domingo, 22 de febrero de 2009

Santa Clos

Esa noche, como cada noche de navidad, me puse la pijama y le dejé galletas y un vaso con leche en la mesa. Me cercioré que el arbolito estuviera encendido y que nada fuera a fallar después de irme a la cama. Le recé al Angelito de la Guarda y me acosté. Claro que me costó trabajo quedarme dormido ¿qué creías? siempre fui un niño normal. No podía dejar de pensar en todos los juguetes que le había pedido.

Como siempre, las noches en casa eran silenciosas. Mamá solía trabajar hasta ya muy tarde en un restaurante y esa noche no fue la excepción. Ya me había acostumbrado a la soledad. Estuve un buen rato mirando el reflejo de las luces del arbolito en el techo hasta que me quedé dormido.

No sé a qué horas llegó. De hecho, al principio pensé que era mamá la que hacía tanto ruido. Me di la vuelta, me restregué los ojos y lo vi. Santa era igualito al que sale en la televisión.

En ese entonces vivíamos en un departamento de una sola habitación. Mamá había puesto una cobija en el centro para separar el cuarto de la sala-comedor-cocina. Para ir al baño teníamos que utilizar el que estaba en medio del patio de la vecindad. Toda nuestra ropa la guardábamos en cajas o la amontonábamos sobre las sillas. Vivíamos apretados, la casa siempre parecía zona de guerra. Por eso, al llegar Santa se golpeó contra una de ellas en la mera espinilla. Yo guardé silencio y no me reí.

Santa levantó las cosas que habían sobre la silla, las puso a un lado y luego, medio tambaleante, se sentó de espaldas a mí lanzando un suspiro. Se pasó la mano por la cabeza quitándose el gorro y estuvo un rato sobándose hasta que el dolor se le calmó. Todo ese tiempo yo estuve calladito, observándolo. No lo podía creer. Miré su cabeza casi calva, sus botas llenas de polvo y la orilla que se le estaba descosiendo a una de sus bolsas. El hombre era bastante gordo. Me pareció un gigante. También recuerdo las manchas de sudor en sus axilas y los rojos piquetes de mosquito en su cuello. Luego, Santa se sacó una bota y le dio la vuelta, dándole unos golpecitos al empeine hasta que escuchó caer unas piedrecillas en el suelo. Se la puso de nuevo y volvió a suspirar. Sólo hasta ese momento tomó una galleta y se la comió.

No sé por qué, pero en casa siempre habían botellas de alcohol. Mamá no bebía, pero tenía bastantes de ellas en la alacena. Santa se puso de pie, abrió el viejo frigadiere y sacó una charola con hielos, puso dos en un vaso de plástico y se sirvió un poco de whisky. Se tomó todo de un solo trago. Estuvo ahí sentado no sé cuanto tiempo, descansando hasta que abrió su costal y puso unas cuantas cajas de regalos bajo nuestro arbolito de navidad. Luego se colocó de nuevo la gorra, se sacudió el pantalón, se echó el costal al hombro, chocó varias veces sus talones y desapareció dando vueltas en medio de una espiral de colores. Nunca lo volví a ver.

1 comentario:

Pachita Rex dijo...
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