lunes, 27 de octubre de 2008

Rapsodia en Tlalnepantla


Para llegar a casa hay que subir una pequeña loma. Desde arriba, si das la vuelta, puedes ver Tlalnepantla. Casas y edificios por aquí y por allá, una plancha interminable de construcciones que parecen pequeños bloques de concreto sobre una maqueta rodeada de cerros; cerros que en otoño son cafés y en primavera verdes, como el verde más verde que hayas visto jamás. Por encima de las casas y edificios se levanta la catedral, y más allá de la catedral una fábrica de aceros. Al fondo, de pie, un enorme Cristo que vigila el cementerio. No hay muchos colores en el paisaje, más bien todo luce como si fueran sólo placas grises colocadas unas delante de las otras. Eso es lo que siempre veo, mientras en la cima de la loma el viento nunca deja de soplar.

Lleva dos horas ir desde el trabajo a la casa. Dos de ida y dos de regreso. Cuatro horas en el subterráneo y en el camión, horas que dedico a leer una novela o a pensar en el siguiente texto. Ahí es donde nacen las ideas, a mitad del movimiento. Saco una hoja y hago cualquier anotación. Cualquier cosa. Escribir es lo importante.

Por el rumbo nunca sucede nada. No hay ruido por las noches, no hay jovencitos embriagándose en las esquinas, no hay asaltos, no hay choques. Nada de eso. La gente sale muy temprano a trabajar y llega muy noche a descansar, sólo eso les importa, no andar armando borlotes. Es el sitio adecuado para vivir, para alejarse de la ciudad sin salir de ella.

Una ocasión caminé más de treinta cuadras a las dos de la mañana, sin luna y sin compañía, por calles largas y oscuras, y nunca me topé con alguien. Llegué sano y salvo. Un pueblote, así me gusta llamar al lugar en que vivo.

Lo que más me gusta de Tlalne son sus mujeres. No es que sean especialmente bellas, o que tengan alguna cualidad que las haga distintas a las demás. De hecho, hasta podríamos decir que son más bien... comunes. Eso me gusta. Eso y que sean de caderas grandes, senos pequeños y piel morena.

En ocasiones me detengo en el parque sólo para verlas pasar. Elijo alguna banca del municipio, la que esté libre y con sombra, y me pongo a comer naranjas. Las veo caminar de dos en dos o acompañadas de su marido o de su novio. Me da igual. Sólo me interesa verlas. Las miro y pienso en Adán, en lo mucho que le ha de haber gustado ver caminar a Eva por el paraíso, mientras el viento fresco y el olor a pasto y flores lo llenaban todo. Las muchas veces que le ha de haber agradecido a Dios por haberle dado esa compañera. Lo mucho que ha de haber pasado tardes solamente mirándola. Y mientras como mis naranjas y bebo un poco de agua, le doy gracias al señor por haber hecho tantas mujeres más, por tener más suerte que Adán, quien sólo pudo disfrutar de una. Estiro la piernas y me recargo en el respaldo, guardo las cáscaras en una bolsa, junto a las semillas, y dejo que la tarde también pase.

Antes de entrar a casa se debe cruzar un portón negro. Una vez que lo haz hecho te topas con un patio del tamaño suficiente para estacionar cuatro automóviles. A un lado, cubriéndolo todo con su sombra, se levanta una bugambilia, un enorme árbol de flores rojas. Bajo él hay una banca de madera en la que en días soleados me acomodo a leer un poco y a tomar limonada fría. En ocasiones también saco una pequeña grabadora y escucho algo de música. Escucho a Brahms.

La casa no es muy grande. Son sólo dos habitaciones, un baño, una sala comedor y una cocina. Todos los muros pintados de blanco y siempre con olor a naranjas. El viento entra por las ventanas, meciendo con suavidad las cortinas de colores. En la sala hay un pequeño librero con los únicos libros que me interesa conservar. No serán más de cuarenta. A un lado del librero hay una mesa con una computadora y más allá un televisor que casi nunca está encendido. Sólo cuando hay fútbol.

En la sala hay un sillón rojo, en el que me apoltrono por las noches a leer. Es un sillón grande y suave en el que me hundo cual gatito en un cajón lleno de toallas. Ahí leo en silencio sin distracciones, a Ciorán. Y sobre la mesita, junto a la computadora, un cuaderno de hojas amarillas y portada azul. En él me gusta escribir los cuentos antes de pasarlos a la computadora. El cuaderno está lleno de textos sin acabar y de frases tachonadas y vueltas a escribir una y otra vez. La mesa toda llena de plumas y lapiceros con tinta negra que me gusta coleccionar. Y es en esa mesa y escribiendo sobre ese cuaderno en donde estoy en este preciso momento, respirando un olor a limpio y escribiendo estas palabras que aparecen delante de tus ojos mientras las vas leyendo.

lunes, 13 de octubre de 2008

La espera


Mi hermano dice que ésta noche no vendrán los Unga-Chaka; que no lo harán mientras no nos quitemos los cascos que nos hacen invisibles. Por eso nos escondemos bajo la cama. Mi hermano sabe de esto. Los Unga-Chaka son del tamaño de un refrigerador, peludos como perros, y siempre llevan en la mano una lanza con la que pican la cabeza de los niños. Cavernícolas. Mi hermano dice que lo hacen para que dejen de gustarnos las hamburguesas. Yo sé que tiene razón.

