domingo, 15 de noviembre de 2009

Pequeña nota que he dejado sobre la mesa de centro

Hay muchas cosas sobre las cuales me gustaría escribirte, pero para las cuales aún no estoy preparado. Al menos eso creo. Simplemente no sabría soportarlo.

Me gustaría escribir sobre lo mucho que odio a tus ex-novios. Lo mucho que odio encontrar de vez en cuando, entre los libros que trajiste al llegar a casa, las cartas que les dedicabas y que ellos tal vez nunca recibieron. Odio lo puta que te comportabas. Odio lo ofrecida que suenas con todos esos “Lo que me gusta es hacerte sentir rico” y los “Cuando vuelvas quiero que me hagas un hijo”. De verdad, lo odio.

Odio que me digas que yo he sido el mejor de todos ellos.

Tal vez he sido el más estúpido, el que te compra con gusto tus cigarros, el que te cuida el sueño, el que se preocupa por que tengas todo para preparar la cena, el que te compra tus braguitas rojas, el que te echa porras, el que confía en tu talento, el que soporta ese horrible café que te gusta tomar por las mañanas, el que tiene que aguantar con tremenda envidia lo hermosa que te miras cuando hacemos el amor, el que se quiere morir cuando sabe que a todos le has dicho lo mismo que a mi; un “te amo” mientras duermes bajo un edredón de colores. Soy el más idiota porque te creo. Soy el más idiota porque aún sigo aquí.

No estoy preparado para escribir acerca de tus ojos enamorados, ni de tus labios carnosos que me besan con furia, ni de tus piernas que me atenazan por las noches y que me piden que no me salga. No estoy preparado para escribir acerca de tu espalda y mucho menos de tus nalgas. No me trevo siquiera a reconocer cuánto estoy dispuesto a ceder por ti.

Odio tu pasado. Odio todo lo que existió antes de mi.

¿Qué sería bueno para quitarme todo esto malo que siento? ¿Qué debo hacer? He pensado en hacerme invisible, pero invisible ya soy. No me ha quitado nada de este dolor. He pensado en olvidarte, pero olvidarte me resulta imposible. He pensado en decirte la verdad, pero mentir es lo único que sé hacer bien. ¿Cómo me quito todo esto?

Me gustaría escribir acerca de lo mal que me siento después de un buen día junto a ti, después de todos esos besos y abrazos y mordiscos y lenguetazos y te amos que me das. Me gustaría decirte lo miserable que soy. Me gustaría decirte lo mucho que odio que hagas todo eso, porque cuando haces todo eso es cuando más mal me haces sentir.

¿Qué prefiero, entonces? Prefiero que no me digas nada. Prefiero no saber nada de ti ni de tu pasado ni de las cosas que has amado. Prefiero el ahora y el futuro que tendremos juntos. Prefiero pensar que el mundo antes de nosotros jamás existió. Me gustaría arrancar tu pasado con cada una de estas palabras. Me gustaría que nada antes de nuestra vida juntos existiera. Me gustaría poder pensar aunque sea un poquito menos en todo esto que odio de ti y que no me atrevo a mencionar. Me gustaría, alguna vez, poderme emborrachar contigo.

Te dejo esta nota porque quiero que lo sepas. Quiero que te enteres de estas cosas sobre las cuales me gustaría escribirte pero para las cuales no estoy preparado a enfrentar. Quiero que te enteres de lo mucho que odio tu pasado. Pero también quiero que sepas que estoy dispuesto a hacerlo todo, todo, todo, mucho mejor de lo que nunca ha sido para ti. Je te remercie beaucoup pour tout ton amour.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Otra buena tarde

Es la época de los primeros vientos del verano y el cabello de mi amiga Ángela luce como una pincelada negra sobre el profundo cielo azul de Cuernavaca. Ella sonríe mientras da un sorbo a su cerveza. Su bikini de flores es el más pequeño que he visto en mi vida. El más pequeño después del mío, claro está. El viento sopla, huele a piscina caliente y encima del agua el sol destella como un millón de granos de azúcar sobre un platón de cereal. Entrecierro los ojos, me pongo un poco de bronceador en las piernas y le pregunto:

-¿Cómo dibujarías a un hombre desnudo?

-¿A un hombre desnudo? Pues exactamente igual a él- me contesta mientras señala a Jorge con uno de los dedos de su pie-. Exactamente igual a él.

-Estoy de acuerdo. Muuy de acuerdo.

Jorge camina alrededor de la piscina, luego sube por las escaleras del trampolín. Su piel morena brilla y sus músculos se tensan con cada paso. Ángela y yo lo miramos, siempre lo hacemos, hasta que llega a la parte más alta. En ese punto yo tengo que protegerme los ojos del sol. Ambas lo saludamos al verlo allá arriba. Él nos regresa el saludo. Fuera de nosotros tres no hay nadie en la casa. Yo me levanto y me acerco a la orilla para verlo saltar.

-¿Hoy no te vas a quitar eso?- le grita Ángela mientras le señala el traje de baño-. Anda. Fuera todo.

-Nenas. Saben que siempre lo hago- contesta él-. ¿Acaso creen que las voy a defraudar?

Y con un solo movimiento se quita el traje de baño y levanta los brazos. Sonríe mientras nosotras le aplaudimos.

Jorge dice que si tienes algo de lo cual te sientas orgulloso, algo que muy poca gente además de ti tenga, algo que valga la pena, entonces debes compartirlo con el mundo. Que es tu deber hacerlo. Dice que las personas que tienen buena voz deben cantar, que las personas con grandes ideas o grandes historias deben escribir, que las personas que ven el mundo de maneras diferentes deben pintar o dirigir una película, o escribir poesía. Que los talentos se deben compartir, al igual que las cualidades. Que tu deber como ser humano, como artista, como persona especial, es hacerlo. Dice que de nada vale si no lo compartes. A jorge le gusta dejar su enorme pene al aire.

Ángela y yo sabemos que de esta noche no pasa en que volvamos a sentir todo su talento. Tal vez ni siquiera tengamos que esperar tanto. Seguramente no.

Jorge se arroja al agua y nosotras reímos cuando las gotas brincan y nos mojan las piernas. Yo siento cosquillas adentro del estómago. Sé que con seguridad esta será otra buena tarde.

jueves, 13 de agosto de 2009

Me gustan las chicas que lloran

Lo primero que pensé al ver el cañón del arma que me apuntaba directamente al pecho fué ¿qué tan fuerte sonará el disparo? Sé que suena un poco loco, pero yo siempre he sido un tipo loco, de otra forma no me hubiera metido en el problema en que ya estaba metido. El sol entra con fuerza en la habitación, la mujer me apunta con su pulso tembloroso y yo lo único en que puedo pensar es en el tremendo sonido que seguramente hará el revólver cuando ella apriete el gatillo y en lo roja que se verá mi sangre sobre las paredes blancas recién pintadas. Como ya dije, tal vez no sea yo una persona normal. De hecho no soy una persona normal.

El rostro de ella, con el rimel negro cayendole por las mejillas y el lapiz lábial regado por su boca, me pareció sexy. Tremendamente sexy. Dios. No sé por qué pienso esas cosas en este momento. Seguramente notará que me gusta cuando mi amigo comience a levantarse debajo del calzoncillo. Cuando ella entró, tan de repente, ni siquiera me dio tiempo de ponerme los pantalones. Caramba. Debería estar preocupado. Me está apuntando con un arma y yo sólo pienso en metérsela.

¿Por qué? Me pregunta ella sin dejar de apuntar. ¿Por qué lo hiciste?

Nena... soy hombre y a los hombres nos gustan las nalgas. Cualquier nalga.

La veo y me pregunto cómo se verá su cuerpo desnudo, su piel morena y suave, encima de las sábanas de seda italiana de mi cama. Me gustan sus labios carnosos respirando agitadamente.

Lo sé, me dice, pero ¿por qué con ella?

Porque es más joven que tú.

Ese no es suficiente pretexto para justificar que te hayas metido con mi novia, dijo ella. ¿Por qué lo hiciste, habiendo tantas otras que te quieren?

