miércoles, 28 de noviembre de 2007

Deseo




Muy pocos saben que Susana no es feliz. Repartir volantes a la salida del metro no es su idea de vida. Sonríe porque le pagan por hacerlo. Regala los papelitos y las muestras de shampoo porque no le queda de otra. “Maldita sea” suele pensar mientras aprieta la mandíbula, “ese anuncio decía; solicitamos demo-edecán. ¿Qué es esto? Me están desperdiciando”.

Se acomoda el pantalón después de agacharse, luego reparte más volantes. La gente sale de la estación, toman lo que ella les pone en la mano casi sin darse cuenta, luego desaparecen. Así se le van las horas, entre sonreír y ocultar la vergüenza que siente por estar de pie a media calle, como si fuera un animal exótico en exhibición.

El sonido de una cámara la saca de sus pensamientos.

Delante de ella un hombre moreno, con la cara marcada por la viruela, sostiene un teléfono con cámara digital.

-¿Pero qué le pasa?- dice ella-. Viejo pervertido.

-Eres muy hermosa- el hombre toma otra foto.

-¿Quién le ha dado permiso de hacer eso? Voy a llamar al supervisor para que le de su merecido. ¡Fabián!

El hombre se lleva la mano al bolsillo y saca una tarjeta. Luego la extiende por delante. Susana no sabe qué hacer.

-Mejor llámame. Yo puedo cumplir tus sueños- dice-.

Susana lo mira con los ojos entrecerrados. Muchas veces se ha topado con hombres de ese tipo, pero nunca con uno que estuviera así de loco, que la mira directamente a los ojos como si supiera que ella fuera a aceptar.

-¿Y porqué debería llamarle?- dice Susana-.

-Porque todo esto- dice el hombre moviendo una mano en el aire- es demasiado pequeño para ti. Tú buscas algo más grande y yo puedo dártelo.

-Pero si no nos conocemos. Nunca antes lo he visto.

-No te creas, pequeña. No te creas.

Susana toma la tarjeta con cuidado. Permanece de pie, dejando que el viento juegue con su cabello. Su mente se encuentra en otra parte, soñando con algo diferente. Y antes de que pueda darse cuenta, el hombre ha desaparecido entre la multitud.

Susana levanta la tarjeta y lee un nombre, luego un número telefónico. Fabián, el supervisor, llega y le pregunta si todo está bien. Ella le dice que sí. Que todo se encuentra bien. Luego mira en dirección de la gente; Nunca antes se ha sentido así.

lunes, 26 de noviembre de 2007

La hoja de vidrio reluciente


La hoja de vidrio se desliza sin hacer ruido. Se desprende de la ventana en un décimo piso y cae sin que nadie lo note. Completa, rectangular, sin que alguien la hubiera tocado. Destellos como chispas aparecen por aquí y por allá, reflejos de sol que dan la idea de querer sostenerla, que parecen querer parar el tiempo. La hoja baja a toda velocidad. Limpia. Silenciosa.

Juan Pérez camina con las manos en los bolsillos. No siente el sol que le quema la espalda, ni el incómodo sudor que le baja por la frente y las mejillas. Tampoco presta atención a la suela rota de su zapato o al dolor que tiene en el estómago a causa de que no ha comido. Camina mirando el suelo, pateando piedras, aunque de vez en cuando mira a alguna que otra persona que pasa a su lado. Las mira y piensa que seguramente han de tener un buen trabajo, una gran casa y dos pequeños hijos que las esperan para jugar con la mascota. Piensa que seguramente han de tener una buena vida y una buena cuenta en el banco. Aprieta los puños. Siente envidia.

Juan sabe que si no logra llevar algo de dinero a casa para fin de mes terminarán echándolo del departamento. Necesita cualquier cosa, aunque sólo sea la esperanza de obtener un empleo. Ya no sabe qué otra excusa inventar para evitar los encuentros con el casero.

Se detiene a la mitad de la banqueta, mueve las manos dentro de los bolsillos y siente las llaves de su casa. Los autos pasan a toda velocidad por la avenida, indiferentes, y la gente lo franquea y lo ignora, cada cual metida en sus propios pensamientos. Bajo el brazo siente el peso de su gastado portafolio de cuero, en el que lleva todo ese montón de solicitudes sin entregar. Piensa que el mundo se mueve agradable para todos menos para él.

A pesar del día soleado, Juan se siente triste.

La hoja de vidrio cae sin hacer ruido, Juan ni siquiera la nota. La hoja lo golpea primero en la cabeza, vertical, y luego lo parte exactamente por la mitad, con la precisión de una espada samurai. Su rostro y pecho caen hacia delante y su espalda y nuca hacia atrás, en silencio. Luego el vidrio explota en cientos de trozos pequeñitos, como fuegos artificiales que se riegan por toda la acera. Los autos se detienen y las mujeres gritan. Ya no existe el tiempo. El cielo ha dejado de tener color.

jueves, 22 de noviembre de 2007

Un apunte en mi cuaderno

La noche que explotó la bomba a la mitad del patio y todos esos pedacitos de roca cayeron como una lluvia sobre tu cabeza, fue cuando mi vida comenzó a ir hacia abajo. Se había muerto para siempre la música del piano y el sonido de los pájaros que vivían muy cerca de la puerta de la cocina. Tu vestido lleno de sangre. Yo corriendo entre los escombros, levantando piedras, gritando tu nombre. La guerra nos había alcanzado.