Vi a mi primer Unga-Chaka la noche en que terminamos de ver la película del Monstruo. Lo vi en la calle, entre las ramas de un árbol, agachado, esperando a que me fuera a dormir. Esa noche, por más que me tapé con las cobijas y recé unos padres nuestros, no pude hacer nada para que se fuera. Mi hermano dice que los Unga-Chakas son un poco tontos, que metiéndonos debajo de la cama y aguantando un momento la respiración dejan de buscarnos. Él sabe mucho; él me enseñó a construir los cascos para ser invisibles.

Hicimos los cascos con un colador de plástico y unas cuantas antenas de carritos. Usarlos es peligroso, así que debemos llevar siempre lentes oscuros y un par de guantes de tela. Guardar silencio. Construimos uno para el Romel y otro para la Bola de Pelo. Le hicimos uno también a mamá. Lo que aún no resolvemos es cómo hacérselo también al pez beta que duerme bajo la repisa.

Mi hermano se sienta en el piso, sosteniendo una lámpara en la mano, y mientras alumbra las telarañas que hay en el techo me pregunta si sé cuál es el nombre del hermano feo de Einstein. Yo le digo que no sé cómo se llama el hermano feo de Einstein, y él me contesta que se llama Frank-Einstein. Los dos nos reímos mientras mamá llora calladita en un rincón de la casa.

*

Antes podíamos ver la televisión, pero ahora no porque no tenemos luz. Mamá ya no puede cocinar las cosas que cocinaba antes, así que hemos tenido que comer atún por casi dos días. Antes me gustaba el atún, pero ya me estoy comenzando a cansar. Ella dice que cuando salgamos de esta nos llevará a comer hamburguesas.

Por la noche no puedo dormir. Mi hermano me pregunta que si me pasa algo y yo le pregunto que cuándo dejarán de tronar los cuetes en la calle, que si en algún momento va a dejar de temblar. Él me dice que esos no son cuetes, y que la tierra no tiembla a causa de un terremoto. Me dice que si mejor me cuenta una historia. Le digo que una de monstruos, porque esas son mis favoritas.

Cuando no está cocinando o arreglando lo que queda de la casa, mamá escucha la radio. La escucha muy bajito, pegando la oreja a la bocina. En ocasiones me pide que guarde silencio. A mí no me importa lo que ella escucha; me aburren las noticias. Yo prefiero pisotear cucarachas o buscar sitios para esconderme de los Unga-Chakas. El Romel es quien siempre va conmigo. Nos ponemos nuestros cascos, los guantes y los lentes, y subimos a la azotea.

Al salir de las escalera espero ver la copa de los árboles meciéndose y luego la punta de los edificios. Ver el cielo azul y las nubes. Ver la cúpula del Monumento a la Revolución y el horizonte lleno de los edificios de Reforma. Eso es lo que me gusta de subir a la azotea. Sentarme sobre las jaulas y mirar la ciudad hasta que el sol desaparece. Pero hoy ya no hay nada de eso. Nada está en donde se supone que debe estar.

En su lugar veo columnas de humo que nacen en el suelo y se elevan hasta lo más alto del cielo. Fuego por todas partes. De los edificios ya nada queda. Me limpio los lentes con el brazo mientras respiro el aire que me pica en la nariz. Romel se tira al suelo y se tapa el rostro con las patas. A lo lejos veo un montón de aviones y helicópteros que dan vueltas alrededor de una criatura de color negro. Es como una lagartija enorme que se arrastra en medio de la destrucción. Como un dinosaurio, sólo que más extraño.

Eso es lo que trajeron los Unga-Chakas, dice mi hermano sin quitarse el casco para ser invisible. Es como el horror cósmico de los cuentos.

*

La noche que construimos los cascos fue la misma noche del apagón. Desde entonces la luz no ha regresado, igual que papá. Los que sí han vuelto, y muchas veces, son los Unga-Chakas, pero ya no les tengo miedo.

Hoy por la mañana la Bola de pelo se fue de casa. Yo digo que se cansó de tanto comer atún con galletas. Mi hermano dice que el gato ya no regresará y que nosotros deberíamos hacer lo mismo, pero mamá lo calla diciendo que debemos esperar hasta que regrese papá.

Han pasado muchas horas y él no llega. Ya debería haber vuelto del trabajo. Yo ya quiero comer una hamburguesa y tomar una coca. O dos. Mamá dice que sólo cuando papá regrese nos la va a comprar. Pero ahora no. Que no podemos salir.

Mientras encendemos una veladora en medio de la oscuridad, mi hermano me pregunta si sé cómo estornuda un pez. Yo le digo que no sé cómo estornuda un pez. Y él me dice; Pues ah... ah... ah... atúnnnnn. Nos reímos, pero yo ya casi no tengo ganas de reír; y mamá... mamá ya casi no puede seguir llorando.