberto no me venga interrogando sobre lo que pasó.

-¿Falta mucho?

-Como media hora- dice Roberto.

-No quiero llegar. ¿Puedes ir más lento?

Si tan solo se me concediera un deseo mucho mayor que este no tendría por qué sentir como si alguien me hubiera sacado el alma con una cuchara para helados. Pero no voy a llorar. No lo he hecho y no lo voy a hacer. Aunque traiga todas las lágrimas hechas nudo en la garganta.

Nada dura para siempre. Hasta ahora lo vine a aprender. Dicen que nadie sabe lo que tiene... pero esto es demasiado. Ahora necesito pensar, estar un tiempo conmigo. Aunque no voy a negar que me agrada venir con mis amigos. Nadie mejor que ellos para acompañarme en éste momento, cuando los demás están sintiendo lástima por mí.

Roberto es un buen tipo. Terminó la licenciatura en derecho y ahora está esperando hacerse cargo de la empresa de su papá (creo que es sobre máquinas para darle forma a la madera, o una cosa por el estilo). Tiene una novia con la que jura se va a casar. Su novia no pudo venir. ¿Quién viaja de emergencia a Oaxaca a las doce de la noche entre semana? Sólo mis amigos.

Los envidio. Su mundo aún sigue intacto.

Mis amigos me acompañaron durante todo el día. Hablaron poco. Me daban palmadas en la espalda cuando las necesitaba. En todo momento tuvieron los hombros disponibles para mí, aunque nunca haya hecho uso de ellos. En todo momento me escoltaron. Los cuatro vestimos de negro. Mi cabello está hecho un desastre, puedo verlo por el retrovisor. El mundo pesa mucho más de lo que imaginé.

jueves, 18 de octubre de 2007

La última palabra

La noche que murió el abuelo fue cuando decidí dejar de hablar. Así de simple; sentí que ya no había más que decir en voz alta. Esa noche tomé su mano fría y le dije al oído mi última palabra, para que ella viajara con él a donde sea que se fuera a ir. Se la dije muy cerca del oído, quedito. A la mañana siguiente comencé a garabatear en un cuaderno.

Solíamos pasar las tardes leyendo. Él en su sillón rojo y yo en uno verde, uno al lado del otro, en esa enorme biblioteca que ahora ya no existe. Afuera, más allá de las persianas, cantaban los pájaros y pasaban automóviles. A los doce años yo ya había leído completo a Ciorán. El abuelo me explicaba las partes que no entendía.

Él siempre quiso escribir una novela, pero sus últimos meses con vida ya no quiso seguir leyendo, me pedía que lo hiciera por él. Le leía en voz alta durante horas. Sólo nos deteníamos para comer. Me explicaba sobre la musicalidad de las palabras, sobre el orden de los párrafos. Así aprendí a distinguir la buena literatura de la mala; con sólo escuchar la armonía.

Las últimas semanas él ya no quería que le siguiera leyendo. Me pedía que fuera yo quien le contara las historias... a mi manera. Leía durante las noches para tener algo que contarle. Me pedía que fuera yo quien armara la musicalidad.

Le platiqué mi versión de los cuentos de Carver y de Perec. El abuelo tosía cuando lo hacía mal, cuando mi historia sonaba distorsionada. Siempre me exigía más, siempre me pedía que lo sorprendiera. Y ahí estaba yo, al pie de su cama, con doce años cumplidos, intentando platicarle de la vida a un anciano.

El abuelo cerraba los ojos y ponía atención. Fue el mejor lector que jamás llegué a tener.

En mi casa no hay muchos libros, sólo unos cuantos. No me gustan. Me recuerdan a él. Las paredes son azules, sin ningún mueble más que mi escritorio y mi computadora. Tampoco me gusta la música, sólo escuchar los autos al pasar. Y por si te lo has preguntado; sí, vivo solo. Me paso las noches fumando y haciendo el amor con el teclado.

¿Quieres saber qué le dije esa noche al abuelo? Bueno. Lo último que le dije es que iba a escribir esa novela que él no pudo escribir.

miércoles, 17 de octubre de 2007

LO QUE SUEÑAN LOS VAQUEROS

Está solo en la habitación, sentado en el suelo, mirando la luz que se cuela por la ventana. Sostiene un cigarrillo entre los labios. Entre las manos una guitarra. Piensa, pero nada se le ocurre. Lo intenta.

Afuera no hay nada, sólo polvo y más polvo. Y le da un golpe a las cuerdas, arrancándoles un ttrrann desafinado. Más allá, algo explota.

-Maldición.

Balancea su cuerpo de atrás para adelante, suavemente, como en una mecedora, y no deja de mirar las paredes de madera, la pintura reseca, cuarteada, y la falta de decoraciones. Respira el olor a viejo que le atraviesa la piel y se anida en el corazón.

Pero nada.

No pasa nada.

No se le ocurre nada.