El hombre de la ambulancia dijo que todo iba a estar bien, que por suerte los golpes no eran graves. Dijo que con un poco de descanso era suficiente. Por suerte no viste todo lo que yo vi. Las demás casas, no sólo la nuestra, se habían venido abajo. La nube de polvo apenas me dejaba ver más allá de unos cuantos metros. Los muros partidos por la mitad, los trozos de techo regados por todas partes. Una vecina lloraba sentada en el filo de la banqueta, sus pies estaban descalzos. Los rescatistas tratando de sacar los cuerpos. Tú respirando con dificultad tras una mascarilla.

Aún recuerdo tu rostro iluminado por la tenue luz de la bombilla en ese cuarto. Recuerdo tus manos sosteniendo el revólver, el brillo en tus ojos. Recuerdo el olor a sudor, el olor a frijoles echándose a perder, la cinta rosa que te sostenía el cabello en un moño. Recuerdo tus botas pisándole la entrepierna, la manera en que apretabas la quijada después de insultarlo. Recuerdo que él te llamó revolucionaria y tú le disparaste en un dedo del pie. Yo lo hubiera matado pero tú no me dejaste hacerlo.

Comenzamos a dormir debajo de los puentes, a la orilla del mar, en alguno que otro hotel barato que encontrábamos. Todos nuestros amigos se habían ido mucho tiempo atrás, sólo nosotros quedábamos. Me dijiste que querías ir a México. Yo te dije que aún debíamos esperar un poco más. Dormíamos tomados de la mano, abrazados, sintiendo los latidos del corazón del otro. Noviembre siempre fue muy cálido mientras estuvimos juntos.

Nunca fuimos revolucionarios, eso bien lo sabes. Tampoco estuvimos del lado del gobierno. A nosotros nos gustaban los colores del agua en el río, la frescura de tomar un baño por la mañana, mirar el sol aparecer por detrás de los cerros. Nos gustaba estar juntos y jugar a que éramos los buenos de la película. Usábamos sombrero y nos movíamos en un viejo mustang que había sido de mi padre. Vaqueros. No creo que lo hayas olvidado, aunque yo ya he empezado a hacerlo. Por eso estoy escribiendo estas líneas en mi cuaderno.

miércoles, 21 de noviembre de 2007

C.1, UH 23, E-1, d103

José Luis compra pan de dulce, bolillos y tres litros de leche antes de llegar a casa de sus suegros. Toca la puerta dos veces –tres molestaría- y lo recibe Alejandra, su novia, con los brazos cruzados.

-Llegas diez minutos tarde- dice.

José Luis baja la cabeza sin hablar y entra.

Alrededor de la mesa ya están sus dos cuñados, su cuñada, la sobrina y su suegro. El comedor huele a frijoles y huevo. Todos miran a José Luis.

-Hasta que llegas, cuñadito- dice Roberto. –Trae pa´cá.

Cuando los mira, José Luis piensa en una jauría de perros luchando por carroña. Vomitaría, pero no trae nada en el estómago.

-Siéntese, joven- le dice la suegra. –Ándele. Merezca. Ya sabe que está en su casa.

José Luis jala un banquito y se sienta en un hueco a la esquina de la mesa. Se sienta derechito, sin hacer gestos, y espera. La suegra se acerca y coloca un plato frente a él. Le pone una cuchara a la derecha.

-¿Va a cenar con nosotros?- dice.

-Está bien, señora. Muchas gracias.

Le sirve un puño de frijoles y otro tanto de huevos revueltos con jamón. José Luis mira hacia un lado y el otro; sus dos cuñados, su cuñada, la sobrina y el suegro, igual que su novia, tienen la nariz metida en el plato. Le disgusta el sonido de los cubiertos al chocar con la vajilla.

José Luis come lento y sin hacer sonidos. Al terminar se limpia la comisura de los labios con una servilleta, luego la dobla y la pone a un lado.

-Yo quiero la oreja.

-Yo quiero la piedra.

-A mi déjenme la concha.

Todos meten las manos a la bolsa. Las morusas brincan por aquí y por allá.

-Lástima- dice Roberto. –Ya no te quedó pan dulce. Pero hay mucho bolillo.

-No importa- dice José Luis. –Ya me llené.

Y baja la mirada.

La sobrina, una chica morena y de cabello rubio, se pone de pie para levantar los trastos.

-¡Niña!- dice la cuñada. –Ponte algo. Esa ropa que traes está muy chiquita.

