martes, 28 de septiembre de 2010

En ocasiones me da por extrañarte

¿Qué día es hoy? Me restriego los ojos y hago un esfuerzo por mirar el calendario pero no hay ninguno en la pared. ¿A dónde habrá ido? ¿Alguna vez estuvo alguno ahí? Me levanto para abrir la ventana. Sopla un viento que no refresca. En la habitación se está demasiado caliente. Busco un ventilador, un botón de clima, un abanico; pero nada. No sé si soy demasiado torpe para buscar. ¿Dónde los habrá guardado? El calor no tardará en ponerme de mal humor; siempre lo hace. Recuerdo lo mucho que se alteraba mi mujer cuando hacía calor. "No vayas a comenzar a pelear" me sentenciaba y corría por limones y agua con hielos para prepararme una limonada. Me ayudaba a quitarme los zapatos y los calcetines, me pedía que vistiera sólo con camiseta y pantalones cortos. Me ayudaba a recostarme bajo el ventilador. Ella sí me conocía. Tal vez incluso más que yo mismo. En días como este suelo pensar en ella y la extraño. Afuera se escuchan los gritos de los niños que se bañan en las fuentes del parque. No los veo. Todo está cubierto de Álamos. Sólo veo los autos que pasan a toda velocidad.

El pantalón y el saco negro siguen sobre el respaldo de la silla en la cocina. Llevan no sé cuántos días ahí. Tal vez nunca tenga el ánimo de guardarlos. Yo sigo con la misma playera y el mismo calzoncillo. Sé que debo comer algo, pero ya no tengo hambre. No sé si me vuelva a bañar alguna vez. Estoy mal, un poquito deprimido.

jueves, 23 de septiembre de 2010

El momento más feliz de mi vida

Mi ex-mujer estaba embarazada por segunda ocasión. Nos levantamos antes de que saliera el sol. Me dijo que no podía dormir, que ya eran muchos los dolores. Caminamos hasta el hospital.

La retuvieron. Me entregaron su ropa en una bolsa de plástico.

Poco a poco se fue quitando el frío. La gente en la sala de espera iba y venía. Dos hombres dormitaban a mi lado. Uno más cargaba una pañalera. Yo tenía hambre, pero no me animaba a ir por una torta.

En la televisión, varios programas comenzaron y luego terminaron, hasta que me habló una enfermera. "Felicidades, es una niña" me dijo.

Salí a la calle. Me senté en la banqueta, sentí un nudo en la garganta y comencé a llorar.

Era sábado. A las once y media de la mañana.

miércoles, 18 de agosto de 2010

El día que fui derrotado


(Dale click en la imagen)

lunes, 5 de julio de 2010

Lluvia en los bolsillos


Imaginemos una noche de lluvia en la carretera. El agua golpeando el parabrisas, tan fuerte, tan tupida, que no se puede ver nada más allá del cofre. Adentro, los vidrios se han empañado y tú tratas de limpiarlos con el canto de la mano. El parabrisas está frío. Escuchas el agua golpeando el toldo y el sonido monótono de los limpia parabrisas yendo de un lado para otro. Prendes el aire acondicionado, tienes frío pero has olvidado la chamarra en la cajuela. No te vas a detener para ir por ella. Manejas despacio. Tiemblas cada que del otro lado, en sentido contrario, pasa algún camión con sus luces cegadoras. Luego prendes la radio y pones un poco de música para tranquilizarte. Quisieras ver el campo, la luna, las estrellas, las pequeñas casas con sus lucesitas marrón al lado de la carretera. Pero no hay nada de eso. Sientes que en cualquier momento, en cualquier curva, en cualquier cambio de carril, puedes morir.

Ahora imaginemos que tienes 4 años. Imaginemos que uno de tus recuerdos es el de una noche de mucha lluvia. Hace frío y cae granizo. El granizo golpea las ventanas de tu habitación y eso apenas y te deja escuchar algo de la tele. Te sientes bien porque al menos no tienes frío. Te gustan las noches de lluvia porque son las noches en que, envuelto en tus cobijas y edredón, duermes más calientito.Te gusta que mamá venga y te arrope y te pase la mano por la cabeza hasta que te quedas dormido. Pero aún no duermes. Estás sentado en el suelo, sobre la alfombra, con tu pijama de hombre del espacio, jugando con tus carritos y esperando a que mamá venga con tu leche. Nunca miras la tele porque te aburre. Sólo la prendes porque te gusta que haya ruido en la habitación, porque así te sientes menos solo. Esta noche el granizo no te deja escuchar nada. Juegas a una persecución de autos en una noche de lluvia. Haces ruidos con la boca y mueves el carrito por todos lados, gateando por la alfombra de aquí para allá hasta que un rayo cae, te hace brincar del susto, y se lleva toda la luz. El cuarto ha quedado a oscuras. Sólo escuchas el granizo golpeando las ventanas. Afuera no ves luz. Tiemblas, te asustas un poco. Mamá grita desde su habitación preguntando si te encuentras bien. Dice que no te asustes. Tú le dices que todo está bien, que no tienes miedo. Cuando tus ojos se acostumbran a la oscuridad te pones de pie y caminas hasta la ventana, abres la cortina y pegas el rostro al vidrio. Sientes el frío de la ventana y el vaho que sale de tu boca, que empaña tu visión. Lames la ventana. Miras otro rayo caer a lo lejos, esperas y luego escuchas el trueno. Quieres tocar la lluvia. ¿Se sentirá igual que el agua que cae de la regadera? Abres un poco la ventana y sacas la mano, estirando los dedos. El granizo golpea tu piel. Sientes como si alguien te estuviera tirando piedras filosas a la mano y la metes de inmediato. No. Definitivamente el agua de lluvia no se siente igual que el agua que cae de la regadera, piensas. Cierras la ventana y entonces regresa la luz.

