viernes, 27 de marzo de 2009

El umbral del mundo

El Audi se detiene a mitad del tiradero y de él baja un hombre que camina firme bajo la lluvia negra, ensuciándose los zapatos de lodo y excremento, que se lleva una mano a la nariz, se sujeta con fuerza el abrigo, cruza unos cuantos metros y entra a una de las casas con paredes y techo de lámina.

Dentro, un hombre y una mujer mayores están sentados frente a la fogata hecha con papeles de periódico. El techo está lleno de goteras, las paredes sostenidas con pacas de cartón y bolsas de basura, las ventanas cubiertas con plástico, todas excepto una, que es por donde sale todo el humo. El hombre junto a la fogata tiene un libro entre las manos y lee con voz tranquila, como si el universo de afuera no existiera. Lee a George Bataille.

El hombre joven que ha llegado de visita se despoja del abrigo y lo coloca en el perchero de roble que él mismo compró y puso ahí desde hace tiempo. Jala un bote de pintura vacío, lo voltea y se sienta sobre él. Escucha unos momentos la lectura, hasta que las dos personas mayores, el hombre y la mujer, se dan cuenta de su presencia. Entonces la mujer levanta su mano sucia, como hecha de lodo, y toca el rostro del joven. El joven le besa la mano a pesar de esas uñas largas y negras, se deja acariciar.

¿Ya es viernes?, dice el hombre mayor. No sabía que ya fuera viernes. ¿Tú sabías que era viernes, mujer?

Ella niega lentamente con la cabeza.

Al hombre mayor le hace falta el ojo derecho, aunque no por eso ve menos que los demás. Lo perdió hace pocos días en una pelea contra los otros que también recogen basura, por defender unos cuantos trozos de cartón del bueno, de ese que pagan a cinco pesos el kilo y que él había encontrado primero. El otro hombre quedó peor; con un agujero en el estómago, sin tres dedos y sin los dientes de arriba. Fue una pelea que sólo a los hombres de esa misma raza pudo haberle interesado, y a nadie más. La gente vive y muere todos los días enterrada en éste montón de basura, y eso suele importarles nomás a ellos mismos.

El hombre mayor tapa el agujero en su rostro con una venda que se le ensucia de inmediato. Prefiere eso a dejar que las moscas vengan a lamerle lo que de vez en cuando aún le escurre de entre los párpados.

Aún quedan frijoles ¿Ya comiste?, pregunta el hombre mayor. También hay tortillas, déjame darte un poco.

Está bien, gracias. Veo que ya empacaron el cartón, dice el joven. Perdón por llegar tarde.

No te preocupes. Al fin y al cabo aquí ya no hay muchas otras cosas por hacer.

La mujer que acaricia el rostro del joven no ha pronunciado palabra desde hace años. No porque no pueda hacerlo, sino porque ha olvidado cómo generar sonidos con su garganta. Ni cuando su pareja, el hombre mayor que está sentado al otro lado de la fogata, perdió su ojo ella supo cómo gritar para pedir ayuda. Esa noche sólo pudo abrir la boca bien grande, apretar los dedos en puño, contraer el estómago, pero nada. Ni una palabra. Ni aún ahora que quiere decirle algo al joven que se deja acariciar por su mano vieja y llena de callosidades. Por eso se limita a sonreír. La Señora Silencio, así le dicen los niños harapientos que la conocen. Los únicos niños que se atreven a acercársele.

El hombre y la mujer mayor salen diario a recorrer el basurero. Caminan la una detrás del otro, casi siempre en silencio. Él empujando un carrito de madera, ella cargando las bolsas hechas con tela de costal. Se detienen cerca de los camiones que día tras día, hora tras hora, traen la basura de la ciudad. Luego tienen que agarrarse a manotazos con los demás que tampoco están dispuestos a soltar su propia parte del botín. Recogen latas y botellas de refresco, cartón y periódico. Meten las manos entre las bolsas de desperdicios, llenándose los dedos con el jugos que suelta la comida podrida, apartando cáscaras y gabazos, trozos de manzanas a medio comer y huesos quebrados de elotes. En ocasiones llegan a encontrar algunas cosas que les resultan útiles; un par de calcetines de diferente tamaño y color, alguna camiseta no lo suficientemente vieja, una chamarra que aunque un poco pequeña aún cubra del frío. Hace mucho que dejaron de sentir repulsión por utilizar cosas que antes pertenecieron a alguien más. Y por las noches, después de haber empacado todo y preparado la cena, después de calentarse junto al fuego y leer algunas páginas de cualquier novela, se acurrucan juntos en la cama, el uno detrás de la otra, y se quitan los piojos que han agarrado en estos tiempos de calor. Meten los dedos negros en el cabello enredado del otro y se entregan a la minuciosa labor de pescar pequeños bichos. Cuando el uno ha terminado, toca el turno de la otra. Y cuando todas las estrellas han aparecido en el cielo, cuando los cuervos se han ido a dormir y no se escucha ya el ruido de ni una sola mosca, el hombre y la mujer se besan cariñosamente, el con sus labios secos, ella con su lengua que no sabe pronunciar palabra, y se acarician por encima de la ropa, que de lo demás, eso que siempre es el paso siguiente a los besos entre las parejas que viven juntas, no lo hacen. Han olvidado cómo hacerlo. No les interesa recordarlo.