La sobrina tuerce la boca y contesta;

-Pero mami…

Y se inclina para recoger los platos. José Luis la mira con discreción. La sobrina lo descubre. Y sonríe. A José Luis se le acelera el pulso. Y siente una mano que lo toma por el antebrazo.

-Tengo que hablar contigo- dice Alejandra, su novia, llevándolo a la sala. – Quiero saber si me puedes prestar un poco de dinero, porque… ¿sabes? Mañana tengo unas entrevistas de trabajo. Tú sabes cómo es eso. El pasaje, fotocopias, todo…

En realidad José Luis ya lo ha olvidado, pero se lleva la mano a la bolsa y saca su cartera. Encuentra un billete de cien y uno de veinte. Saca el de cien.

-Gracias, mi amor. Vas a ver que ahora sí ya consigo trabajo.

Más allá escucha a su cuñado hablando por teléfono.

-Si, güey. No mames. El estupidito ese quería pagarme cien pesos por día. Que no mame. ¿Quién cree que soy? ¿Un criado?

Se rasca la entrepierna y se huele los dedos.

José Luis prefiere caminar hasta la puerta. Antes, se despide de todos. Les dice que ya es tarde y que no quiere importunar. Que otro día será. Se detiene en el primer escalón de la entrada. El viento sopla frío. Baja la mirada y dice;

-Mi amor… ¿me das un beso?

Alejandra sonríe con los labios apretados, inclinando la cabeza para un lado, y luego lo besa con rapidez.

-Adiós- dice.

Y cierra la puerta.

La primera gota de lluvia cae en el rostro de José Luis. Tiene que apurarse si quiere llegar a casa antes que caiga el chaparrón. Le preocupa encontrar transporte. Se mete las manos a los bolsillos y se da cuenta que no le preguntó a su novia si mañana se verían. Levanta el puño, pero a final decide no tocar la puerta.

sábado, 17 de noviembre de 2007

Mente maestra

Todos los días se levanta a las siete de la mañana, se mete las pantuflas, camina hasta el baño y orina, se lava las manos y la cara, luego va hasta la cocina, se prepara un tazón de cereal y así, con la boca llena, abre su lap top y la enciende.

Antes de comenzar a escribir coloca el reloj de cocina en una hora y se termina el cereal. Se ha propuesto ser un escritor, y lo va a lograr a cualquier costo. Se ha puesto como meta escribir durante por lo menos sesenta minutos al día, valiera o no valiera la pena lo escrito; llegara o no llegara la musa.

En ocasiones la hora transcurre sin ninguna idea. Suena el reloj y de inmediato se siente liberado. Pero hay otras ocasiones en que la inspiración lo golpea con fuerza y puede estar escribiendo durante dos o tres horas. Días en que ni siquiera escucha la chicharra.

Pero hoy era una de esas mañanas en que ninguna idea había llegado. Tic tac, tic tac. Y sonó el reloj. De inmediato apagó la computadora, la metió en un cajón, se puso la chaqueta y salió a la calle. No disfruta el sentimiento de frustración.

Llegó al hospital cerca de las once. La puerta de entrada se abrió y el aroma a cloro lo golpeó en la nariz. Un hombre dormía en el suelo, las enfermeras platicaban, una mujer trapeaba el pasillo. Mostró el pase de entrada y caminó hasta el segundo piso, hasta la cama 32, sin mirar a nadie más.

El tío aún estaba dormido, o eso parecía. Enfermo de un mal que nadie conoce. Desahuciado. Conectado a una maquina y con varios tubos metidos en las venas. La luz apenas entraba por la ventana. Las flores se marchitaban.

Se sentó a un lado y sacó un pequeño cuaderno del bolsillo. Lo abrió por la mitad y comenzó a leer en voz alta unas ideas que se le habían ocurrido en el camino. Leyó durante veinte minutos. Leyó hasta que el tío se despertó tosiendo con fuerza. Luego el tío le dijo que todo eso era una porquería. Que parecía un mariquita escribiendo estupideces. Que escucharlo era más aburrido que tomar un valium.

Le temblaron los labios al escucharlo.

Entonces arrancó las hojas del cuaderno y comenzó a escribir algo diferente. Comenzó a escribir sobre la vida de su tío en el hospital. Escribió apretando los dientes, hundiendo la punta del lápiz con fuerza en la hoja en blanco. Escribió durante muchos minutos, hasta que la enfermera le dijo que era tiempo de irse.

Caminó por el parque con las manos en los bolsillos. Caminó hasta calmarse, hasta que la respiración volvió a ser rítmica. Mira las hojas de los árboles y las carpas que cubren la mitad de Reforma. Se detiene a escuchar a un hombre que grita por una corneta. El hombre está subido en un pequeño templete, vestido con una camiseta amarilla. Tras él, una bandera roja con un dibujo de una hoz y un martillo.

