lunes, 26 de noviembre de 2007

La hoja de vidrio reluciente


La hoja de vidrio se desliza sin hacer ruido. Se desprende de la ventana en un décimo piso y cae sin que nadie lo note. Completa, rectangular, sin que alguien la hubiera tocado. Destellos como chispas aparecen por aquí y por allá, reflejos de sol que dan la idea de querer sostenerla, que parecen querer parar el tiempo. La hoja baja a toda velocidad. Limpia. Silenciosa.

Juan Pérez camina con las manos en los bolsillos. No siente el sol que le quema la espalda, ni el incómodo sudor que le baja por la frente y las mejillas. Tampoco presta atención a la suela rota de su zapato o al dolor que tiene en el estómago a causa de que no ha comido. Camina mirando el suelo, pateando piedras, aunque de vez en cuando mira a alguna que otra persona que pasa a su lado. Las mira y piensa que seguramente han de tener un buen trabajo, una gran casa y dos pequeños hijos que las esperan para jugar con la mascota. Piensa que seguramente han de tener una buena vida y una buena cuenta en el banco. Aprieta los puños. Siente envidia.

Juan sabe que si no logra llevar algo de dinero a casa para fin de mes terminarán echándolo del departamento. Necesita cualquier cosa, aunque sólo sea la esperanza de obtener un empleo. Ya no sabe qué otra excusa inventar para evitar los encuentros con el casero.

Se detiene a la mitad de la banqueta, mueve las manos dentro de los bolsillos y siente las llaves de su casa. Los autos pasan a toda velocidad por la avenida, indiferentes, y la gente lo franquea y lo ignora, cada cual metida en sus propios pensamientos. Bajo el brazo siente el peso de su gastado portafolio de cuero, en el que lleva todo ese montón de solicitudes sin entregar. Piensa que el mundo se mueve agradable para todos menos para él.

A pesar del día soleado, Juan se siente triste.

La hoja de vidrio cae sin hacer ruido, Juan ni siquiera la nota. La hoja lo golpea primero en la cabeza, vertical, y luego lo parte exactamente por la mitad, con la precisión de una espada samurai. Su rostro y pecho caen hacia delante y su espalda y nuca hacia atrás, en silencio. Luego el vidrio explota en cientos de trozos pequeñitos, como fuegos artificiales que se riegan por toda la acera. Los autos se detienen y las mujeres gritan. Ya no existe el tiempo. El cielo ha dejado de tener color.

1 comentario:

Leon dijo...

Este cuento esta muy "gore", no encuentro la necesidad de ser tan grafico respecto a la forma en que muere, me da igual si fue con la exactitud de un sable o si lo partio a la mitad o 3/4 o peor aun que paso con los restos del vidrio.

Sin embargo, me late la idea de empezar la historia con un hecho aislado que solo al final terminas de entender.