Seguramente nadie escuchará el disparo. Nadie más que yo... aunque tal vez ni eso. Para entrar a la casa hay que atravezar un jardín y después una alberca cuadrada que me costó... no sé, mucho dinero. Yo no sé de eso. No hay nadie en dos kilómetros a la redonda. Ni siquiera comprendo cómo es que ella logró entrar. Caray. Qué bonita se ve cuando llora. Me la está poniendo dura.

¿Acaso no te has dado cuenta que hay otras mujeres que te quieren?

Sí. Me he dado cuenta.

¿Entonces?

¿Entonces qué?

¿Por qué precisamente con ella? ¿No te das cuenta que la amo? Ella es el amor de mi vida y tú...

¿Yo qué?

Afuera los pajaros cantan, brincando de una rama a otra. Es temporada de rosas y el jardinero ha hecho un buen trabajo. Todo el lugar es una mancha verde con botones rojos. Hace calor, sopla el viento fresco, las ramas de los árboles se mecen tranquilamente; es un gran día para morir.

¿Yo qué? Le volví a preguntar.

Yo también te amo, dijo en un sollozo.

Gabriela bajó el arma y se derrumbó de rodillas encima del piso de madera. Me pareció bonita. Nunca antes me había parecido tan bonita. No sé. Me gustan las chicas cuando lloran. Esperé unos momentos viendo cómo se doblaba sobre ella misma, con las manos entre las piernas, respirando con dificultad. Luego me acerqué lentamente, le quité el arma y me acurruqué junto a ella. Toqué su espalda desnuda, suave como una hoja de papel, toqué sus piernas, firmes como el mármol, y la besé en el cuello.

Ella se dio media vuelta, se limpió las lágrimas con la palma de la mano, regando aún más el rimel negro por su rostro, y me preguntó ¿Tú también me amas, muñeco?

Claro que te amo, le mentí. Siempre te he amado, nena.

Y luego la besé.

Foto por: Amiba

martes, 11 de agosto de 2009

Calíope o ¿de dónde sacan los escritores sus ideas?

Ayer leí una historia en donde un escritor que no ha escrito nada desde su exitosa primera novela hace algo bastante raro para recuperar su inspiración: El escritor hace un trato con un fans para que le consiga un bezoar que luego le regalará a otro escritor famoso para que éste le diga su secreto del éxito, para que le diga cómo hace para escribir esos libros tan magistrales. ¿Cuál es ese secreto? ¿De dónde saca su inspiración? Esa es la pregunta que siempre ronda la historia (y que ronda la cabeza de muchos de los que nos atrevemos a escribir). Los fans y los fans siempre se la preguntan al escritor.

La respuesta a esta pregunta es: fornicando con la musa (al menos en esta historia).

El escritor famoso le muestra al escritor que no ha escrito nada a una chica que mantiene desnuda y cautiva en el ático de su mansión. La chica, maltratada y violada, se llama Calíope y es la mismísima musa de la poesía épica y la elocuencia.

Calíope es la mayor y más distinguida de las nueve musas. Es la musa de la elocuencia y la poesía épica o heroica. Calíope ("bella voz") es la madre de Orfeo y Linus con Apolo. Sus emblemas son un lápiz de cera y rollos de papel.

La medalla de la Academia Sueca (del Premio Nobel de Literatura) representa un hombre joven sentado bajo un árbol de laurel que, encantado, escucha y escribe la canción que le susurra la musa (Calíope).

La inscripción en la medalla reza:

Inventas vitam juvat excoluisse per artes


Traducido libremente "Y que mejorarse la vida en la tierra por su recién encontrada virtud". Las palabras se toman de La Eneida de Virgilio, la 6 ª canción, verso 663.

El asunto es que el viejo escritor le regala al joven escritor a la chica que ha mantenido encerrada durante casi sesenta años. La chica, Calíope, le reclama “Pero... tú prometiste liberarme el día en que murieras” y el anciano escritor le responde; “Nena... ya deberías saber que todos los escritores somos unos mentirosos”.

El escritor, que no había escrito nada en más de un año (“Simplemente no puedo pensar en una sola línea que valga la pena, en una sola historia que no haya sido contada un millón de veces”), ataca sexualmente a Calíope, y al finalizar, casi como si estuviera poseído, se sienta frente a su computadora y comienza a trabajar. En una sola noche escribe una novela que lo lleva al estrellato.

Y luego escribe otra y otra y entre novelas escribe un librillo de poemas que gana todos los premios del mundo. Todos quieren saber su secreto, pero él sólo sonríe ante la pregunta ¿De dónde saca usted todas sus ideas?

Y se hace millonario.

Claro que la trama se complica más adelante. Las tramas siempre deben complicarse. Calíope le pide ayuda a sus hermanas para escapar de su prisión, pero las hermanas le dicen que ellas no pueden hacer nada, que no tienen el poder suficiente para hacerlo, que mejor le pida ayuda a uno de los dioses en lugar de a ellas Las Musas.

Y es entonces cuando la trama se vuelve aún más interesante, pero eso ya no se los voy a platicar. No me gusta echar a perder las historias, nunca me ha gustado. Mejor lean “Calliope” de Neil Gaiman y descubran el desenlace por ustedes mismos (y de paso lean sus demás historias, maravillosas todas ellas).

Yo, por lo pronto, regresaré a hacerle el amor a mi propia musa. Se los digo nomás para que luego no me vengan a preguntar; Y tú... ¿de dónde sacas las ideas?

miércoles, 29 de julio de 2009

Deseo de cumpleaños

Amo las cosas sencillas de la vida, aunque las cosas que deseo ni siquiera se puedan comprar con dinero. Quiero aprender a tocar acordeón, nadar junto a las ballenas, sentarme bajo una cascada y tener un poco más de talento. Quiero sabiduría para ser un buen padre, ser un mejor amigo y un excelente hijo. Quiero aprender a cocinar y a manejar un auto.

Me gustan las hamburguesas del Kelly´s, las Pepsis frías, las mañanas de lluvia, las gotitas de sudor sobre la piel de una mujer, un apretón de manos, mirar la televisión con mis amigos, beber cerveza a la orilla del camino, quedarme en silencio, que me den un abrazo, desayunar Choco Krispis en la cama, tomar un expresso doble cortado, que me hablen al oído y sacar fotografías.

Me gusta acariciar a la Romina, leer un libro por las noches, caminar por Reforma y bañarme acompañado de una linda chica. Me gusta jugar Playstation y beber un poco de wisky.

Me gusta que me besen
y hacer el amor.

Tal vez en otra vida fui uno de esos hedonistas errantes que vivía de prestado y escribía bajo alguna sombra amiga. No sé. Esas es la impresión que tengo. Soy dueño de un corazón sencillo. Necesito pocas cosas para ser feliz. La vida moderno sólo me ha vuelto más aislado. Me gustan las computadoras, pero aún escribo a mano.

Nunca tuve un plan de vida para cuando cumpliera treinta. No lo tuve ni tampoco lo tengo ahora que cumplo treinta y dos. Mi único plan fue confiar en mis amigos.

Me gustan los chiles rellenos, los flanes con cajeta, el olor de las naranjas, el espagueti a la boloñesa, la carne de ternera, los pozoles de Don Toño y las tortas ahogadas que prepara Doña Chela. Me gusta la cerveza, los tacos de cecina, la crema de zanahoria y los besos de la Magy después de comerse un chocolate.

No sé si los cumpleaños sirven para reflexionar o para sentirse bien o para sentirse mal. Tampoco sé si son sólo una medida más del tiempo. No me he puesto a pensar en eso. De hecho antes los cumpleaños solían ser muy divertidos. Antes, cuando mis amigos aún no se habían ido. Qué importa.

Hace dos años me regalé un blog. Este sitio en el que puedo colocar los textos que no caben en ningún otro lugar. Aquí pongo lo que no tiene clasificación, por eso es que ninguno de ellos lleva etiquetas o señalamientos especiales. Son sólo cosas, ideas al aire, pero que siempre quiero compartir. Lo privado generalmente no sale de mis cuadernos. Así suelo ser.