Por unos momentos quiso compartir esos pensamientos y su lucha. Quiso ser otra persona, alguien con principios definidos y con la fuerza suficiente para defender un ideal. Quiso dormir a la intemperie y enamorarse de alguna revolucionaria. Pero pronto recordó que eso ya no era para él. Que no tenía el suficiente carácter. Su tío enfermo siempre se encargaba de recordárselo. Se dio media vuelta y se fue, dejando al hombre gritar voto por voto.

Se sentó en una banca y sacó de nuevo su cuadernito. Escribió todas esas cosas que le venían a la cabeza.

A las tres de la tarde llegó al café La Habana. Las paredes color crema, los ventanales amplios, las sillas de madera, las grandes fotos colgadas en las paredes. Dentro lo esperaba su amigo el bigotón. Se sentó y pidió un capuchino y un par de molletes.

-¿Es ciegto que te vas paga Alemania?- dijo, arrastrando la erre. Una manía que tanto le criticaba su tío.

-Cierto-, contestó el bigotón. –Pero no creas que me la voy a pasar bien. Los alemanes sólo comen salchichas ¡Con lo que odio las salchichas!

-Entiendo.

Sintió que no había mucho que decir. Llevaban tanto tiempo conociéndose que ya no hacían falta las palabras para entenderse. Comprendía que el Bigotón no estaba feliz, pero también comprendía que esa era su gran oportunidad de conseguir algo mejor. Le puso salsa a sus molletes y no habló hasta terminárselos.

-Tengo pgoblemas con una histogia- dijo. –Y tengo que entgegarla en estos días. Es paga un togneo.

-¿Sabes cuál es tu problema?- dijo el Bigotón masticando un trozo de tortilla. –Tu problema es que le quieres poner mucha crema a tus tacos cuando escribes. Eres tremendamente aburrido. Arcaico. Tus cuentos están llenos de paja. Pero no me haces caso.

-¿Y tú qué sabes? Ni siquiega escgibes.

-Entonces ¿Para qué me preguntas?

-¿Te vas a poneg en ese plan?

-¿Sabes qué? Mejor cambiemos de tema. Ya me voy y no quiero irme disgustado.

-Ggacias bigotón. Es que hoy no me he sentido bien. Me siento como si nada me estuviega saliendo. Me cuesta tgabajo escgibig.

-¿Y por qué no escribes sobre mi cuate el embajador?

-¿El viejito? Me cae mal por mamón. Se siente mucho pogque tiene un libgo que nadie ha leído. Me cae mal por que es más pgesumido que yo. Je.

-Pero es todo un personaje. Además, tiene un sobrino con unos cachetotes... parece un chancho de caricatura el muy hijo de la chingada.

-No me integesa- dijo. Y volvió a sacar su cuadernito y a deslizar el lápiz sobre las hojas. El bigotón sonreía mientras se termina su café negro.

Estuvieron unos cuantos minutos más, luego pagaron la cuenta y se detuvieron en la salida. Se dieron un largo abrazo, el último en mucho tiempo, y le deseó buen viaje. Le dijo que lo iba a extrañar. Afuera los autos pasaban a toda velocidad.

Caminando, en el parque vio a un pordiosero dándole de comer a las palomas.

Regresó a casa sin mucha prisa, respirando el aire de la ciudad y sintiendo el sol quemarle la nuca. Piensa en el cuento para el torneo, pero ninguna idea la parecía lo suficientemente buena como para escribirla. Patea los botes vacíos cuando los tiene enfrente.

Caminó de regreso por todo Reforma, pasando por debajo de los campamentos amarillos. Recordó al revolucionario de la camiseta gritando. Recordó a su antigua novia y su gusto por los caballeros andantes. Recordó el día que ella le dijo que lo abandonaba. Recordó cuando tiempo después la encontró con un tipo de cabellos largos y camisa sucia, agitando pancartas afuera de una escuela tomada. Ese día comprendió que nunca fueron el uno para el otro.

Se sentó a la orilla de la banqueta y escribió unas cuantas líneas en su cuaderno. Las ideas iban y venían. Algunas le resultaban impresionantes en un principio, pero luego le aburrían. No importaba. Cualquier cosa era buena para llenar las páginas.

Y así, con los bolsillos llenos de palabras, llegó a casa.

Prende las luces, se quita los zapatos y enciende su computadora. Saca el pequeño cuaderno y lo abre casi por la mitad. Frases. Todas las frases que había anotado en el día; un día aburrido como casi todos en su vida.

Comienza a mover los dedos por el teclado. Las palabras aparecen en la pantalla y las ideas no dejan de fluir. Escribe sobre su tío en fase terminal. Escribe sobre un revolucionario soñador que piensa en cambiar el mundo. Escribe sobre un escritor que opina que sólo los clásicos son buenos. Sobre un escritor que quiere escribir como Borges.

Se detiene para cenar un par de huevos divorciados.

