sábado, 17 de noviembre de 2007

Mente maestra

Todos los días se levanta a las siete de la mañana, se mete las pantuflas, camina hasta el baño y orina, se lava las manos y la cara, luego va hasta la cocina, se prepara un tazón de cereal y así, con la boca llena, abre su lap top y la enciende.

Antes de comenzar a escribir coloca el reloj de cocina en una hora y se termina el cereal. Se ha propuesto ser un escritor, y lo va a lograr a cualquier costo. Se ha puesto como meta escribir durante por lo menos sesenta minutos al día, valiera o no valiera la pena lo escrito; llegara o no llegara la musa.

En ocasiones la hora transcurre sin ninguna idea. Suena el reloj y de inmediato se siente liberado. Pero hay otras ocasiones en que la inspiración lo golpea con fuerza y puede estar escribiendo durante dos o tres horas. Días en que ni siquiera escucha la chicharra.

Pero hoy era una de esas mañanas en que ninguna idea había llegado. Tic tac, tic tac. Y sonó el reloj. De inmediato apagó la computadora, la metió en un cajón, se puso la chaqueta y salió a la calle. No disfruta el sentimiento de frustración.

Llegó al hospital cerca de las once. La puerta de entrada se abrió y el aroma a cloro lo golpeó en la nariz. Un hombre dormía en el suelo, las enfermeras platicaban, una mujer trapeaba el pasillo. Mostró el pase de entrada y caminó hasta el segundo piso, hasta la cama 32, sin mirar a nadie más.

El tío aún estaba dormido, o eso parecía. Enfermo de un mal que nadie conoce. Desahuciado. Conectado a una maquina y con varios tubos metidos en las venas. La luz apenas entraba por la ventana. Las flores se marchitaban.

Se sentó a un lado y sacó un pequeño cuaderno del bolsillo. Lo abrió por la mitad y comenzó a leer en voz alta unas ideas que se le habían ocurrido en el camino. Leyó durante veinte minutos. Leyó hasta que el tío se despertó tosiendo con fuerza. Luego el tío le dijo que todo eso era una porquería. Que parecía un mariquita escribiendo estupideces. Que escucharlo era más aburrido que tomar un valium.

Le temblaron los labios al escucharlo.

Entonces arrancó las hojas del cuaderno y comenzó a escribir algo diferente. Comenzó a escribir sobre la vida de su tío en el hospital. Escribió apretando los dientes, hundiendo la punta del lápiz con fuerza en la hoja en blanco. Escribió durante muchos minutos, hasta que la enfermera le dijo que era tiempo de irse.

Caminó por el parque con las manos en los bolsillos. Caminó hasta calmarse, hasta que la respiración volvió a ser rítmica. Mira las hojas de los árboles y las carpas que cubren la mitad de Reforma. Se detiene a escuchar a un hombre que grita por una corneta. El hombre está subido en un pequeño templete, vestido con una camiseta amarilla. Tras él, una bandera roja con un dibujo de una hoz y un martillo.

Por unos momentos quiso compartir esos pensamientos y su lucha. Quiso ser otra persona, alguien con principios definidos y con la fuerza suficiente para defender un ideal. Quiso dormir a la intemperie y enamorarse de alguna revolucionaria. Pero pronto recordó que eso ya no era para él. Que no tenía el suficiente carácter. Su tío enfermo siempre se encargaba de recordárselo. Se dio media vuelta y se fue, dejando al hombre gritar voto por voto.

Se sentó en una banca y sacó de nuevo su cuadernito. Escribió todas esas cosas que le venían a la cabeza.

A las tres de la tarde llegó al café La Habana. Las paredes color crema, los ventanales amplios, las sillas de madera, las grandes fotos colgadas en las paredes. Dentro lo esperaba su amigo el bigotón. Se sentó y pidió un capuchino y un par de molletes.

-¿Es ciegto que te vas paga Alemania?- dijo, arrastrando la erre. Una manía que tanto le criticaba su tío.

-Cierto-, contestó el bigotón. –Pero no creas que me la voy a pasar bien. Los alemanes sólo comen salchichas ¡Con lo que odio las salchichas!

-Entiendo.

Sintió que no había mucho que decir. Llevaban tanto tiempo conociéndose que ya no hacían falta las palabras para entenderse. Comprendía que el Bigotón no estaba feliz, pero también comprendía que esa era su gran oportunidad de conseguir algo mejor. Le puso salsa a sus molletes y no habló hasta terminárselos.

-Tengo pgoblemas con una histogia- dijo. –Y tengo que entgegarla en estos días. Es paga un togneo.

-¿Sabes cuál es tu problema?- dijo el Bigotón masticando un trozo de tortilla. –Tu problema es que le quieres poner mucha crema a tus tacos cuando escribes. Eres tremendamente aburrido. Arcaico. Tus cuentos están llenos de paja. Pero no me haces caso.

-¿Y tú qué sabes? Ni siquiega escgibes.

-Entonces ¿Para qué me preguntas?

-¿Te vas a poneg en ese plan?

-¿Sabes qué? Mejor cambiemos de tema. Ya me voy y no quiero irme disgustado.

-Ggacias bigotón. Es que hoy no me he sentido bien. Me siento como si nada me estuviega saliendo. Me cuesta tgabajo escgibig.

