martes, 7 de julio de 2009

PEQUEÑA CAJA DE PLÁSTICO

La pareja se detiene a un lado del camino para descansar. Llevan horas caminando con los zapatos llenos de lodo y la frente sudorosa. La mujer fue la primera en detenerse. En su mano derecha lleva una caja de plástico y en la otra un abanico. El hombre se peina el bigote con los dedos y luego se quita el sombrero y lanza un suspiro.

-¿Dónde estamos, cariño?- dice ella-.

-No tengo idea, Marian- contesta él-. Pero no desesperes, pronto llegaremos a alguna parte.

-Sabes que lo único que me preocupa es que los hielos no se derritan- dice, dando unas palmadas suaves a la caja de plástico-.

La pareja había comenzado el viaje en un automóvil negro, de esos grandes y lujosos, alquilado especialmente para recorrer el país. El automóvil era manejado por un chofer con gorra y uniforme. No hablaba mucho, sólo miraba de vez en cuando por el espejo retrovisor y sonreía al mirar a la mujer abanicarse el escote. El chofer era un hombre de la costa, de piel oscura y labios gruesos. Nunca le preguntaron su nombre.

Adentro del automóvil hacía más calor que afuera, pero no podían bajar las ventanas porque de inmediato el interior se llenaba de moscos y de ese olor a plátano que tanto molestaba a Marian. El hombre se secaba el sudor del cuello con un pañuelo. El único que parecía no estar afectado por la temperatura era el chofer del automóvil.

-¿Era necesario que viniéramos nosotros?- dijo Marian en algún momento del viaje-.

-Ya sabes lo que siempre he dicho- contestó él-; si quieres que algo se haga bien, tienes que hacerlo con tus propias manos.

El viaje había durado más de un día. Sólo se habían detenido para comer en lugares que no le parecieran tan desagradables a Marian. La primera vez comieron en el centro de un pueblo enclavado entre dos montañas, en el restaurante del único hotel. Comieron lo único que les pareció comestible; una sopa y un trozo de carne dura que no se pudieron terminar. Bebieron Coca Cola. La segunda vez, ya cercana la noche, comieron en la casa de un pariente del chofer. Comieron frijoles, queso y un trozo de pan. Durmieron en el automóvil.

Esta era la primera vez que Marian dejaba su ciudad para realizar un viaje. No le gustaba volar, mucho menos los caminos sin pavimento. Tampoco le gustaba que la ropa se le pegara al cuerpo, mojada en sudor. Nunca en su vida Marian había visto tantos árboles y a tanta gente utilizando ropa vieja, y nunca había pasado tanto tiempo junto a su marido.

Esa primera noche Marian soñó con su hijo, quien se había quedado en casa al cuidado de la nana. Quiso abrazarlo, pero por alguna razón no pudo. Quiso decirle que todo iba a estar bien, pero cuando lo iba a hacer la despertó un brinco del auto.

-El lugar al que vamos está detrás de ese cerro- dijo el hombre sin voltear a verla-.

El automóvil se detuvo frente a una casa con paredes de lodo y ventanas de color azul. La pareja descendió del auto estirando los brazos y las piernas; él sacudiéndose la camisa, Marina levantándose un poco la falda. A los dos les dolía la espalda y les zumbaban los oídos. Tenían los pies hinchados de tanto estar sentados. Las ramas y las hojas secas tronaban bajo sus pies. El chofer no se bajó del automóvil.

En la casa los esperaba una mujer gorda vestida con pantalón corto y una camiseta a través de la cual se podía ver el color negro de su sostén. Fumaba de manera despreocupada, mirando a la pareja sin levantarse de su mecedora. A un lado, sobre una pequeña mesa de madera, se escuchaba la música salir desde un viejo radio de pilas. En el suelo un montón de colillas retorcidas.

-Usted debe ser...- dijo el hombre estirando la mano-.

-Momento- dijo ella-, no necesitamos saber nada de nosotros. Es mejor. Yo sé lo que le digo. Hablemos dentro.

La mujer se puso de pie con dificultad, apoyando las manos en el descansa brazos de la mecedora. Masculló unas cuantas maldiciones, luego tosió con fuerza varias veces. Cuando recuperó el aire se puso en rumbo de la puerta. A la mujer se le frotaban los muslos al caminar y el pantalón se le metía entre las nalgas. Marian, al mirar eso, frunció la nariz y giró la cabeza hacia otro lado.

La pequeña casa escondida en medio de la selva estaba llena de libros. Filosofía, literatura, matemáticas, esoterismo. Para donde fuera que se mirara había libros de todos los temas. La casa olía a hojas húmedas y tabaco. No había televisión.