Luego escribe sobre su amigo que se va a Alemania. Escribe sobre el viejo embajador. Y luego hace que ambos se vayan a mirar un partido en el mundial. Por último escribe sobre su novia, sobre todas esas tardes que pasarón juntos leyendo poesía y escuchando música de Pink Floyd. Escribe que ambos se arrojan por una ventana en un pacto de amor.

Luego firma cada uno de los textos con un nombre diferente.

Y los pone en el internet.

Y como nadie los lee, comienza a dejarse mensajes él solo.

Y así pasa la noche, hasta que ve salir de nuevo el sol.

A las siete en punto pone el cuento mañanero, luego se mete las pantuflas, camina hasta el baño y orina, se lava las manos y la cara, luego va hasta la cocina, se prepara un tazón de cereal y así, con la boca llena, apaga su lap top.

Mientras se mete la chaqueta le vienen unas preguntas a la cabeza; ¿qué sería esa página sin él? ¿qué sería sin su mente maestra? Y luego se va rumbo al hospital, pensando en las respuestas, esperando que su tío aún no esté muerto.

jueves, 15 de noviembre de 2007

En las películas

No me gusta cuando en las películas la cámara comienza a ir hacia atrás, con música suave, triste, mientras uno de los protagonistas se queda ahí sosteniendo una maleta. Me molesta aún más si eso sucede en una estación de camiones. Más si la que sostiene la maleta es una jovencita de cabellos lacios agitándose al viento. No me gusta porque me recuerda a esa tarde de noviembre en que nos dijimos adiós.

Las hojas doradas caen suavemente de los árboles al suelo. El sol también cae hacia la tierra mientras el cielo va cambiando de azul a rojo a anaranjado a azul oscuro a negro. El aroma de las lilas acompaña al viento. La sombra que hacen los edificios también va muriendo. No había notado el frío que hace en noviembre. No lo había notado hasta hoy.

Comer en algún restaurante de un centro comercial ya no es lo mismo. No es lo mismo sentarse junto a la ventana y mirar a la gente pasar cargando sus bolsas, riendo después de salir de alguna película. No es lo mismo mirar los escaparates cuando tú no estás. Ahora sólo compro discos para mí, ya no para compartirlos. Tampoco es lo mismo manejar de vuelta a casa con el asiento de al lado vacío. Ya ni los cigarros saben igual.

Leías a los clásicos, eso me gustaba. Leías a Santo Tomás, a Homero y a Voltaire. Leías filosofía y novelas de 1800. Rayabas las hojas de los libros, escribías en los márgenes. También solías olvidar los libros en cualquier parte. Después, mientras cenábamos un plato de cereal frente al televisor, me platicabas lo que habías leído por la tarde. Por ti sé todo lo que esos libros dicen, yo jamás los hubiera leído. Sabes que no leo ningún libro que haya sido escrito hace más de cincuenta años, mucho menos a los clásicos. Ahora lo hago aún menos; me recuerdan a ti.

Fruncías la cara y te tapabas las orejas siempre que veíamos fuegos artificiales explotando a la mitad del cielo. No te gustaba el olor a pólvora. No sé si ahora te guste. También reías mucho cada que dábamos una vuelta en el carrusel. Siempre buscabas un caballo azul que tuviera el rostro apuntando al cielo. Te gustaba el jugo de naranja. Te gustaban las gomitas de grenetina. Te gustaban los algodones de azúcar y las fotografías instantáneas.

En las películas, cuando la cámara comienza a ir hacia atrás, suavemente, no puedo evitar sentir un hueco en el pecho, que me falta el aire. No puedo evitar pensar en tus ojos.

jueves, 8 de noviembre de 2007

El dueño de la palabra


El profesor Koulsy Lamko nació en Chad. Habla Sara Mbay (su idioma materno), Francés, Árabe y Español. Ha vivido fuera desde 1983, y desde entonces ha establecido su residencia en 8 paises diferentes. Llegó vestido con su ropa de celebración africana. Permaneció de pie a la mitad del salón y comenzó a cantar.

Ninguno de nosotros comprendió una sola palabra de lo que había dicho. Más adelante nos diría que esa canción habla sobre él, sobre su padre y sobre el padre de su padre. Es una canción que habla sobre su pueblo y sus ancestros.

Koulsy levantó las manos, sonrió, y se presentó ante nosotros no como un escritor, sino como un gose(se pronuncia "guss", que es una variante de la palabra griot). Precisamente la clase iba a tratar sobre los gose.

El salón es pequeño. Tiene dos muros pintados de blanco y otro de color anaranjado sobre el que cuelga un pizarrón igualmente blanco. En lugar del cuarto muro hay un ventanal. El color azul profundo de la ropa de celebración africana de Koulsy, melancólico como una noche a la orilla del mar, contrasta con lo cálido del salón. Koulsy canta de pie, como si fuera una grande y ancestral roca negra.