Golpea la guitarra una vez más, y las explosiones suceden de nueva cuenta. Las montañas secas, las rocas, un trozo de sol; todo explota. Y él se termina el cigarrillo sin poner más atención. No importa. No pasa nada. Hasta la casa comienza a caerse a pedazos.

Hoy, ni su sombrero de pensar funciona. Simplemente no.

Y tocan la puerta.

-Beto… es hora de dormir.

“Maldición”.

La casa de madera, los campos secos, el sol del desierto, sus botas de vaquero, el paquete de cigarrillos; todo desaparece como si alguien hubiera pasado encima un borrador. Las imagenes se diluyen. Y Beto se descubre sentado sobre la cama, a la mitad del cuarto.

-Ya voy, mamá- dice.

-Recuerda que mañana tienes escuela.

-Está bien… no tardo.

Y el niño pone la guitarra a un lado, se enfunda la pijama de franela, se lava los dientes y luego apaga la luz.

martes, 16 de octubre de 2007

HOTEL

Me dijo que este era el mejor hotel, el único en que nadie nos iba a encontrar. Con sus paredes llenas de replicas de cuadros famosos y el suelo alfombrado a rombos, con su olor a colillas de cigarro y alcohol. Más bien este era el más feo hotel del mundo. Aún así, teníamos suerte de haber conseguido la última habitación de este sitio a la mitad de la nada. Teníamos suerte de haber conseguido un poco de Vodka.

Nos escapamos de la fiesta a eso de las dos de la mañana. Los únicos que quedaban despiertos eran los borrachos y alguna que otra mujer. El techo lleno de listones de colores y globos con poco aire. Música norteña saliendo de las bocinas. Parejas besándose. Ella tomando mi mano, llevándome a la salida. Yo sintiendo que el suelo se meneaba de un lado para otro.

Toda la noche se la había pasado muy cerquita, hablándome al oído, tocándome la entrepierna. Me habló de su hermano que se había ido a los Estados Unidos el año pasado, de su madre dueña de una tienda, de su padre que se dedicaba a criar cerdos y hacer tacos de carnitas. Me dijo que su hermano se había ido porque le gustaba más andar con los gringos y hablando inglés que andar con toda esta bola de indios. También me dijo que le gustaría sentirme dentro.

Mientras íbamos en su camioneta yo miraba las estrellas y la línea blanca de la carretera. Me platicaba de su pasatiempo; salir a matar conejos y venados. También me dijo que su padre le había enseñado desde muy chica a castrar cerdos y montar a caballo. Me dijo que hacía dos años habían ido de safari al África. Yo la imaginé con sus manos llenas de sangre y divirtiéndose con esos animales. La imaginé riendo. Yo le dije que nunca había matado nada. Ella me dijo que un día me iba a enseñar. Tuve ganas de vomitar sobre el tablero.

Fue ella quien me arrancó la ropa, quien me tiró sobre la cama y me hizo todas esas cosas que nunca nadie me había hecho. Fue ella quien comenzó a llamarme vaquero. Me puso sus piernas en la cintura y me abrazó con fuerza, me dijo que hiciera esto y lo otro. Me dio la vuelta y me asfixió. Gritaba con fuerza, agarrándose la cabeza. Me dijo que la sodomizara. Me exprimió por completo.

Nunca antes me había sentido así.

Después me dediqué a mirarla dormir. Tomé un último vaso de Vodka con jugo de naranja. Miré su espalda, la curvatura de sus nalgas, lo moreno de su piel. Nunca lo había hecho con una mujer que tuviera el cuerpo tan pequeño. Encendí un cigarro. Miré su cabello regado en la almohada, las gotitas de sudor que se iban secando sobre su cuerpo. Pensé en ella y en esos animales. Pensé en su padre castrando cerdos. Luego me acordé de mis amigos, quienes seguramente habrían de estarme buscando.

Busqué en la bolsa de mi chaqueta y saqué el teléfono. Miré a través de la ventana hacia la calle, hacia todas esas casas sin luz que crecían a la orilla del camino. Miré que sólo la tienda y la parada de autobuses tenían la fachada pintada. Sentí la brisa que se metía por alguna parte. El puntito rojo de mi cigarro se reflejaba en el cristal.

Cuando Humberto contestó le dije que viniera a rescatarme, que ya no quería estar aquí. Me preguntó si me la había pasado bien. Yo le dije que había tenido mejores... aunque no tan mejores. Luego le dije que me daban miedo las mujeres que sabían castrar cerdos.

“Voy para allá ahora mismo” dijo Humberto casi en un grito.

Me terminé el cigarro, di un último trago al Vodka y me vestí. La palabra “Vaquero” aún seguía sonando en mis oídos.

lunes, 15 de octubre de 2007

SINDROME DE ABSTINENCIA

Como si alguien me hubiera metido una varilla de metal en la cabeza y estuviera haciendo pasar electricidad a través de ella; así me siento. No sé cómo es que estoy despierto y escribiendo. Aún escucho la música en los oídos. Las piernas me tiemblan. Tengo la boca seca.