El año pasado me regalé una noche de tranquilidad. Sin nadie más que yo mismo. Música de Tiersen y una botella de wisky. Afuera hubo una noche estrellada. Estuve así, solo, y me canté unas cuantas canciones, subí los pies en el taburete y me quedé dormido. A veces me regalo un poco de eso.

Pero este año no sé qué regalarme. Todo lo que quiero no puedo simplemente ir al mercado y comprarlo. No puedo sólo pedir un kilo de afecto o un litro de inspiración o dos piezas de sabiduría; y eso es precisamente lo que me gustaría tener. Meter mi mano en el bolsillo, sacar unas monedar y ponerlas sobre el mostrador. Esas cosas sólo pasan en los cuentos.

Me gustan las novelas románticas, los mensajes de celular, las manzanas rojas, el olor a pino. Me gusta andar descalzo sobre el pasto, escuchar las risas, ver los globos de colores y comer algodón de azúcar. Me gusta ir al zoológico, a casa de mi abuela, a comer con los amigos, ir al cine con alguna novia. Me gusta mojarme bajo la lluvia, comer chiles rellenos, viajar de copiloto y leer un comic de vez en cuando.

Me gustan tantas cosas y la mayoría de ellas no se compran con dinero. ¿Qué de todo esto podría pedir que me regalen?

Soplo las velas. La costumbre dicta que debo pedir un deseo. Creo que este año lo único que voy a pedir es que El Señor bendiga a mi familia y a todos mis amigos.

Gracias por seguir aquí.

lunes, 27 de julio de 2009

Dos años


En ocasiones, las cosas que deseas no son tan buenas como cuando te las imaginabas. Sucede con los regalos de navidad (ves una caja grande y al abrirla es un horrible suéter de animalitos), sucede con los restaurantes (un amigo te dice que ahí sirven los mejores cortes de carne del mundo y cuando llegas todo ha sido peor que si lo hubieras cocinado tú mismo), sucede con las películas (Terminator 4 no es tan buena como parece en los anuncios), sucede con cualquier cosa que deseas (aunque a veces las sorpresas son mucho más agradables de lo que hubieras deseado).

Ayer se cumplieron dos años de este blog. Le canté sus mañanitas y me comí un gansito a solas. Prometí escribirle algo, pero no pude. Llevo meses sin poder escribir algo que me guste y mejor me fui a tomar fotografías. Las fotos salieron mejor de lo que imaginé.

Revisando el primer texto que escribí para este espacio, me doy cuenta que al menos he tenido la dignidad de seguir adelante con el concepto que tuve desde el momento de comenzar el blog. Esto es lo que dije en ese entonces: “No voy a intentar ponerte sobre aviso respecto a envejecer, mucho menos describiré trucos para una madurez segura. No encontrarás disertaciones filosóficas, ni negación, ni nada que se le parezca. Seguramente tampoco encontrarás nada que valga la pena, así que no sigas leyendo. En realidad, ni siquiera tengo tiempo para estar escribiendo esto”.

Creo que al menos en eso he cumplido.

Son dos años de un blog que ha tenido que soportar mis constantes estados de ánimo. A veces lo abandono y a veces le doy mantenimiento varias veces por semana. Pero aquí sigue, junto a todos mis lectores silenciosos que se acercan de vez en cuando a mí y me llaman por mi nombre y me dicen que alguno de los textos que aquí encontraron les ha tocado el corazón. Generalmente sólo sonrío ante tales afirmaciones; desde el momento en que un texto ha hecho eso, ha dejado de ser mío. No es necesario que me lo regresen.

Llevo casi seis meses escribiendo pequeñas cosas por aquí y por allá. Ideas en cuadernos, anotaciones en servilletas, ocurrencias en trozos sueltos de papel. Pero no he podido terminar nada. Al menos nada que me haya gustado por completo. Bueno, nada excepto un cuento que le escribí a un muy buen amigo. De ahí en fuera no he escrito mucho que valga la pena compartir. Pero las cosas no son tampoco tan tremendas como uno se las imagina.

Hace dos años comencé este blog y me lo imaginé mucho mejor de lo que hasta ahora ha sido. De verdad que he querido que sea mucho mejor, pero lo que tengo en la cabeza no es lo mismo que sale por mis dedos. Eso me frustra. Pero no es eso lo que me ha tenido seco en lo que va del año. Es algo diferente. Pero este no es el lugar para compartirlo. Creo que al menos les debía esta explicación como mis lectores. Espero que este sentimiento ya pronto se me pase.

Son dos años de este blog. No es necesario felicitar a nadie. Sólo levanten su vaso con wisky y digan “salud”.

domingo, 12 de julio de 2009

Apuntes sobre la creatividad; Música

Antes de sentarme a escribir, me gusta tener preparada la música que voy a estar escuchando. Sin eso y sin una taza de té caliente no puedo comenzar. La música es algo que muchos escritores no podemos dejar a un lado mientras realizamos nuestra labor.

Nunca antes he hablado en este espacio sobre la música que me gusta. De hecho, mis lectores no tienen la idea más alejada de cuales son mis gustos musicales. Pero ahora, como estoy hablando de las cosas que hago para despertar la creatividad voy a hacer una excepción.

Me gusta la música no tan comercial. Me gusta así porque no puedo escuchar música de la cual ya estoy harto. Generalmente pongo las canciones y las dejo que se repitan una y otra vez, en ocasiones durante horas, hasta que ellas también llegan a cansarme. Pongo la música y me dejo llevar por el mood.

Cierro los ojos, pienso en el capitulo que voy a escribir, en las frases correctas, precisas, y dejo que la música defina los últimos detalles.

¿Qué escucho ahora?

BEIRUT - In the Mausoleum from The Flying Club Cup

Esta banda ha sido todo un descubrimiento para mí. Tienen un toque mexicano (a pesar de que ellos no son mexicanos, pero reconocen la influencia de los sonidos) que me resulta embrujante. Todo lo que hacen me gusta. Escuchen.



Nouvelle Vague - In a Manner of Speaking

Originalmente una amiga me hizo llegar el disco. Yo jamás los había escuchado, pero desde el primer acorde me enamoré de ellos.



Kutiman-Thru-you - 03 - I'm New

Este hombre me resulta un verdadero genio. Es israelí, y hace música mezclando segmentos de videos que se encuentra en Youtube. La música que resulta al final nunca, jamás antes se ha tocado. De hecho si miras los videos que la componen por separado no tienen nada que ver con el producto final de Kutiman. Se ve que son horas y horas de edición. Un trabajo sorprendente. Soy fan.



Moby - Pale Horses


El nuevo disco de Moby es maravilloso. Hecho en la intimidad de su departamento en NY, con la ayuda de sus amigos y puesto a la venta bajo su propio sello discográfico, es un disco que él mismo ha definido como "un disco que me gustaría escuchar en una tarde de lluvia". Aplausos.



Me gustan muchos más grupos, mucha más música. No puedo escribir si no estoy escuchando algo que despierte mi creatividad, que me haga soñar. Pero por ahora ya estuvo bien de hablar de mí. Para eso ya tendremos otras ocasiones.

Mejor platícame de ti. ¿Qué música escuchas para inspirarte?

miércoles, 8 de julio de 2009

Apuntes sobre la creatividad

Una pregunta recurrente: ¿De dónde sacan las ideas los escritores?

Una respuesta recurrente: De todas partes. De estar atentos.

A mí me gusta cargar con una libreta y anotar lo que voy descubriendo en el día a día. Me gusta anotar sensaciones y sentimientos. Me gusta anotar esas ideas que, cuando no las anotas, sabes que las vas a extrañar porque "eran muy buenas ideas".

Consejo número 1: Siempre ten a la mano algo para anotar tus ideas.

Consejo número 2: Observa, escucha, siente. A tu alrededor hay un mar de ideas.

A continuación he puesto algunas de las hojas de mi cuaderno azul. Si quieres verlas en grande, sólo da click sobre ellas. Espero te sirvan.