Nos platica que en Chad la mayor parte de la población es analfabeta. Que es una gran ironía que en ese país existan escritores cuando no hay casi nadie que pueda leerlos. En Chad no hay muchos escritores. En su lugar existen los gose; hombres encargados de transmitir la tradición, que entretienen contando historias, que llevan y traen noticias de forma oral.

Koulsy se presenta ante nosotros como un gose, palabra que significa “el dueño de la palabra”.

Por las noches, en su pueblo, la gente se reune alrededor de una fogata. Cada persona que asiste lleva un trozo de madera para avivar el fuego. Se sientan a escuchar. Las personas que se paran al centro a contar lo que tengan que contar son llamados gose, porque son, al menos por ese momento, los dueños de la palabra.

Yo en este momento soy un gose. Todos los escritores somos un gose.

Para Koulsy es importante recuperar la confianza en la fuerza que tiene la palabra escrita, recuperar la confianza en todo lo que puede suceder cuando se sucede la palabra. En Chad, al no haber tratos escritos, dar la palabra es darlo todo. La palabra cuenta. Cada cosa que se dice cuenta. Los habitantes de Chad no se pueden des-decir con facilidad. Por primera vez, al escucharlo, sentí el misticismo de ser escritor.

Para mí fue increible recibir la cátedra por parte de una persona que es tan ajena a nosotros, tanto cultural como geográficamente; por parte de una persona que es tan importante para las letras africanas. La clase fue como una perla en el fondo del mar.

Fueron dos horas, aún faltan otras más, pero esta noche, al momento de regresar a casa , me voy sintiendo que lo que hago, contar historias, es mucho más grande de lo que alguna vez hubiera imaginado.

Escucho los tambores milenarios.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Prometiste escribir

Prometiste escribir sobre el silencio de la calle en esa noche, sobre la leve lluvia y el olor a tacos que tanto te desagradaba.

Escribir sobre lo mucho que te gustaron algunas partes del país, sobre lo poco que te gustó ver la convivencia que hay con la miseria. Dijiste que alguna vez harías un cuento.

Yo le escribí algunas líneas al aroma del café, al aroma de tu cabello. Escribí sobre el color de la mesa en que estuvimos, sobre el color de tus ojos. Sobre lo mucho que te deseaba.

También escribí algunas cosas que no me atreví a decir y escribí algunas otras que sé te molestó que no dijera. En las noches lluviosas como esa, te busco pero no te encuentro.

Ahora me sumerjo en la postal que mandaste, esa que no llegó a tiempo, y paso los dedos por encima de tus letras. Recuerdo los rizos de tu cabello, lo grande de tu sonrisa, la música que sonaba.

En estas noches juego con tu estrella de mar, con tu pequeña Catarina. Te leo completa de nuevo. Recuerdo todas esas cosas que nos dijimos. No he vuelto a caminar por las calles que juntos andamos; sigo a la espera de tu mano.

Recuerdo que prometiste escribir sobre ese beso que jamás nos dimos.

martes, 6 de noviembre de 2007

10 cosas que nadie sabe de mí

1.Me da pánico manejar. Tanto así que aunque viaje de copiloto siempre voy pensando en que cualquier otro automóvil se va a estrellar contra nosotros. Siempre (pero he aprendido a disimularlo muy bien).

2.Odio dormir. Si fuera por mí, permanecería despierto todo el día.

3.Me dan miedo las alturas. Siempre que viajo en avión me toca junto a la ventana y siempre termino por cambiar de lugar.

4.Tengo fobia a las concentraciones masivas de gente. No voy a conciertos ni a manifestaciones ni a discotecas. Viajar en metro a las horas pico es un calvario para mí (pero la necesecidad obliga).

5.Jamás he visto a toda mi familia reunida. Todos (tíos, primos, abuelos) viven en diferentes países.

6.Jamás me he enamorado locamente. (Traducción: nunca he llorado por una mujer ni he hecho locuras por alguna).

7.Tengo que leer mi horoscopo por las mañanas, si no no estoy tranquilo (aunque siempre olvido lo que éste dice).

8.Una vez tuve una “relación sexual casual” con la tía de un amigo.

9.Siempre he querido ser director de cine porno (Director, no actor).

10.Lloro con las películas tristes. Siempre. (Pero no dejo que nadie me vea).

sábado, 3 de noviembre de 2007

Una noche llena de monstruos

La calle estaba llena de pequeños monstruos. Frankensteins, brujas, espantapájaros, vampiros. Monstruos por todas partes caminando de la mano de sus padres. Era de noche, el viento soplaba. Los vi caminar de puerta en puerta, cargando sus calabazas de plástico llenas de dulces.

Pensaba en algo que escribir para mi blog. Pensaba en lo difícil del trafico los días de quincena, en lo largas que son las horas antes de salir de puente y en lo corto que son los días de vacaciones. Pegaba la cabeza en el cristal, cruzando los brazos, mirando a los pequeños monstruos. Pensaba en algo para escribir.

