jueves, 1 de noviembre de 2007

Las nubes

Las nubes; blancas y enormes contra un cielo azul. El auto se desliza por la carretera, dejando atrás árboles y campos sembrados, serpenteando por los caminos, subiendo y bajando por los montes. Dentro, Soledad toca la guitarra.

-¿No te pone triste ver todo esto?- dijo.

-¿Qué?

-Estos caminos. Tan hermosos. Me apena pensar que hay gente que no los ha visto nunca. Me entristece saber que un día moriré y no volveré a verlos.

-No necesitas ser tan dramática.

Le pedí a Soledad que sacará un poco de Ginebra y Vermouth de la guantera. Le expliqué cómo me gustaban los martinis. Ella prepara el cóctel de la mejor manera.

-¿Segura que nunca antes habías hecho uno?- dije, dando un trago.

-Segura.

-Pues tienes el toque.

Ella sonrió. Soledad decía que la mejor manera de esconder algo era poniéndolo a la vista de todos. Ella tenía labio leporino, y lo escondía sonriendo.

-¿Hace cuanto no vienes?- dijo.

-Desde el día que vi cómo bajaban los ataúdes. Nunca pensé que iba a tener la fuerza para volver.

Soledad dejó la guitarra a un lado, se acercó y me acarició el hombro y parte del brazo, suavemente. Me miraba con ojos húmedos. Las líneas del camino pasaban una tras otra, constantes, y no pude decir nada. No recordaba que el camino fuera tan largo. Seguí bebiendo.

-¿No es malo tomar y conducir?- dijo.

-Eso creo -contesté.

Soledad encendió un cigarrillo y se echó para atrás. Volvió a tocar en la guitarra esa tonada que había venido rascando desde que salimos de casa. Le pregunté el nombre de la canción.

-Road Trippin- dijo-. De los Red Hot Chilli Peppers.

-No la había escuchado. Me gusta. ¿Cuándo aprendiste a tocar guitarra?

-Hace años. En un coro de iglesia.

-Vaya. Soledad iba a la iglesia. Eso si que es noticia.

-¡Cállate!- dijo, dándome un golpe en la pierna-. Que no soy tan mala como piensas que he sido.

Nos reímos. Me gusta reírme con ella. Son mis momentos favoritos. Su risa es lo mejor que me ha pasado desde el día que aprendí a andar en bicicleta. Escucharla es como si me llovieran miles de bendiciones sobre el cuerpo. Me relaja. Cuando ella ríe, siento que nada puede salir mal.

Nos detuvimos a comer a un lado del camino. Bajamos del auto con los oídos zumbando y las piernas adormiladas. Soledad alzó los brazos y se estiró. Luego se acomodó el pantalón. Yo me puse el sombrero.

-¿Qué se te antoja?- dijo, cubriéndose del sol con una mano, frunciendo el ceño.

-Carne. Tortillas. Una salsa bien picosa.

-¿Cerveza?

-También una cerveza.

Nos sentamos afuera, sobre unos troncos puestos a manera de asientos. Levanté la carta del centro de la mesa y le di vueltas con los dedos. Soledad no dejaba de mirarme.

-No te siento muy convencido.

-La verdad es que no. ¿Por qué no vamos directo a tu fiesta? Llegaremos tarde.

-Nada de eso. Tenemos todo el tiempo.

Una niña vestida con suéter rojo y falda gris se acercó a nosotros. Soledad me arrebató la carta de las manos, la miró y luego le dijo lo que queríamos comer. La mamá nos veía desde adentro del restaurante, atrás de la cocina. La pequeña no apuntó nada, simplemente repitió las palabras de Soledad y luego desapareció tras la puerta. Mientras, yo miraba pasar los autos en la carretera.

-¿En qué piensas?

-En que nunca he ido a una fiesta de pueblo. Es más; nunca me he llenado los zapatos de tierra. Ni siquiera sé bailar. ¿Qué van a pensar de mí?

-No van a pensar nada. Son gente humilde. Nada más.

-¿Y nada más vamos a llegar? Te van a preguntar por mí. ¿Qué les vas a decir?

-La pura verdad: Que eres mi novio.

Soledad se echó para adelante, sobre la mesa, y me dio un beso rápido, de esos que sólo alcanzan a rozar los labios. Yo le sonreí mientras jugaba con el salero. Todo olía a humo de escape y a pollos a la leña. A pesar de que el sol brillaba con fuerza, hacía frío.