Consejo número 3: Vive. Vive mucho. Vive de todo. Así tendrás mucho sobre lo cual escribir.

martes, 7 de julio de 2009

PEQUEÑA CAJA DE PLÁSTICO

La pareja se detiene a un lado del camino para descansar. Llevan horas caminando con los zapatos llenos de lodo y la frente sudorosa. La mujer fue la primera en detenerse. En su mano derecha lleva una caja de plástico y en la otra un abanico. El hombre se peina el bigote con los dedos y luego se quita el sombrero y lanza un suspiro.

-¿Dónde estamos, cariño?- dice ella-.

-No tengo idea, Marian- contesta él-. Pero no desesperes, pronto llegaremos a alguna parte.

-Sabes que lo único que me preocupa es que los hielos no se derritan- dice, dando unas palmadas suaves a la caja de plástico-.

La pareja había comenzado el viaje en un automóvil negro, de esos grandes y lujosos, alquilado especialmente para recorrer el país. El automóvil era manejado por un chofer con gorra y uniforme. No hablaba mucho, sólo miraba de vez en cuando por el espejo retrovisor y sonreía al mirar a la mujer abanicarse el escote. El chofer era un hombre de la costa, de piel oscura y labios gruesos. Nunca le preguntaron su nombre.

Adentro del automóvil hacía más calor que afuera, pero no podían bajar las ventanas porque de inmediato el interior se llenaba de moscos y de ese olor a plátano que tanto molestaba a Marian. El hombre se secaba el sudor del cuello con un pañuelo. El único que parecía no estar afectado por la temperatura era el chofer del automóvil.

-¿Era necesario que viniéramos nosotros?- dijo Marian en algún momento del viaje-.

-Ya sabes lo que siempre he dicho- contestó él-; si quieres que algo se haga bien, tienes que hacerlo con tus propias manos.

El viaje había durado más de un día. Sólo se habían detenido para comer en lugares que no le parecieran tan desagradables a Marian. La primera vez comieron en el centro de un pueblo enclavado entre dos montañas, en el restaurante del único hotel. Comieron lo único que les pareció comestible; una sopa y un trozo de carne dura que no se pudieron terminar. Bebieron Coca Cola. La segunda vez, ya cercana la noche, comieron en la casa de un pariente del chofer. Comieron frijoles, queso y un trozo de pan. Durmieron en el automóvil.

Esta era la primera vez que Marian dejaba su ciudad para realizar un viaje. No le gustaba volar, mucho menos los caminos sin pavimento. Tampoco le gustaba que la ropa se le pegara al cuerpo, mojada en sudor. Nunca en su vida Marian había visto tantos árboles y a tanta gente utilizando ropa vieja, y nunca había pasado tanto tiempo junto a su marido.

Esa primera noche Marian soñó con su hijo, quien se había quedado en casa al cuidado de la nana. Quiso abrazarlo, pero por alguna razón no pudo. Quiso decirle que todo iba a estar bien, pero cuando lo iba a hacer la despertó un brinco del auto.

-El lugar al que vamos está detrás de ese cerro- dijo el hombre sin voltear a verla-.

El automóvil se detuvo frente a una casa con paredes de lodo y ventanas de color azul. La pareja descendió del auto estirando los brazos y las piernas; él sacudiéndose la camisa, Marina levantándose un poco la falda. A los dos les dolía la espalda y les zumbaban los oídos. Tenían los pies hinchados de tanto estar sentados. Las ramas y las hojas secas tronaban bajo sus pies. El chofer no se bajó del automóvil.

En la casa los esperaba una mujer gorda vestida con pantalón corto y una camiseta a través de la cual se podía ver el color negro de su sostén. Fumaba de manera despreocupada, mirando a la pareja sin levantarse de su mecedora. A un lado, sobre una pequeña mesa de madera, se escuchaba la música salir desde un viejo radio de pilas. En el suelo un montón de colillas retorcidas.

-Usted debe ser...- dijo el hombre estirando la mano-.

-Momento- dijo ella-, no necesitamos saber nada de nosotros. Es mejor. Yo sé lo que le digo. Hablemos dentro.

La mujer se puso de pie con dificultad, apoyando las manos en el descansa brazos de la mecedora. Masculló unas cuantas maldiciones, luego tosió con fuerza varias veces. Cuando recuperó el aire se puso en rumbo de la puerta. A la mujer se le frotaban los muslos al caminar y el pantalón se le metía entre las nalgas. Marian, al mirar eso, frunció la nariz y giró la cabeza hacia otro lado.

La pequeña casa escondida en medio de la selva estaba llena de libros. Filosofía, literatura, matemáticas, esoterismo. Para donde fuera que se mirara había libros de todos los temas. La casa olía a hojas húmedas y tabaco. No había televisión.

-¿Los ha leído todos?- preguntó Marian-.

-Esos y otros más que tengo en el cobertizo- contestó la mujer sin darle importancia-. Pero no han venido a preguntarme sobre eso ¿cierto?

Marian sacudió la cabeza, negando. Nunca se le hubiera ocurrido que una mujer como esa, viviendo a la mitad de ninguna parte, pudiera disfrutar de la lectura. Pensó que la mujer y ella, al menos en eso, se parecían. Siguió mirando el nombre de los libros, en silencio, y por unos segundos se olvidó de lo mal que se sentía por haber aceptado venir en este viaje.

-¿Quieren tomar algo?- preguntó la mujer caminando hacia la cocina-.

-Yo quiero un vaso con agua- dijo Marian-.

-No le recomiendo el agua de estos rumbos, señora- dijo la mujer-. Pero tengo cerveza.

-Una cerveza está bien- contestó de inmediato el marido, dejando a Marian sin otra opción que también aceptar-.

-Hace algún tiempo- comenzó a decir la mujer sin sacar la cabeza del refrigerador- pasó por aquí un escritor de esos que han ganado el premio Nobel. Se bajó del auto vestido con su traje negro impecable y su sombrero ¿pueden creerlo? ¡con éste clima!. Sus lentes así, como de éste tamaño. Lo reconocí de inmediato. Se bajó a preguntar por el camino a la ciudad. La verdad es que no sé qué andaba haciendo tan lejos. Luego me pidió un poco de agua y le ofrecí una cerveza. Por eso me acabo de acordar. Por ahí tengo uno de sus libros con dedicatoria... y una foto, pero esa no sé en dónde la puse.

La mujer le dio una cerveza a Marian y otra al hombre. Luego sacudió la cajetilla de cigarros hasta sacar uno, lo puso entre sus labios y lo encendió. Le dio un trago a su cerveza acercándose al librero.

-Este –dijo ella dándole el libro a Marian-. Aquí. Si quiere puede quedárselo. Ya no lo voy a necesitar.

Normalmente Marian no hubiera aceptado nada de ella ni de nadie que se le pareciera. Pero como el libro estaba escrito por uno de sus autores favoritos, y ya que todo le parecía muy extraño, hizo una excepción. Marian le dio las gracias. En la dedicatoria no aparecía el nombre de la mujer, sólo unas líneas que decían “Para el lugar en donde he tomado la mejor cerveza del mundo”.

El hombre se quitó el sombrero y lo puso a un lado, sentándose en el sillón. En la mano traía un sobre que Marian no había visto antes.

-La verdad es que no queremos quitarle más tiempo -dijo él- Tenemos un poco de prisa. Aquí está nuestra parte del trato –extendió la mano-.

La mujer tomó el sobre, abriéndolo para mirar el interior.

-¿Trae sus instrumentos?- dijo ella levantando el rostro-.

-En el auto- contestó él-.

Dentro del auto, el chofer dormía con la gorra sobre la cara. El hombre le tocó la ventana, despertándolo de un brinco. El chofer salió planchándose el uniforme con una mano, caminando rápido hacia la cajuela, buscando la llave correcta. Marian los observaba desde la puerta, de reojo, mientras pasaba las hojas del libro que le acababan de obsequiar. El viento apenas y soplaba. El canto de los pájaros se escuchaba lejos. El calor era cada vez mayor.

El hombre sacó de la cajuela una maleta grande de cuero y una hielera. Luego caminó de vuelta sobre las hojas secas hasta entrar a la casa. La camisa mojada con sudor. Resoplaba. Entró sin mirar a Marian. Adentro, la mujer obesa lo esperaba junto a la puerta que daba a la única habitación.

