martes, 23 de octubre de 2007

Cumpleaños


Honestamente, me sentí extraño al bajar de la camioneta y entrar a la fiesta para buscarte. Yo, con mis botas de piel de cocodrilo y mi sombrero vaquero, a la mitad de un festejo en un país extranjero, en tu país. Me bajé de la camioneta con mis amigos que cargaban sus instrumentos; una guitarra, un contrabajo, un acordeón, un requinto. Todos vestidos como si nunca hubiéramos salido de México. Llegamos después del anochecer, cuando las luces de colores brillaban alrededor del campo. Lógicamente, no pudieron ignorarnos. La música se detuvo. Un hombre alto y vestido de negro nos paró a la entrada.

-Perdón, caballeros, pero ¿traen invitación?- dijo.

-Soy amigo de la festejada- dije, y seguí caminando.

Todos nos miraban. Luego, te pusiste de pie.

Mis amigos subieron al escenario, tomaron sus lugares y micrófonos, sacando a los demás músicos. Todos en la fiesta tan arreglados, con trajes oscuros y vestidos de noche, perfumados. Nosotros, unos simples rancheros cargando sus instrumentos. Me detuve a la mitad de la pista de baile, mirándote, ignorando la sorpresa en el rostro de todos tus familiares.

Tú dijiste que todo estaba bien, tranquilizaste a tus padres. Yo me sentí bien por eso. Mis amigos siguieron acomodándose, dándole unos golpecitos a los micrófonos, ajustando el volumen, preparándose para tocar. Sólo se escuchaban los murmullos, el choque de los cubiertos, una persona por allá que se aclaraba la garganta y un niño pequeño que comenzaba a llorar. Todos me miraban. Dos niñas pequeñas se acercaron y con sus manos en jarras me fruncieron la boca y me sacaron la lengua. Yo me acomodé el sombrero, y más allá, en la oscuridad, las luciérnagas brillaban.

Luego, Leonardo tocó el acordeón. Y yo empecé a cantar...

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