Tal vez era la hora, pero vi muchos caminando de un lado a otro, cruzando la calle tomados todos de la mano, en fila. Máscaras y sombreros, antifaces y crinolinas. La luz anaranjada de la noche.

El viento.

Las sonrisas.

El microbús avanzaba lento por las calles. No sé si sólo yo miraba a los pequeños. En la radio pasaban música de los ochenta. Hubiera preferido un poco de Moby, pero no siempre se puede tener todo. Una noche llena de pequeños monstruos.

Al llegar a casa miré la mesa con el zempasuchitl y papel picado. Las calaveritas de dulce y chocolate. Las veladoras y la foto de la abuela. Dejé las llaves y la cartera sobre el buró, me quité los zapatos y encendí el televisor. En todos los canales pasaban programas de Halloween, ninguno del día de muertos.

Me serví un poco de leche y le di una mordida al pan de muerto. Mamá había preparado varias bolsitas llenas de dulces, “por si los niños vienen a tocar” dijo. Pensé en el Mictlán, en que al día siguiente íbamos a ir a visitar la ofrenda monumental en CU. Pensé en lo mucho que me gusta el día de muertos.

jueves, 1 de noviembre de 2007

Las nubes

Las nubes; blancas y enormes contra un cielo azul. El auto se desliza por la carretera, dejando atrás árboles y campos sembrados, serpenteando por los caminos, subiendo y bajando por los montes. Dentro, Soledad toca la guitarra.

-¿No te pone triste ver todo esto?- dijo.

-¿Qué?

-Estos caminos. Tan hermosos. Me apena pensar que hay gente que no los ha visto nunca. Me entristece saber que un día moriré y no volveré a verlos.

-No necesitas ser tan dramática.

Le pedí a Soledad que sacará un poco de Ginebra y Vermouth de la guantera. Le expliqué cómo me gustaban los martinis. Ella prepara el cóctel de la mejor manera.

-¿Segura que nunca antes habías hecho uno?- dije, dando un trago.

-Segura.

-Pues tienes el toque.

Ella sonrió. Soledad decía que la mejor manera de esconder algo era poniéndolo a la vista de todos. Ella tenía labio leporino, y lo escondía sonriendo.

-¿Hace cuanto no vienes?- dijo.

-Desde el día que vi cómo bajaban los ataúdes. Nunca pensé que iba a tener la fuerza para volver.

Soledad dejó la guitarra a un lado, se acercó y me acarició el hombro y parte del brazo, suavemente. Me miraba con ojos húmedos. Las líneas del camino pasaban una tras otra, constantes, y no pude decir nada. No recordaba que el camino fuera tan largo. Seguí bebiendo.

-¿No es malo tomar y conducir?- dijo.

-Eso creo -contesté.

Soledad encendió un cigarrillo y se echó para atrás. Volvió a tocar en la guitarra esa tonada que había venido rascando desde que salimos de casa. Le pregunté el nombre de la canción.

-Road Trippin- dijo-. De los Red Hot Chilli Peppers.

-No la había escuchado. Me gusta. ¿Cuándo aprendiste a tocar guitarra?

-Hace años. En un coro de iglesia.

-Vaya. Soledad iba a la iglesia. Eso si que es noticia.

-¡Cállate!- dijo, dándome un golpe en la pierna-. Que no soy tan mala como piensas que he sido.

Nos reímos. Me gusta reírme con ella. Son mis momentos favoritos. Su risa es lo mejor que me ha pasado desde el día que aprendí a andar en bicicleta. Escucharla es como si me llovieran miles de bendiciones sobre el cuerpo. Me relaja. Cuando ella ríe, siento que nada puede salir mal.

Nos detuvimos a comer a un lado del camino. Bajamos del auto con los oídos zumbando y las piernas adormiladas. Soledad alzó los brazos y se estiró. Luego se acomodó el pantalón. Yo me puse el sombrero.

-¿Qué se te antoja?- dijo, cubriéndose del sol con una mano, frunciendo el ceño.

-Carne. Tortillas. Una salsa bien picosa.

-¿Cerveza?

-También una cerveza.

Nos sentamos afuera, sobre unos troncos puestos a manera de asientos. Levanté la carta del centro de la mesa y le di vueltas con los dedos. Soledad no dejaba de mirarme.

-No te siento muy convencido.

-La verdad es que no. ¿Por qué no vamos directo a tu fiesta? Llegaremos tarde.

-Nada de eso. Tenemos todo el tiempo.

Una niña vestida con suéter rojo y falda gris se acercó a nosotros. Soledad me arrebató la carta de las manos, la miró y luego le dijo lo que queríamos comer. La mamá nos veía desde adentro del restaurante, atrás de la cocina. La pequeña no apuntó nada, simplemente repitió las palabras de Soledad y luego desapareció tras la puerta. Mientras, yo miraba pasar los autos en la carretera.

-¿En qué piensas?

-En que nunca he ido a una fiesta de pueblo. Es más; nunca me he llenado los zapatos de tierra. Ni siquiera sé bailar. ¿Qué van a pensar de mí?