-¿Los ha leído todos?- preguntó Marian-.

-Esos y otros más que tengo en el cobertizo- contestó la mujer sin darle importancia-. Pero no han venido a preguntarme sobre eso ¿cierto?

Marian sacudió la cabeza, negando. Nunca se le hubiera ocurrido que una mujer como esa, viviendo a la mitad de ninguna parte, pudiera disfrutar de la lectura. Pensó que la mujer y ella, al menos en eso, se parecían. Siguió mirando el nombre de los libros, en silencio, y por unos segundos se olvidó de lo mal que se sentía por haber aceptado venir en este viaje.

-¿Quieren tomar algo?- preguntó la mujer caminando hacia la cocina-.

-Yo quiero un vaso con agua- dijo Marian-.

-No le recomiendo el agua de estos rumbos, señora- dijo la mujer-. Pero tengo cerveza.

-Una cerveza está bien- contestó de inmediato el marido, dejando a Marian sin otra opción que también aceptar-.

-Hace algún tiempo- comenzó a decir la mujer sin sacar la cabeza del refrigerador- pasó por aquí un escritor de esos que han ganado el premio Nobel. Se bajó del auto vestido con su traje negro impecable y su sombrero ¿pueden creerlo? ¡con éste clima!. Sus lentes así, como de éste tamaño. Lo reconocí de inmediato. Se bajó a preguntar por el camino a la ciudad. La verdad es que no sé qué andaba haciendo tan lejos. Luego me pidió un poco de agua y le ofrecí una cerveza. Por eso me acabo de acordar. Por ahí tengo uno de sus libros con dedicatoria... y una foto, pero esa no sé en dónde la puse.

La mujer le dio una cerveza a Marian y otra al hombre. Luego sacudió la cajetilla de cigarros hasta sacar uno, lo puso entre sus labios y lo encendió. Le dio un trago a su cerveza acercándose al librero.

-Este –dijo ella dándole el libro a Marian-. Aquí. Si quiere puede quedárselo. Ya no lo voy a necesitar.

Normalmente Marian no hubiera aceptado nada de ella ni de nadie que se le pareciera. Pero como el libro estaba escrito por uno de sus autores favoritos, y ya que todo le parecía muy extraño, hizo una excepción. Marian le dio las gracias. En la dedicatoria no aparecía el nombre de la mujer, sólo unas líneas que decían “Para el lugar en donde he tomado la mejor cerveza del mundo”.

El hombre se quitó el sombrero y lo puso a un lado, sentándose en el sillón. En la mano traía un sobre que Marian no había visto antes.

-La verdad es que no queremos quitarle más tiempo -dijo él- Tenemos un poco de prisa. Aquí está nuestra parte del trato –extendió la mano-.

La mujer tomó el sobre, abriéndolo para mirar el interior.

-¿Trae sus instrumentos?- dijo ella levantando el rostro-.

-En el auto- contestó él-.

Dentro del auto, el chofer dormía con la gorra sobre la cara. El hombre le tocó la ventana, despertándolo de un brinco. El chofer salió planchándose el uniforme con una mano, caminando rápido hacia la cajuela, buscando la llave correcta. Marian los observaba desde la puerta, de reojo, mientras pasaba las hojas del libro que le acababan de obsequiar. El viento apenas y soplaba. El canto de los pájaros se escuchaba lejos. El calor era cada vez mayor.

El hombre sacó de la cajuela una maleta grande de cuero y una hielera. Luego caminó de vuelta sobre las hojas secas hasta entrar a la casa. La camisa mojada con sudor. Resoplaba. Entró sin mirar a Marian. Adentro, la mujer obesa lo esperaba junto a la puerta que daba a la única habitación.

-¿Va a necesitar ayuda?- preguntó la mujer-.

-Pierda cuidado- dijo él-, para eso viene mi esposa.

El cuarto tenía una cama de latón, una mesa y una silla de madera. Las paredes de color verde y un olor espeso, como de aire que no ha podido circular desde hace mucho tiempo. Sobre la cama, una niña dormida.

El hombre se acercó a la mesa y abrió la maleta de cuero, sacó unos guantes de plástico y se los colocó. Le dio otros a Marian. Ambos se colocaron también un cubre bocas de tela. El hombre sacó del maletín varios instrumentos quirúrgicos y luego se dirigió a la mujer obesa.

-Sólo nos tomará unos minutos- dijo-. ¿Podría llenar esto con hielos?- le estiró la mano con la pequeña caja de plástico-.

La mujer asintió con la cabeza y el hombre cerró la puerta de la habitación lentamente, dándose la vuelta, mientras Marian le tomaba el pulso a la niña.

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