-¿Va a necesitar ayuda?- preguntó la mujer-.

-Pierda cuidado- dijo él-, para eso viene mi esposa.

El cuarto tenía una cama de latón, una mesa y una silla de madera. Las paredes de color verde y un olor espeso, como de aire que no ha podido circular desde hace mucho tiempo. Sobre la cama, una niña dormida.

El hombre se acercó a la mesa y abrió la maleta de cuero, sacó unos guantes de plástico y se los colocó. Le dio otros a Marian. Ambos se colocaron también un cubre bocas de tela. El hombre sacó del maletín varios instrumentos quirúrgicos y luego se dirigió a la mujer obesa.

-Sólo nos tomará unos minutos- dijo-. ¿Podría llenar esto con hielos?- le estiró la mano con la pequeña caja de plástico-.

La mujer asintió con la cabeza y el hombre cerró la puerta de la habitación lentamente, dándose la vuelta, mientras Marian le tomaba el pulso a la niña.

viernes, 26 de junio de 2009

Cuéntame sobre un momento

Cuéntame sobre un momento en que te sentiste verdaderamente libre. No sé si era la pregunta número veinte o la veintiuno del cuestionario, lo único que sé es que es la única pregunta que aún recuerdo. Cuéntame sobre un momento en que te sentiste verdaderamente libre. Volví a leerla, me eché para atrás sobre el respaldo de la silla, puse el lápiz en mi boca, cerré los ojos y suspiré.

Ella era la descripción de mi chica perfecta: Minifalda sin ropa interior, camiseta blanca sin sostén, morena, bebiendo Whisky a solas en un bar. Ni siquiera hice el intento de acercarme a ella. Sólo fue cuestión de esperar.

Recuerdo su departamento, pero no recuerdo cómo llegar a él. Tal vez algún día lo recuerde, aunque no es algo que me interese hacer. Recuerdo el color de su auto y la manera en que lo conducía por las calles de la ciudad. Creo que ella no había bebido tanto. Yo sacaba mi cabeza por la ventana para sentir el viento de la noche, ella sujetaba el volante con ambas manos, con la vista siempre al frente. No sé si hablamos de algo. No sé cuánto tardamos en llegar. Sólo recuerdo sus nalgas mientras ella subía las escaleras por delante de mí.

Hicimos el amor sobre la alfombra, en el baño, en la cocina, en la terraza, en su habitación, en el patio, en la sala, en el pasillo. Lo hicimos también en las escaleras. Recuerdo su boca sabor a menta, sus manos pequeñas y frías acariciándome la espalda. Recuerdo la manera que ella tenía de decirme al oído “házmelo otra vez”. Fueron dieciséis horas. No las conté, es cierto, pero recuerdo bien la hora en que llegamos y la hora en que me fui. Dieciséis horas. No dormimos, apenas comimos una pizza sentados a la orilla de la cama. Nos hicimos de todo y de todas las formas que podíamos imaginar. Nunca descansamos.

Después de eso no la volví a ver. Nunca la busqué ni ella tampoco lo hizo. Nos convertimos en un recuerdo. Así lo quisimos. Ella se convirtió en mi mejor recuerdo. Yo espero haberme convertido en eso también. Aunque he de reconocer que a veces la extraño.

Leí de nuevo la pregunta: Cuéntame sobre un momento en que te sentiste verdaderamente libre. Sostuve el lápiz en mi mano, me toqué la corbata, acomodé los lentes sobre mi nariz y me di cuenta que ese trabajo no era lo que yo en verdad buscaba. Me puse de pie y sobre la mesa dejé el cuestionario sin terminar.

viernes, 17 de abril de 2009

Historias en la palma de mi mano


Autorretrato #2

martes, 7 de abril de 2009

No tengo amigos poetas

Lo que más aprecio de mis amigos
es que ninguno de ellos se siente poeta
Es difícil encontrar esa clase de amigos
mucho más difícil que hallar un político eficiente
o un anciano que no sea terco
o una mujer que no se sienta gorda.

Simplemente vamos a tomar un café
a comer unos tacos, a beber Whisky
y rara vez hablamos de literatura
Ninguno de ellos quiere platicarme su vida
mucho menos quieren que la escriba
Simplemente bebemos
y nos insultamos
y damos vueltas por la ciudad
Y al final nos despedimos con un
“nos vemos el próximo año”
una de esas pocas promesas que siempre cumplo

¿Cuánto tiempo ha pasado?
Mucho más del que puedo recordar
y mucho menos del que en realidad me gustaría.

Entre nosotros jamás ha habido poesía
Es un trato que hicimos pero que jamás pactamos
No me gustan los poetas porque el mundo está lleno de ellos
hay demasiados
Cualquiera que se levanta con un dolor en el pecho es poeta
cualquiera que pierde una novia es poeta
cualquiera que escucha una canción
cualquiera que bebe tequila
la siguiente persona que llame a mi teléfono
Todos son poetas
pero mis amigos no
ellos no están contagiados con el virus
nunca lo han estado
nunca lo estarán
y eso es lo que más aprecio de ellos.

Mis amigos son abogados y misántropos
músicos frustrados y ajedrecistas de buró
fotógrafos de tiempo libre
y acariciadores de gatos profesionales
yo soy un simple escritor
que a veces tiene para comer
y a veces no
un tipo que odia la poesía casi tanto como a la injusticia
y a la deuda externa
y a la mamá de mi ex mujer
Soy un tipo al que le falta un diente
y le huelen mal los pies

Pero cuando estoy con mis amigos
cuando viajamos de noche por la ciudad
cuando nos quedamos en silencio
cuando fumamos un Puro
cuando nos mandamos una carta
cuando estoy con ellos y no hablan de mis libros
ni de mis historias
ni de mis fracasos
ni de mis deudas ni de mis preocupaciones
me dan ganas de romper mi promesa y
(me duele decirlo)
escribirles un poema.

miércoles, 1 de abril de 2009

Al Diablo Adentro... en la radio

Hace algunos días nos invitaron a presentar el libro Al Diablo Adentro (del cual, como ya saben, soy uno de los autores) en el programa de radio Tao, con Fernanda Tapia.

Y como no quiero que comiencen los reclamos, aquí les dejo el enlace para que ustedes también puedan escucharlo.


Descarguen el programa haciendo click aqui

viernes, 27 de marzo de 2009

El umbral del mundo

El Audi se detiene a mitad del tiradero y de él baja un hombre que camina firme bajo la lluvia negra, ensuciándose los zapatos de lodo y excremento, que se lleva una mano a la nariz, se sujeta con fuerza el abrigo, cruza unos cuantos metros y entra a una de las casas con paredes y techo de lámina.

Dentro, un hombre y una mujer mayores están sentados frente a la fogata hecha con papeles de periódico. El techo está lleno de goteras, las paredes sostenidas con pacas de cartón y bolsas de basura, las ventanas cubiertas con plástico, todas excepto una, que es por donde sale todo el humo. El hombre junto a la fogata tiene un libro entre las manos y lee con voz tranquila, como si el universo de afuera no existiera. Lee a George Bataille.

El hombre joven que ha llegado de visita se despoja del abrigo y lo coloca en el perchero de roble que él mismo compró y puso ahí desde hace tiempo. Jala un bote de pintura vacío, lo voltea y se sienta sobre él. Escucha unos momentos la lectura, hasta que las dos personas mayores, el hombre y la mujer, se dan cuenta de su presencia. Entonces la mujer levanta su mano sucia, como hecha de lodo, y toca el rostro del joven. El joven le besa la mano a pesar de esas uñas largas y negras, se deja acariciar.

¿Ya es viernes?, dice el hombre mayor. No sabía que ya fuera viernes. ¿Tú sabías que era viernes, mujer?

Ella niega lentamente con la cabeza.