-Me gusta cuando dices eso.

-¿Qué? ¿Que eres mi novio?

-Si.

A Soledad le gusta sonreír. Lo hace todo el tiempo. Cuando está alegre, cuando está triste. En todo momento. Parece que es lo único que sabe hacer. La verdadera forma en que me doy cuenta de si en verdad está alegre es cuando le brillan los ojos.

La niña regresó cargando dos platos con quesadillas y cervezas. Soledad dijo que ya le hacía falta, que podría comerse una ballena. Tomó una, la untó con salsa y se la llevó a la boca. Yo esperé un poco. Me detuve a verla comer.

-¿Qué?

-Nada- dije.

Seguimos nuestro camino después de casi una hora. El sol ya estaba en la parte más alta del cielo. Soledad ya no tocaba la guitarra. Ahora se abrazaba las piernas y recargaba su cabeza en la ventana de la puerta, con los ojos puestos en el camino.

-¿Qué se siente?- dijo en voz baja.

-No entiendo.

-Lo de tus padres. Ya sabes.

Guardé silencio durante varios minutos. Estuve pensando en las palabras correctas mientras veía el camino, los árboles, las curvas, los montes. Movía el volante de un lado para el otro, con suavidad, para mantener estable el automóvil. Hasta ese momento no me había dado cuenta que el carro que se encontraba más cerca de nosotros iba a tres kilómetros de distancia.

-Es como si tu vida fuera igual a un castillo de naipes – dije-. Y, de pronto, alguien hubiera olvidado cerrar la ventana del cuarto en donde te encuentras, y el viento entrara, serpenteando, metiéndose bajo la alfombra, subiendo por los muebles. No tienes idea de que eso se acerca. Y una explosión que no puedes ver ni sentir te hace pedazos desde adentro, dejando tus partes regadas por el suelo y la mesa, igual que un rompecabezas, para nunca más volverte a levantar. No puedes. Un castillo no se reconstruye a sí mismo.

-No tenía idea- dijo Soledad.

Seguimos en silencio el resto del camino. Tocaba su pierna de cuando en cuando, la acariciaba con suavidad, y ella me miraba con los ojos a punto de las lágrimas. El viento que entraba por una rejilla de la ventana le ondulaba el cabello. Lucía hermosa.

Faltando medio kilómetro, le señalé el sitio en que estaba el cementerio.

Las cosas se ven diferentes bajo la luz del sol. Pude mirar los colores de las casas al entrar por la calle principal. Nunca antes había visitado el pueblo en que mis padres habían crecido antes de irse a vivir a México. La vez que estuve aquí era de noche, no pude ver mucho. El automóvil tiembla cuando avanzamos por las calles empedradas. No llevo prisa. Nos deslizamos con suavidad. Puedo escuchar el ronroneo del motor.

Mientras avanzamos voy mirando a la gente, las puertas de madera con la pintura seca, cuarteada como un trozo de papiro. Veo a la gente vivir lo que ha de ser su vida diaria. Desconocen mi historia. A mi también me gustaría desconocerla. Miro un caballo y dos burros sujetos con una cuerda a un trozo de madera. Veo a dos hombres platicar. Veo un grupo de mujeres preparando tortillas. Y al fondo de la calle, tras un arco de metal oxidado y unas puertas cafés como alas de polilla, veo el cementerio. Le digo a Soledad que hemos llegado.

-Me hubiera gustado traer una cámara- dice-. Todo aquí es muy bonito.

-No creo- le digo.

Estaciono el automóvil cerca de la entrada y bajamos. Me acomodo el sombrero y las gafas oscuras y camino hasta la mujer que vende flores sentada en una orilla. ¿Cuánta gente puede venir a visitar a sus muertos en éste lugar? No creo que sea un buen negocio lo que ella hace. Le pido las amarillas. No sé cómo se llaman, ni sé si le gustarían a mis padres, pero son las que me hacen sentir menos mal. Saco un billete y le pago.

-A mí deme unas rosas- dice Soledad-. Y unos tulipanes y unas orquídeas. ¿No tiene Dalias?

La vendedora de flores niega con la cabeza.

-¿Qué haces?- le digo a Soledad.

-Comprando unas flores para mis suegros. Es la primera vez que los voy a ver. Tengo que quedar bien con ellos ¿No crees?

-Tienes razón-, contesto. Y le toco la punta de la nariz con suavidad.

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