A la mujer se le cae la manta que le calienta las piernas y el joven de inmediato coloca sus rodillas en el suelo y la levanta, volviéndola a colocar en su sitio. Ella aprovecha para olerle el cabello.

El hombre mayor coloca un plato frente al joven, y el joven dice, Por cierto, he traído un poco de comida, está en la cajuela del auto. En un momento la traigo.

El hombre mayor mueve la cabeza en señal de aprobación. Primero termina, dice. Y entonces toma el libro que dejó sobre la silla. Comida es el único favor que el hombre mayor acepta del joven. Ya con el libro en las manos camina hasta un rincón, al sitio en que lo guarda, abre un cofre de madera y lo deposita dentro.

¿Cómo vas con tu ojo? Pregunta el joven.

Ya sabes. Cuando hace frío me duele. Pero ya pasará. Nada de qué preocuparse. Esto no me va a matar.

El joven empieza a comer su plato de frijoles en silencio, acompañado sólo del sonido que hace la madera al consumirse bajo el fuego y del golpeteo monótono de la lluvia sobre la lámina.

Así pasan los minutos hasta que la mujer mira al hombre mayor con esa mirada que atraviesa la barrera de los sonidos y que le habla directo a su corazón, una mirada que el hombre mayor entiende de inmediato, y entonces le dice al joven, Tu madre quiere saber qué es lo que te pasa.

Nada, contesta el joven.

Claro que tienes algo, si ella lo dice...

Pasan unos segundos en los que el joven mastica un bocado lentamente, mientras que sus ojos se van humedeciendo. Después de tragar abre la boca, pero la voz se le quiebra, y dice, La verdad si tengo algo, pero, pero, las palabras se le quedan en la garganta y no llegan a salir.

Por eso llegaste tarde, ¿Verdad?

El joven asiente.

La mujer se pone de pie, rengueando a causa de un hueso roto que nunca soldó bien, y se acerca al joven para abrazarlo.

Primero, el joven se resiste, pero luego deja que todo eso que trae dentro salga en forma de llanto. Se sostiene a la ropa sucia y rota de ella, como si esa ropa vieja fuera la única cuerda que ahora lo pudiera sostener al mundo. Y llora como un niño durante bastante tiempo, mientras el hombre mayor le coloca una mano sobre el hombro.

Creo que necesitas alejarte un rato de todo, dice el hombre mayor. Olvidarte por unos días de lo que eres. Todos necesitamos, de vez en cuando, descansar de nosotros mismos.

El joven se seca las lágrimas con las mangas de la camisa, se restriega los ojos con el canto de la mano, sorbe sus mocos, y mueve la cabeza.

Es que... de veras, dice con la voz quebrada. Miren, nunca me había puesto así antes. Con nada. Siento que las circunstancias me han sobrepasado.

Tranquilo, dice el hombre mayor. No tienes que explicarnos. Ya nos lo dirás a su debido tiempo.

El joven mueve la cabeza una vez más, asintiendo. La mujer no deja de abrazarlo.

Desde hacía años que el joven no logra sentirse cómodo en ninguna parte; ni en su casa, ni en su oficina, ni con sus amigos, ni saliendo de la ciudad. Era como si él no perteneciera a ninguna de esas partes, como si viviera en una burbuja de incomodidad que no le permitiera encajar con nada. Pero hoy, al llorar en los brazos de su madre, volvió a sentirse bien, como desde tantos años no se sentía, como si en esos brazos se convirtiera en un pequeño al que envuelven en una esponjosa toalla después de salir de un baño de burbujas. Y quiso quedarse para siempre.

Estando ahí, el joven pensó la propuesta del hombre mayor, la de pasar unos cuantos días con ellos, y dijo:

Está bien. Acepto. Sólo tengo que avisar en el trabajo que voy a ausentarme. También tengo que dejar el auto. No es buena señal que permanezca estacionado enfrente durante tanto tiempo. Tengo que cambiarme de ropa. Tengo, tengo...