-¿Y por qué no escribes sobre mi cuate el embajador?

-¿El viejito? Me cae mal por mamón. Se siente mucho pogque tiene un libgo que nadie ha leído. Me cae mal por que es más pgesumido que yo. Je.

-Pero es todo un personaje. Además, tiene un sobrino con unos cachetotes... parece un chancho de caricatura el muy hijo de la chingada.

-No me integesa- dijo. Y volvió a sacar su cuadernito y a deslizar el lápiz sobre las hojas. El bigotón sonreía mientras se termina su café negro.

Estuvieron unos cuantos minutos más, luego pagaron la cuenta y se detuvieron en la salida. Se dieron un largo abrazo, el último en mucho tiempo, y le deseó buen viaje. Le dijo que lo iba a extrañar. Afuera los autos pasaban a toda velocidad.

Caminando, en el parque vio a un pordiosero dándole de comer a las palomas.

Regresó a casa sin mucha prisa, respirando el aire de la ciudad y sintiendo el sol quemarle la nuca. Piensa en el cuento para el torneo, pero ninguna idea la parecía lo suficientemente buena como para escribirla. Patea los botes vacíos cuando los tiene enfrente.

Caminó de regreso por todo Reforma, pasando por debajo de los campamentos amarillos. Recordó al revolucionario de la camiseta gritando. Recordó a su antigua novia y su gusto por los caballeros andantes. Recordó el día que ella le dijo que lo abandonaba. Recordó cuando tiempo después la encontró con un tipo de cabellos largos y camisa sucia, agitando pancartas afuera de una escuela tomada. Ese día comprendió que nunca fueron el uno para el otro.

Se sentó a la orilla de la banqueta y escribió unas cuantas líneas en su cuaderno. Las ideas iban y venían. Algunas le resultaban impresionantes en un principio, pero luego le aburrían. No importaba. Cualquier cosa era buena para llenar las páginas.

Y así, con los bolsillos llenos de palabras, llegó a casa.

Prende las luces, se quita los zapatos y enciende su computadora. Saca el pequeño cuaderno y lo abre casi por la mitad. Frases. Todas las frases que había anotado en el día; un día aburrido como casi todos en su vida.

Comienza a mover los dedos por el teclado. Las palabras aparecen en la pantalla y las ideas no dejan de fluir. Escribe sobre su tío en fase terminal. Escribe sobre un revolucionario soñador que piensa en cambiar el mundo. Escribe sobre un escritor que opina que sólo los clásicos son buenos. Sobre un escritor que quiere escribir como Borges.

Se detiene para cenar un par de huevos divorciados.

Luego escribe sobre su amigo que se va a Alemania. Escribe sobre el viejo embajador. Y luego hace que ambos se vayan a mirar un partido en el mundial. Por último escribe sobre su novia, sobre todas esas tardes que pasarón juntos leyendo poesía y escuchando música de Pink Floyd. Escribe que ambos se arrojan por una ventana en un pacto de amor.

Luego firma cada uno de los textos con un nombre diferente.

Y los pone en el internet.

Y como nadie los lee, comienza a dejarse mensajes él solo.

Y así pasa la noche, hasta que ve salir de nuevo el sol.

A las siete en punto pone el cuento mañanero, luego se mete las pantuflas, camina hasta el baño y orina, se lava las manos y la cara, luego va hasta la cocina, se prepara un tazón de cereal y así, con la boca llena, apaga su lap top.

Mientras se mete la chaqueta le vienen unas preguntas a la cabeza; ¿qué sería esa página sin él? ¿qué sería sin su mente maestra? Y luego se va rumbo al hospital, pensando en las respuestas, esperando que su tío aún no esté muerto.

2 comentarios:

Dr.Doom dijo...

Pase un sin numero de veces, pero nunca tuve la oportunidad de entrar al Cafe de la Habana, quiza este Diciembre podriamos organizar una comida en ese lugar y alejarnos de la "intelectual" Col. Condesa jeje.

Pero bueno, sobre el cuento aunque en un contexto distinto me recordo la pelicula de "The Wall" (y creo que esa es la intencion pues incluso se hace referencia a pink floyd en la historia) por el aislamiento, depresion y hasta cierto punto enojo que muestra el personaje.

En cuanto al final, siento que le falto un poco de fuerza, vamos el guey se echo llamemosle su ultima se cena, despues se inspiro para llegar a un punto de inflexion en el que penso X,Y y Z, despues se fortalece a traves de una muestra de sovervia, con lo cual como lector esperaba un final incendiario ya sea para bien o para mal pero no simplemente que el personaje se fuera caminando pensativo.

Sierra dijo...

Cuando la leí, la escena con el tío me pareció excelente. Después, a medida que el texto iba tomando un carácter... episódico, me desencanté un poco. Lo que va entre episodios lo quita brillo a los episodios en sí.

Pero contrario al Doctor, opino que el final es bueno. Me gusta que se cierre sobre sí mismo, y logra un efecto de estructura musical —si se quiere— muy bonito. Me gustaría más si el personaje no fuese escritor —les tengo alergia a los personajes escritores.

Ah, el diálogo también es bueno, fluye.

También me gustan los temas que se insinúan autobiográficos, sobre todo cuando empiezan a aparecer reiterativamente en más de un texto.


Salute.