Al hombre mayor le hace falta el ojo derecho, aunque no por eso ve menos que los demás. Lo perdió hace pocos días en una pelea contra los otros que también recogen basura, por defender unos cuantos trozos de cartón del bueno, de ese que pagan a cinco pesos el kilo y que él había encontrado primero. El otro hombre quedó peor; con un agujero en el estómago, sin tres dedos y sin los dientes de arriba. Fue una pelea que sólo a los hombres de esa misma raza pudo haberle interesado, y a nadie más. La gente vive y muere todos los días enterrada en éste montón de basura, y eso suele importarles nomás a ellos mismos.

El hombre mayor tapa el agujero en su rostro con una venda que se le ensucia de inmediato. Prefiere eso a dejar que las moscas vengan a lamerle lo que de vez en cuando aún le escurre de entre los párpados.

Aún quedan frijoles ¿Ya comiste?, pregunta el hombre mayor. También hay tortillas, déjame darte un poco.

Está bien, gracias. Veo que ya empacaron el cartón, dice el joven. Perdón por llegar tarde.

No te preocupes. Al fin y al cabo aquí ya no hay muchas otras cosas por hacer.

La mujer que acaricia el rostro del joven no ha pronunciado palabra desde hace años. No porque no pueda hacerlo, sino porque ha olvidado cómo generar sonidos con su garganta. Ni cuando su pareja, el hombre mayor que está sentado al otro lado de la fogata, perdió su ojo ella supo cómo gritar para pedir ayuda. Esa noche sólo pudo abrir la boca bien grande, apretar los dedos en puño, contraer el estómago, pero nada. Ni una palabra. Ni aún ahora que quiere decirle algo al joven que se deja acariciar por su mano vieja y llena de callosidades. Por eso se limita a sonreír. La Señora Silencio, así le dicen los niños harapientos que la conocen. Los únicos niños que se atreven a acercársele.

El hombre y la mujer mayor salen diario a recorrer el basurero. Caminan la una detrás del otro, casi siempre en silencio. Él empujando un carrito de madera, ella cargando las bolsas hechas con tela de costal. Se detienen cerca de los camiones que día tras día, hora tras hora, traen la basura de la ciudad. Luego tienen que agarrarse a manotazos con los demás que tampoco están dispuestos a soltar su propia parte del botín. Recogen latas y botellas de refresco, cartón y periódico. Meten las manos entre las bolsas de desperdicios, llenándose los dedos con el jugos que suelta la comida podrida, apartando cáscaras y gabazos, trozos de manzanas a medio comer y huesos quebrados de elotes. En ocasiones llegan a encontrar algunas cosas que les resultan útiles; un par de calcetines de diferente tamaño y color, alguna camiseta no lo suficientemente vieja, una chamarra que aunque un poco pequeña aún cubra del frío. Hace mucho que dejaron de sentir repulsión por utilizar cosas que antes pertenecieron a alguien más. Y por las noches, después de haber empacado todo y preparado la cena, después de calentarse junto al fuego y leer algunas páginas de cualquier novela, se acurrucan juntos en la cama, el uno detrás de la otra, y se quitan los piojos que han agarrado en estos tiempos de calor. Meten los dedos negros en el cabello enredado del otro y se entregan a la minuciosa labor de pescar pequeños bichos. Cuando el uno ha terminado, toca el turno de la otra. Y cuando todas las estrellas han aparecido en el cielo, cuando los cuervos se han ido a dormir y no se escucha ya el ruido de ni una sola mosca, el hombre y la mujer se besan cariñosamente, el con sus labios secos, ella con su lengua que no sabe pronunciar palabra, y se acarician por encima de la ropa, que de lo demás, eso que siempre es el paso siguiente a los besos entre las parejas que viven juntas, no lo hacen. Han olvidado cómo hacerlo. No les interesa recordarlo.

A la mujer se le cae la manta que le calienta las piernas y el joven de inmediato coloca sus rodillas en el suelo y la levanta, volviéndola a colocar en su sitio. Ella aprovecha para olerle el cabello.

El hombre mayor coloca un plato frente al joven, y el joven dice, Por cierto, he traído un poco de comida, está en la cajuela del auto. En un momento la traigo.

El hombre mayor mueve la cabeza en señal de aprobación. Primero termina, dice. Y entonces toma el libro que dejó sobre la silla. Comida es el único favor que el hombre mayor acepta del joven. Ya con el libro en las manos camina hasta un rincón, al sitio en que lo guarda, abre un cofre de madera y lo deposita dentro.

¿Cómo vas con tu ojo? Pregunta el joven.

Ya sabes. Cuando hace frío me duele. Pero ya pasará. Nada de qué preocuparse. Esto no me va a matar.

El joven empieza a comer su plato de frijoles en silencio, acompañado sólo del sonido que hace la madera al consumirse bajo el fuego y del golpeteo monótono de la lluvia sobre la lámina.

Así pasan los minutos hasta que la mujer mira al hombre mayor con esa mirada que atraviesa la barrera de los sonidos y que le habla directo a su corazón, una mirada que el hombre mayor entiende de inmediato, y entonces le dice al joven, Tu madre quiere saber qué es lo que te pasa.

Nada, contesta el joven.

Claro que tienes algo, si ella lo dice...

Pasan unos segundos en los que el joven mastica un bocado lentamente, mientras que sus ojos se van humedeciendo. Después de tragar abre la boca, pero la voz se le quiebra, y dice, La verdad si tengo algo, pero, pero, las palabras se le quedan en la garganta y no llegan a salir.

Por eso llegaste tarde, ¿Verdad?

El joven asiente.

La mujer se pone de pie, rengueando a causa de un hueso roto que nunca soldó bien, y se acerca al joven para abrazarlo.

Primero, el joven se resiste, pero luego deja que todo eso que trae dentro salga en forma de llanto. Se sostiene a la ropa sucia y rota de ella, como si esa ropa vieja fuera la única cuerda que ahora lo pudiera sostener al mundo. Y llora como un niño durante bastante tiempo, mientras el hombre mayor le coloca una mano sobre el hombro.

Creo que necesitas alejarte un rato de todo, dice el hombre mayor. Olvidarte por unos días de lo que eres. Todos necesitamos, de vez en cuando, descansar de nosotros mismos.

El joven se seca las lágrimas con las mangas de la camisa, se restriega los ojos con el canto de la mano, sorbe sus mocos, y mueve la cabeza.

Es que... de veras, dice con la voz quebrada. Miren, nunca me había puesto así antes. Con nada. Siento que las circunstancias me han sobrepasado.

Tranquilo, dice el hombre mayor. No tienes que explicarnos. Ya nos lo dirás a su debido tiempo.

El joven mueve la cabeza una vez más, asintiendo. La mujer no deja de abrazarlo.

Desde hacía años que el joven no logra sentirse cómodo en ninguna parte; ni en su casa, ni en su oficina, ni con sus amigos, ni saliendo de la ciudad. Era como si él no perteneciera a ninguna de esas partes, como si viviera en una burbuja de incomodidad que no le permitiera encajar con nada. Pero hoy, al llorar en los brazos de su madre, volvió a sentirse bien, como desde tantos años no se sentía, como si en esos brazos se convirtiera en un pequeño al que envuelven en una esponjosa toalla después de salir de un baño de burbujas. Y quiso quedarse para siempre.

Estando ahí, el joven pensó la propuesta del hombre mayor, la de pasar unos cuantos días con ellos, y dijo:

Está bien. Acepto. Sólo tengo que avisar en el trabajo que voy a ausentarme. También tengo que dejar el auto. No es buena señal que permanezca estacionado enfrente durante tanto tiempo. Tengo que cambiarme de ropa. Tengo, tengo...

El hombre mayor lanzó una carcajada y dijo, Tranquilo, hijo, deja de preocuparte, hoy es viernes, mañana no trabajas. Además, las cosas siempre caen en su sitio si sabes esperar. Mejor vete a casa y arregla las otras cosas que tengas que arreglar. Te vemos mañana muy temprano.

El joven se puso de pie, dio un beso a la frente de su madre y un apretón de manos al hombre. Aún se sorbía los mocos cuando dijo:

Se me olvidaba. Tengo que dejar la comida que les traje. Ahora vuelvo.