El hombre mayor lanzó una carcajada y dijo, Tranquilo, hijo, deja de preocuparte, hoy es viernes, mañana no trabajas. Además, las cosas siempre caen en su sitio si sabes esperar. Mejor vete a casa y arregla las otras cosas que tengas que arreglar. Te vemos mañana muy temprano.

El joven se puso de pie, dio un beso a la frente de su madre y un apretón de manos al hombre. Aún se sorbía los mocos cuando dijo:

Se me olvidaba. Tengo que dejar la comida que les traje. Ahora vuelvo.

El hombre mayor vio salir al joven y, con una sonrisa, echándole el brazo encima a la mujer, dijo:

Tu muchacho es un buen chico, Mariposa. Sólo que él aún no lo sabe.

viernes, 20 de marzo de 2009

Lo que dejamos atrás

Berenice nota que la corbata de su marido está chueca y se acerca para acomodarla. Como todas las mañanas, ella lo ayuda a vestirse antes de que salga para la oficina. Toma la corbata y aprieta suavemente el nudo, luego le arregla las solapas del saco. Él no la mira. Ella se acerca un poco para olerlo por última vez, pero antes de que pueda hacerlo él se da la vuelta.

-¿Vas a desayunar algo?-pregunta ella resignada-. ¿Unos huevos? ¿Un poco de fruta?

-Sólo un jugo, gracias- él se arregla las mangas de la camisa-.

-Bueno- dice ella y sale de la habitación-.

Ya en la cocina saca unas cuantas naranjas del costal y las parte con un cuchillo. Abre la parte alta de los entrepaños y saca el extractor. Lo conecta. Luego exprime una a una, sin prisa, todas las naranjas.

-Mujer ¿has visto mi corbata azul?

-Ya te la llevaste.

-¿Ya? Estaba seguro de haberla dejado aquí. ¿Entonces cuál me queda?

-La gris.

-La gris no combina con este traje.

-No tienes otra.

-Bueno. No importa. Me voy así. ¿Ya está el jugo?

-Toma.

-¿Aún tengo vitaminas?

-Ahí- le señala un mueble de la cocina-.

-Gracias.

Berenice lo mira tomarse el jugo. Mira los largos tragos que da casi sin respirar. Mira la forma en que su manzana de Adán sube y baja con prisa. Lo mira y siente nostalgia. Afuera todo apunta a que será un día soleado.

-¿Pasa algo?

-No. Nada- dice ella-.

-Entonces ¿por qué me miras?

-No te miro. Sólo me quedé pensando.

Berenice toma el vaso, lo enjabona y luego lo enjuaga. Lo pone boca abajo sobre el escurridor. Toma el extractor con ambas manos y antes de colocarlo dentro de la tarja alcanza a mirar su reflejo en una de las orillas metálicas del aparato. Mira sus propios cabellos sucios, sus ojos hinchados, sus labios secos. Y sin darse la vuelta dice:

-¿Ya lo pensaste bien?

-Mujer...

-Quiero saber si ya lo pensaste bien. ¿Es mucho pedir?

-Ya lo pensé bien. No es una decisión apresurada.

Él se pone de pie y camina hasta la sala. Coge su portafolio, lo abre, mete los dedos entre los papeles y luego lo vuelve a cerrar. Se mete la mano a la bolsa y saca un montón de llaveros. Deja uno sobre la mesa de centro. Luego le dice:

-Ya sabes que en la noche vengo por las cosas que me faltan.

Berenice se muerde los labios y contesta:

-Sí, ya lo sé. ¿Cómo podría olvidarlo?

jueves, 12 de marzo de 2009

Tarjeta de navidad

Nunca he escuchado que alguien pregunte por una tarjeta de navidad que perdió. Generalmente las tarjetas se pierden. O se olvidan en un baúl. O se extravían dentro de una caja de cartón guardada en el cuarto de servicio. Después de navidad todas las tarjetas se pierden en algún rincón de la mente. No importa, me dice mi madre, el siguiente año vendrán más. Pero yo no tengo un año más, al menos no un año más que desperdiciar. Al menos no éste. Al menos no es lo que quiero.

Mi habitación sólo tiene una cama, un escritorio y un librero. Sobre la pared he colgado un diploma y dos fotografías. Por entre las cortinas se cuela la luz del sol y más allá, bajando la loma, está el resto del mundo. Pero hoy no estoy ahí, sino aquí, sacando uno por uno los libros del librero y abanicándolos sobre la cama. Pasando las hojas con mi pulgar. El polvo que sale me hace estornudar.