-No van a pensar nada. Son gente humilde. Nada más.

-¿Y nada más vamos a llegar? Te van a preguntar por mí. ¿Qué les vas a decir?

-La pura verdad: Que eres mi novio.

Soledad se echó para adelante, sobre la mesa, y me dio un beso rápido, de esos que sólo alcanzan a rozar los labios. Yo le sonreí mientras jugaba con el salero. Todo olía a humo de escape y a pollos a la leña. A pesar de que el sol brillaba con fuerza, hacía frío.

-Me gusta cuando dices eso.

-¿Qué? ¿Que eres mi novio?

-Si.

A Soledad le gusta sonreír. Lo hace todo el tiempo. Cuando está alegre, cuando está triste. En todo momento. Parece que es lo único que sabe hacer. La verdadera forma en que me doy cuenta de si en verdad está alegre es cuando le brillan los ojos.

La niña regresó cargando dos platos con quesadillas y cervezas. Soledad dijo que ya le hacía falta, que podría comerse una ballena. Tomó una, la untó con salsa y se la llevó a la boca. Yo esperé un poco. Me detuve a verla comer.

-¿Qué?

-Nada- dije.

Seguimos nuestro camino después de casi una hora. El sol ya estaba en la parte más alta del cielo. Soledad ya no tocaba la guitarra. Ahora se abrazaba las piernas y recargaba su cabeza en la ventana de la puerta, con los ojos puestos en el camino.

-¿Qué se siente?- dijo en voz baja.

-No entiendo.

-Lo de tus padres. Ya sabes.

Guardé silencio durante varios minutos. Estuve pensando en las palabras correctas mientras veía el camino, los árboles, las curvas, los montes. Movía el volante de un lado para el otro, con suavidad, para mantener estable el automóvil. Hasta ese momento no me había dado cuenta que el carro que se encontraba más cerca de nosotros iba a tres kilómetros de distancia.

-Es como si tu vida fuera igual a un castillo de naipes – dije-. Y, de pronto, alguien hubiera olvidado cerrar la ventana del cuarto en donde te encuentras, y el viento entrara, serpenteando, metiéndose bajo la alfombra, subiendo por los muebles. No tienes idea de que eso se acerca. Y una explosión que no puedes ver ni sentir te hace pedazos desde adentro, dejando tus partes regadas por el suelo y la mesa, igual que un rompecabezas, para nunca más volverte a levantar. No puedes. Un castillo no se reconstruye a sí mismo.

-No tenía idea- dijo Soledad.

Seguimos en silencio el resto del camino. Tocaba su pierna de cuando en cuando, la acariciaba con suavidad, y ella me miraba con los ojos a punto de las lágrimas. El viento que entraba por una rejilla de la ventana le ondulaba el cabello. Lucía hermosa.

Faltando medio kilómetro, le señalé el sitio en que estaba el cementerio.

Las cosas se ven diferentes bajo la luz del sol. Pude mirar los colores de las casas al entrar por la calle principal. Nunca antes había visitado el pueblo en que mis padres habían crecido antes de irse a vivir a México. La vez que estuve aquí era de noche, no pude ver mucho. El automóvil tiembla cuando avanzamos por las calles empedradas. No llevo prisa. Nos deslizamos con suavidad. Puedo escuchar el ronroneo del motor.

Mientras avanzamos voy mirando a la gente, las puertas de madera con la pintura seca, cuarteada como un trozo de papiro. Veo a la gente vivir lo que ha de ser su vida diaria. Desconocen mi historia. A mi también me gustaría desconocerla. Miro un caballo y dos burros sujetos con una cuerda a un trozo de madera. Veo a dos hombres platicar. Veo un grupo de mujeres preparando tortillas. Y al fondo de la calle, tras un arco de metal oxidado y unas puertas cafés como alas de polilla, veo el cementerio. Le digo a Soledad que hemos llegado.

-Me hubiera gustado traer una cámara- dice-. Todo aquí es muy bonito.

-No creo- le digo.

Estaciono el automóvil cerca de la entrada y bajamos. Me acomodo el sombrero y las gafas oscuras y camino hasta la mujer que vende flores sentada en una orilla. ¿Cuánta gente puede venir a visitar a sus muertos en éste lugar? No creo que sea un buen negocio lo que ella hace. Le pido las amarillas. No sé cómo se llaman, ni sé si le gustarían a mis padres, pero son las que me hacen sentir menos mal. Saco un billete y le pago.

-A mí deme unas rosas- dice Soledad-. Y unos tulipanes y unas orquídeas. ¿No tiene Dalias?

La vendedora de flores niega con la cabeza.

-¿Qué haces?- le digo a Soledad.

-Comprando unas flores para mis suegros. Es la primera vez que los voy a ver. Tengo que quedar bien con ellos ¿No crees?

-Tienes razón-, contesto. Y le toco la punta de la nariz con suavidad.