En realidad no tengo tampoco por qué estar contando esto, pero aquí me tienes. He dejado de escribir en todas esas páginas en que solía hacerlo. Guardé los textos en varios archivos y los metí en alguna parte, luego me di de baja. Si pones mi nombre en los sitios en que solías buscarme verás que ya no estoy ahí. Desaparecer, como el hombre que nunca estuvo ahí.

Me di cuenta que ya no había nada más, que todo lo que podía obtener ya lo había obtenido. Era mejor retirarme. Nadie me va a extrañar. Pero con el adiós vino el síndrome de abstinencia, como cuando dejé de fumar. Me di cuenta que no podía seguir sin ver mis letras en el internet. Tuve que trazar un plan.

Decidí venir a este lugar en el que sólo me visitas tú. Necesito sentir que por lo menos mis palabras están aquí; ya sabes, tantos años crearon costumbre. Al menos contigo estoy seguro, nadie más que tú me conoce. Nadie sabe mi nombre, ni ha visto mi rostro. Sabes que siempre me ha gustado ser un fantasma. En mí, eso del ego del escritor no aplica: prefiero que nadie reconozca mi mediocridad.

La cabeza me hace Bum-Bum. Bailé hasta las tres de la mañana y tomé tanto vodka como un soldado ruso. Apenas puedo mantener los ojos abiertos. Necesito un poco de agua. Pero también necesito decirte esto; decirte que de ahora en adelante sólo voy a estar aquí, dedicándote tiempo, hablándote al oído, contando juntos las anémonas de luz. Sé que no me lo has pedido, pero necesito esto para mantenerme sobrio en el mundo de las letras. No me digas que no.

Ninguno de mis amigos sabe de este lugar, a nadie le he platicado de este rincón. Quiero que esto siga así. Ya no voy a seguir escribiendo para quienes tanto me han leído. Quiero alejarme de esa zona de confort. Además, siento que nada de lo que he escrito hasta ahora vale la pena ya. Sabes la razón. Es tiempo de cambiar.

Ahora sí, ya me voy a dormir. Este dolor de cabeza apenas me deja pensar. Te mando besos, donde quiera que estés.

lunes, 8 de octubre de 2007

NOTA

Sobre el buró de tu habitación hay una nota. La nota dice;

“Shhhhhh.

Quiero que leas esto en voz baja.

Dibuja cada palabra.

Dibuja cada letra entre tus labios. Saboréalas como si fueran de azúcar. Muérdelas suavecito.

Escucha mi corazón latir. Escucha mi respiración. Huele mi perfume.

Dibuja estas palabras con cuidado en el aire, con tu voz. ¿Puedes sentirlas?

Ahora di esto conmigo;

Sí... sí quiero”.

jueves, 27 de septiembre de 2007

CUANDO AMAS TU CIUDAD...

Soy un Defeño de corazón. Nunca lo he negado, mucho menos ocultado.

Esta vez pongo un video para que una amiga pueda recordar mi ciudad...

martes, 25 de septiembre de 2007

DÍAS DE QUINCENA


Subió al tren una chica de cabello lacio, negro, blusa corta y pantalón entallado. Se quedó al centro del vagón, luchando contra la gente que la empujaba. Al final logra quedarse en su sitio: delante de un joven con saco y corbata.

Las puertas del metro se cerraron y el convoy entró en el túnel. Al ritmo del vaivén, el joven baja su mano izquierda, con discreción, para colocarla exactamente a la altura de las nalgas de la chica. Después deja que el movimiento natural del tren haga el trabajo.

Pasa una estación. La chica no se da cuenta que él busca cualquier pretexto para rozarla. La presión entre los cuerpos del vagón es mucha. Ella apenas puede respirar. Él cierra los ojos de vez en cuando, mordiéndose con suavidad el labio inferior.

Entramos en otro túnel. Los observo con atención cuando veo una mano que se introduce en el bolsillo de su saco. La mano no es de él, sino de alguien distinto, ajeno; de alguien a quien no he notado antes. Un tipo de gorra azul.

Son sólo dos segundos, pero claramente alcanzo a ver cómo le saca la cartera mientras el trajeado sigue distraído con el cuerpo de la chica. Él seguramente lo notará hasta que llegue a casa. Me quedo sin aliento.

En eso, por encima del hombro, la chica mira al tipo de la gorra. El hombre la mira a ella y le sonríe. Luego se percatan que los estoy observando y que me he dado cuenta de todo. El hombre de la gorra se limita a poner un dedo sobre sus labios, pidiéndome que guarde silencio. Un golpe de electricidad me sube de los pies a la cabeza.

Llegamos al Rosario. La gente sale corriendo una tras otra, pero yo apenas puedo moverme. Entonces veo a la chica tan fina, tan atractiva, con ese olor a perfume costoso, tomar de la mano al tipo de la gorra y sonreír.

Mientras camino a la salida voy pensando en el joven de traje, en su quincena, en lo mucho que seguramente necesitará ese dinero. En estos días el diablo siempre anda suelto.