Odio los separadores. Nunca los uso. Pero tengo que dejar señalada la hoja en que me he quedado después de leer. Uso cualquier otra cosa para hacerlo menos separadores o dobleces de hojas. Odio todas las páginas dobladas por las esquinas. Prefiero las tarjetas de fut-bol, los flyers que reparten a la salida del metro, Post-its amarillos o calendarios de bolsillo. Nunca utilizo flores disecadas ni billetes enmicados. Sacudo las páginas de los libros y veo caer boletos del metro y listones de colores. Veo caer uno que otro insecto. Veo caer cartas, pero no lo que estoy buscando. Debería de estar por aquí, ¿O no? Sacudo todos los libros y no encuentro nada. Me acuesto en el suelo para pensar. Saco el teléfono de mi bolsillo y marco el número de mi hermano. Me dice que él no la ha visto. Que ni siquiera sabe cómo es. ¿Dónde pude haberla dejado?

Sobre el escritorio de la habitación hay un paquete. Dentro del paquete hay un libro; el que he prometido enviar a Viena. El paquete no tiene destinatario. La dirección está en eso que estoy buscando, en esa postal navideña que no sé dónde he dejado. Cierro los ojos y trato de recordar, pero nada, sólo un profundo color negro. ¿Será ese el color del olvido? No lo creo. Para mí el olvido tiene el color de los ojos de mi padre, quien jamás me ha enviado una tarjeta para navidad.

Para mí, la navidad huele a tu cabello, y hoy siento que he perdido mi navidad. He perdido tu dirección y la necesito de nuevo, por favor. No puedo esperar todo un año para que me la vuelvas a enviar. Quiero cumplir mi palabra.

viernes, 6 de marzo de 2009

Uno de mis días de sol

Es como ver el mundo a través de unos lentes de plástico. A veces tengo hambre y se me antojan los pepinos. Un poco de picante. La música árabe escrita por norteamericanos. A veces no me interesa escribir.

Una historia. Hoy no tengo una historia. Palabras no tengo pero escribir debo. ¿Cómo puedo meter cien billetes en mi billetera? Mejor un montón de libros que nunca llegaré a leer. Un pato. Necesito un pato. De plástico es mejor.

Y me construyo una ciudad con trozos de cartón y latas de refresco. La pinto y le dibujo sus pequeños letreros de Hotel y Prostíbulo y Funeraria y Templo. Luego camino por sus calles y piso las casas, también los edificios. Pero no. Eso no me hace sentir mejor. Gigante. No me interesa ser un gigante.


He pintado mi barba de color rojo y mis cabellos de color azul. He depilado mis cejas y los pelos de mi nariz. Se me ha caído una muela y tengo que ver al dentista, pero al llegar con él, cuando se asusta al mirar el trozo de hueso que antes era un diente incrustado en mi boca, se desmaya, y tengo que decirle que no tengo dinero para que me construya algo nuevo. Tengo que levantar al hombre después de su desmayo. Le pido perdón por mi mal aliento.

Nunca había visto a un hombre que tuviera un pantalón más gastado que el mío. En la calle, un vagabundo tuvo a bien recordarme que aún no he tocado fondo. Me empujó a la tristeza y ni siquiera tuve la decencia de darle las gracias. Lo único que pude hacer fue regalarle mis pantalones. Él hizo lo mismo conmigo.


¿A quién le dedico el último libro que he escrito? A todas las mujeres que tuvieron la gentileza de arruinarme la vida.

También me dedico a masticar un pedazo de torta que encontré bajo la cama. Al menos no está completamente podrido. Me duele el estómago. Me duele desde hace tiempo. He aprendido a ignorar esa sensación. Es como si me hubiera comido un cuervo y que ahora él me estuviera devorando desde adentro. Vomitar sangre es algo normal. Tal vez Pachebel me haga sentir mejor.


Un amigo me invitó a beber a su casa. Tuve que decir que sí. Bebimos Whisky y le hicimos el amor a su mujer. Creo que era su mujer. Al menos eso me dijo de todas ellas. Una de las mujeres, creo que su nombre era Laura, me ayudó con una de las uñas enterradas del pie. Era amable. Tuve que golpearla.

¿Te hago sentir mal? No me digas eso. Precisamente ahora que estoy de buenas y que te he contado uno de mis mejores días. Si quieres, alguna vez te contaré el peor. De esos tengo muchos. Pero hoy estoy cansado. Las voces han regresado. El dolor también, pero a ese prefiero ignorarlo. Tuve un día largo.

De veras. Nunca quise ser bueno. Ahora no sé que hacer. Tal vez me compre unos dientes nuevos. Tal vez me depile el sexo y salga a dormir bajo la lluvia. Tal vez le llame a mamá. Tal vez termine ese texto que me han solicitado y que no sé cómo escribir. Tal vez me compre una canoa y llegue a la playa. No sé. Tal vez me construya otra ciudad de cartón. Pero primero tengo que regresar al baño, creo que he vuelto a vomitar. Luego, déjame dormir un rato.