Por último imaginemos uno de mis momentos favoritos. Escuchas el agua de la regadera mientras cae. Miras el vapor subir y llenar el cuarto de baño. Tiemblas mientras te quitas los calcetines y el pantalón. Apenas puedes respirar. El aire se va poniendo más y más caliente. Por más que respiras apenas puedes llenar tus pulmones con oxígeno. Del otro lado está ella quitándose la ropa, de espaldas a ti. La miras, miras la curva de sus nalgas, la delgadez de sus piernas morenas y sus pies con los dedos bien sujetos al suelo, tensos, y el cabello que le cae tapándole el rostro. Quieres creer que ella se siente igual que tú, que le palpita el corazón a la misma velocidad que a ti, que tiene tanto miedo como tú. Estás desnudo y te tapas los genitales con las manos. Ella se da la vuelta lentamente, tapándose igual. El sonido del agua cayendo, chocando contra los azulejos del suelo, cada vez se hace más fuerte. Apenas y puedes pensar. Te sientes mareado. La miras. Te mira. Sonríes con timidez. Te sientes tan agradecido con la vida de poder tenerla frente a ti, sin ropa, a la única “ella” que existe en el mundo, a la única “ella” que hay en todo el universo y que, pudiendo estar en cualquier otra parte, ha decidido estar hoy aquí, contigo, y mostrarse tal cual es; indefensa, frágil, etérea. Das un paso adelante. Ella hace lo mismo. Decides ser el primero en develar el misterio; bajas las manos y la dejas que te vea. Al principio piensas que va a ser más difícil, más vergonzoso, pero no es así. Ella te mira completo, dando otro paso hacia adelante. El sonido del agua es cada vez más intenso, como el zumbido de un millón de abejas a punto de aguijonarte el corazón. Ella se acerca un poco más y baja sus brazos. Por primera vez la miras desnuda. Miras sus pequeños senos, su vientre plano, su pubis negro. Miras su piel tan humedecida por el vapor. Miras su pecho que sube y baja tan rápido como el tuyo. Vuelves a dar las gracias por estar aquí, por tener uno de esos momentos de los cuales tantas veces has escuchado y que nunca antes, hasta ahora, has experimentado. Das las gracias por vivir esto con ella y no con ninguna otra. Te sientes afortunado de estar aquí, a punto de entrar al agua con ella, de quedar limpio junto a ella. Estiras una mano y te detienes a mitad del camino. Ella entiende lo que quieres hacer y no te atreves. Toma tu mano entre las suyas y la coloca suavemente sobre su pecho. Sientes su piel suave, su pequeño pezón duro en la palma de tu mano, el latir de su corazón. Tienes una erección. Sientes vergüenza. Ella baja su mano y toma con cariño tu pene. Sabes que esa es su manera de decirte que todo va a estar bien. Te acercas otro poco y la rodeas con tus brazos. Ella te abraza. Casi no puedes respirar. El vapor apenas te deja ver. Sabes que a ella le sucede lo mismo. Entonces le dices que entren a la regadera. Que después de bañarse harán lo que tengan que hacer. Ella dice que sí. Caminan. El agua cae caliente, pero tiemblas. Sientes el sabor del agua que se mete entre tus labios. Sientes el agua cayendo desde tus hombros, a través de tu espalda y resbalando por tus piernas. Cada vez te sientes más y más mojado. Ella está igual. Su cabello húmedo parece apagado, pero sonríe. Te vuelve a abrazar. Y se besan.

Te sientes feliz.

Te sientes feliz.

jueves, 11 de marzo de 2010

Invisible

Nací invisible.
Con los años
me fui formando
a golpe de palabras.

Soy nada
y sucede que a veces me olvido
de mirar al cielo.
Tengo una desgracia:
Quiero contar historias
pero no me sé ninguna.

Soy un charco de tinta,
vocal perdida, consonante que sangra.
Me llamo viento y a veces
huelo a café espresso.

De cuando en cuando
bebo un vaso lleno de silencio,
escribo encima de libros de museos
y me escondo a llorar
bajo la lluvia.

Nací frágil como el papel
en el que he dibujado esto.
Soy las ideas que mueven el turbante
del beduino en el desierto.

Los que no tienen voz gritan
dentro de mi.

Hago el amor con las novelas,
con los cuentos y con los versos.
Soy un trozo de hielo
que se derrite en el asfalto.

Hasta hace unos momentos no existía.
Hoy me derramo sobre la hoja,
como un río
que lame las rocas.

Soy el pedazo de carbón con el
que escribes en el viento.
Soy la hormiga perdida en una biblioteca.
Quiero tener cosas que ya no tengo.

Soy nada.
Nací invisible.