El hombre mayor vio salir al joven y, con una sonrisa, echándole el brazo encima a la mujer, dijo:

Tu muchacho es un buen chico, Mariposa. Sólo que él aún no lo sabe.

viernes, 20 de marzo de 2009

Lo que dejamos atrás

Berenice nota que la corbata de su marido está chueca y se acerca para acomodarla. Como todas las mañanas, ella lo ayuda a vestirse antes de que salga para la oficina. Toma la corbata y aprieta suavemente el nudo, luego le arregla las solapas del saco. Él no la mira. Ella se acerca un poco para olerlo por última vez, pero antes de que pueda hacerlo él se da la vuelta.

-¿Vas a desayunar algo?-pregunta ella resignada-. ¿Unos huevos? ¿Un poco de fruta?

-Sólo un jugo, gracias- él se arregla las mangas de la camisa-.

-Bueno- dice ella y sale de la habitación-.

Ya en la cocina saca unas cuantas naranjas del costal y las parte con un cuchillo. Abre la parte alta de los entrepaños y saca el extractor. Lo conecta. Luego exprime una a una, sin prisa, todas las naranjas.

-Mujer ¿has visto mi corbata azul?

-Ya te la llevaste.

-¿Ya? Estaba seguro de haberla dejado aquí. ¿Entonces cuál me queda?

-La gris.

-La gris no combina con este traje.

-No tienes otra.

-Bueno. No importa. Me voy así. ¿Ya está el jugo?

-Toma.

-¿Aún tengo vitaminas?

-Ahí- le señala un mueble de la cocina-.

-Gracias.

Berenice lo mira tomarse el jugo. Mira los largos tragos que da casi sin respirar. Mira la forma en que su manzana de Adán sube y baja con prisa. Lo mira y siente nostalgia. Afuera todo apunta a que será un día soleado.

-¿Pasa algo?

-No. Nada- dice ella-.

-Entonces ¿por qué me miras?

-No te miro. Sólo me quedé pensando.

Berenice toma el vaso, lo enjabona y luego lo enjuaga. Lo pone boca abajo sobre el escurridor. Toma el extractor con ambas manos y antes de colocarlo dentro de la tarja alcanza a mirar su reflejo en una de las orillas metálicas del aparato. Mira sus propios cabellos sucios, sus ojos hinchados, sus labios secos. Y sin darse la vuelta dice:

-¿Ya lo pensaste bien?

-Mujer...

-Quiero saber si ya lo pensaste bien. ¿Es mucho pedir?

-Ya lo pensé bien. No es una decisión apresurada.

Él se pone de pie y camina hasta la sala. Coge su portafolio, lo abre, mete los dedos entre los papeles y luego lo vuelve a cerrar. Se mete la mano a la bolsa y saca un montón de llaveros. Deja uno sobre la mesa de centro. Luego le dice:

-Ya sabes que en la noche vengo por las cosas que me faltan.

Berenice se muerde los labios y contesta:

-Sí, ya lo sé. ¿Cómo podría olvidarlo?

jueves, 12 de marzo de 2009

Tarjeta de navidad

Nunca he escuchado que alguien pregunte por una tarjeta de navidad que perdió. Generalmente las tarjetas se pierden. O se olvidan en un baúl. O se extravían dentro de una caja de cartón guardada en el cuarto de servicio. Después de navidad todas las tarjetas se pierden en algún rincón de la mente. No importa, me dice mi madre, el siguiente año vendrán más. Pero yo no tengo un año más, al menos no un año más que desperdiciar. Al menos no éste. Al menos no es lo que quiero.

Mi habitación sólo tiene una cama, un escritorio y un librero. Sobre la pared he colgado un diploma y dos fotografías. Por entre las cortinas se cuela la luz del sol y más allá, bajando la loma, está el resto del mundo. Pero hoy no estoy ahí, sino aquí, sacando uno por uno los libros del librero y abanicándolos sobre la cama. Pasando las hojas con mi pulgar. El polvo que sale me hace estornudar.

Odio los separadores. Nunca los uso. Pero tengo que dejar señalada la hoja en que me he quedado después de leer. Uso cualquier otra cosa para hacerlo menos separadores o dobleces de hojas. Odio todas las páginas dobladas por las esquinas. Prefiero las tarjetas de fut-bol, los flyers que reparten a la salida del metro, Post-its amarillos o calendarios de bolsillo. Nunca utilizo flores disecadas ni billetes enmicados. Sacudo las páginas de los libros y veo caer boletos del metro y listones de colores. Veo caer uno que otro insecto. Veo caer cartas, pero no lo que estoy buscando. Debería de estar por aquí, ¿O no? Sacudo todos los libros y no encuentro nada. Me acuesto en el suelo para pensar. Saco el teléfono de mi bolsillo y marco el número de mi hermano. Me dice que él no la ha visto. Que ni siquiera sabe cómo es. ¿Dónde pude haberla dejado?

Sobre el escritorio de la habitación hay un paquete. Dentro del paquete hay un libro; el que he prometido enviar a Viena. El paquete no tiene destinatario. La dirección está en eso que estoy buscando, en esa postal navideña que no sé dónde he dejado. Cierro los ojos y trato de recordar, pero nada, sólo un profundo color negro. ¿Será ese el color del olvido? No lo creo. Para mí el olvido tiene el color de los ojos de mi padre, quien jamás me ha enviado una tarjeta para navidad.

Para mí, la navidad huele a tu cabello, y hoy siento que he perdido mi navidad. He perdido tu dirección y la necesito de nuevo, por favor. No puedo esperar todo un año para que me la vuelvas a enviar. Quiero cumplir mi palabra.

viernes, 6 de marzo de 2009

Uno de mis días de sol

Es como ver el mundo a través de unos lentes de plástico. A veces tengo hambre y se me antojan los pepinos. Un poco de picante. La música árabe escrita por norteamericanos. A veces no me interesa escribir.

Una historia. Hoy no tengo una historia. Palabras no tengo pero escribir debo. ¿Cómo puedo meter cien billetes en mi billetera? Mejor un montón de libros que nunca llegaré a leer. Un pato. Necesito un pato. De plástico es mejor.

Y me construyo una ciudad con trozos de cartón y latas de refresco. La pinto y le dibujo sus pequeños letreros de Hotel y Prostíbulo y Funeraria y Templo. Luego camino por sus calles y piso las casas, también los edificios. Pero no. Eso no me hace sentir mejor. Gigante. No me interesa ser un gigante.


He pintado mi barba de color rojo y mis cabellos de color azul. He depilado mis cejas y los pelos de mi nariz. Se me ha caído una muela y tengo que ver al dentista, pero al llegar con él, cuando se asusta al mirar el trozo de hueso que antes era un diente incrustado en mi boca, se desmaya, y tengo que decirle que no tengo dinero para que me construya algo nuevo. Tengo que levantar al hombre después de su desmayo. Le pido perdón por mi mal aliento.

Nunca había visto a un hombre que tuviera un pantalón más gastado que el mío. En la calle, un vagabundo tuvo a bien recordarme que aún no he tocado fondo. Me empujó a la tristeza y ni siquiera tuve la decencia de darle las gracias. Lo único que pude hacer fue regalarle mis pantalones. Él hizo lo mismo conmigo.


¿A quién le dedico el último libro que he escrito? A todas las mujeres que tuvieron la gentileza de arruinarme la vida.

También me dedico a masticar un pedazo de torta que encontré bajo la cama. Al menos no está completamente podrido. Me duele el estómago. Me duele desde hace tiempo. He aprendido a ignorar esa sensación. Es como si me hubiera comido un cuervo y que ahora él me estuviera devorando desde adentro. Vomitar sangre es algo normal. Tal vez Pachebel me haga sentir mejor.


Un amigo me invitó a beber a su casa. Tuve que decir que sí. Bebimos Whisky y le hicimos el amor a su mujer. Creo que era su mujer. Al menos eso me dijo de todas ellas. Una de las mujeres, creo que su nombre era Laura, me ayudó con una de las uñas enterradas del pie. Era amable. Tuve que golpearla.

¿Te hago sentir mal? No me digas eso. Precisamente ahora que estoy de buenas y que te he contado uno de mis mejores días. Si quieres, alguna vez te contaré el peor. De esos tengo muchos. Pero hoy estoy cansado. Las voces han regresado. El dolor también, pero a ese prefiero ignorarlo. Tuve un día largo.

De veras. Nunca quise ser bueno. Ahora no sé que hacer. Tal vez me compre unos dientes nuevos. Tal vez me depile el sexo y salga a dormir bajo la lluvia. Tal vez le llame a mamá. Tal vez termine ese texto que me han solicitado y que no sé cómo escribir. Tal vez me compre una canoa y llegue a la playa. No sé. Tal vez me construya otra ciudad de cartón. Pero primero tengo que regresar al baño, creo que he vuelto a vomitar. Luego, déjame dormir un rato.

domingo, 22 de febrero de 2009

Santa Clos

Esa noche, como cada noche de navidad, me puse la pijama y le dejé galletas y un vaso con leche en la mesa. Me cercioré que el arbolito estuviera encendido y que nada fuera a fallar después de irme a la cama. Le recé al Angelito de la Guarda y me acosté. Claro que me costó trabajo quedarme dormido ¿qué creías? siempre fui un niño normal. No podía dejar de pensar en todos los juguetes que le había pedido.

Como siempre, las noches en casa eran silenciosas. Mamá solía trabajar hasta ya muy tarde en un restaurante y esa noche no fue la excepción. Ya me había acostumbrado a la soledad. Estuve un buen rato mirando el reflejo de las luces del arbolito en el techo hasta que me quedé dormido.

No sé a qué horas llegó. De hecho, al principio pensé que era mamá la que hacía tanto ruido. Me di la vuelta, me restregué los ojos y lo vi. Santa era igualito al que sale en la televisión.

En ese entonces vivíamos en un departamento de una sola habitación. Mamá había puesto una cobija en el centro para separar el cuarto de la sala-comedor-cocina. Para ir al baño teníamos que utilizar el que estaba en medio del patio de la vecindad. Toda nuestra ropa la guardábamos en cajas o la amontonábamos sobre las sillas. Vivíamos apretados, la casa siempre parecía zona de guerra. Por eso, al llegar Santa se golpeó contra una de ellas en la mera espinilla. Yo guardé silencio y no me reí.

Santa levantó las cosas que habían sobre la silla, las puso a un lado y luego, medio tambaleante, se sentó de espaldas a mí lanzando un suspiro. Se pasó la mano por la cabeza quitándose el gorro y estuvo un rato sobándose hasta que el dolor se le calmó. Todo ese tiempo yo estuve calladito, observándolo. No lo podía creer. Miré su cabeza casi calva, sus botas llenas de polvo y la orilla que se le estaba descosiendo a una de sus bolsas. El hombre era bastante gordo. Me pareció un gigante. También recuerdo las manchas de sudor en sus axilas y los rojos piquetes de mosquito en su cuello. Luego, Santa se sacó una bota y le dio la vuelta, dándole unos golpecitos al empeine hasta que escuchó caer unas piedrecillas en el suelo. Se la puso de nuevo y volvió a suspirar. Sólo hasta ese momento tomó una galleta y se la comió.

No sé por qué, pero en casa siempre habían botellas de alcohol. Mamá no bebía, pero tenía bastantes de ellas en la alacena. Santa se puso de pie, abrió el viejo frigadiere y sacó una charola con hielos, puso dos en un vaso de plástico y se sirvió un poco de whisky. Se tomó todo de un solo trago. Estuvo ahí sentado no sé cuanto tiempo, descansando hasta que abrió su costal y puso unas cuantas cajas de regalos bajo nuestro arbolito de navidad. Luego se colocó de nuevo la gorra, se sacudió el pantalón, se echó el costal al hombro, chocó varias veces sus talones y desapareció dando vueltas en medio de una espiral de colores. Nunca lo volví a ver.

domingo, 15 de febrero de 2009

Al Diablo Adentro

(Discurso pronunciado en la presentación del libro Al Diablo Adentro el día 14 de febrero de 2009)


Buenas noches.

Tengo que hablarles de Al Diablo Adentro, así que eso es lo que voy a hacer.

Este no es un libro acerca de ideas. Hay unas cuantas, pero no es de eso de lo que trata. Es sobre personas. Unas muy solitarias. Es sobre gente que está tratando de encontrar su lugar en el mundo; encontrar ese pequeño rincón en el cuál de verdad puedan encajar. Lo buscan, pero no siempre lo encuentran. Y a veces se sienten bien por eso.

Es un libro acerca de palabras. De la manera en que éstas son machacadas, torturadas hasta lograr la frase correcta. Es sobre la forma en que percibimos la literatura, la manera en que en ocasiones miramos el mundo. Es sobre todas esas voces que habitan dentro de nosotros y que no encontramos otra forma de callar.

No es un libro de cuentos ni de poemas porque no todos los textos son cuentos o poemas. Tampoco es un libro experimental porque de experimental tiene muy poco. Es difícil catalogarlo, ponerlo en una parte específica del diccionario literario. Existe por sí mismo. Su catalogación es él mismo.

Es un viaje a través de mundos tan diferentes que al final nos parecen uno solo. Como lectores, aún no hemos salido del primero cuando ya entramos en el siguiente, y así las páginas transcurren hasta que ya es demasiado tarde para escapar de ellas. Conocerán la perdición. Este libro te arruina. La perdición, lo juro. Después de él no verán otra cosa igual. Pero estoy exagerando, no me crean. La realidad es mucho peor.

Es acerca de evitar lugares comunes, de no pisar el mismo camino que muchos han pisado. Es sobre nada. Es sobre el amor por el arte. Es sobre el asco que nos da todo y la felicidad que nos da todo. Es sobre visitar los mismos lugares que ya muchos han visitado y mostrarlos desde otro ángulo. Nuestro ángulo. Es sobre regresar al verdadero gusto por la lectura.

Todos los autores que aparecen en el libro tienen años recorriendo los polvosos caminos de las letras. Años en que sus pies se han llenado de callos y sus ojos se han puesto vidriosos de tanto observar la vida. Han escrito hasta vomitar. Han dormido en las estaciones del metro, han comido de lo que cae de la mesa de sus amigos, se han muerto de frío. Pero tienen pelotas. No han dejado de andar.

Son muchos años que llevamos conociéndonos. Hemos caminado juntos pero no siempre por los mismos senderos. Ni siquiera hemos andado por donde los demás sino que hemos hecho nuestros propios caminos. Hemos rechazado becas, no pertenecemos a ningún circulo artístico. Hemos ganado premios y seguimos siendo unos desconocidos. Todos nuestros lectores están aquí, hoy, y les damos gracias por eso.

Es un libro acerca de cómo nosotros pensamos que las letras deben ser. De cómo las historias se deben de contar. De cómo lo importante no está en lo que decimos, sino en todo eso que no decimos. Es un libro que escribimos para nosotros, un planeta aparte, el planeta Diablo Adentro.

Quienes aquí escriben no lo hacen por el hecho de sentirse más importantes o más inteligentes o más queridos. Lo hacen porque no saben hacen otra cosa. Pierden horas y horas de su tiempo libre (tiempo que podrían ocupar en ganar dinero) en escribir palabras que seguramente nadie leerá. Como buenos artistas, piensan que su arte apesta. Aunque no siempre. Escriben porque son adictos, y como buenos adictos necesitan siempre tener un poco más de eso. Son unos solitarios resignados. Unos amantes torbellínicos. Unos suicidas retirados.

No hay mucho más que pueda decirles sobre mis compañeros, o sobre el libro, sólo que es un honor haber participado en un proyecto como éste y que me siento abrumado por el talento de todos ellos.

Muchas gracias y buenas noches.

lunes, 2 de febrero de 2009

Invitación

¿Qué van a hacer el 14 de febrero?

A los lectores de éste blog, les hago una cordial invitación para que asistan a la presentación del libro "Al diablo adentro", una compilación de textos en la cual aparecen 4 de mis cuentos. Ese día podré firmar sus copias del libro y nos tomaremos unos cuantos tragos juntos. Les seguro la vamos a pasar bien. Espero que asistan.