martes, 25 de septiembre de 2007

DÍAS DE QUINCENA


Subió al tren una chica de cabello lacio, negro, blusa corta y pantalón entallado. Se quedó al centro del vagón, luchando contra la gente que la empujaba. Al final logra quedarse en su sitio: delante de un joven con saco y corbata.

Las puertas del metro se cerraron y el convoy entró en el túnel. Al ritmo del vaivén, el joven baja su mano izquierda, con discreción, para colocarla exactamente a la altura de las nalgas de la chica. Después deja que el movimiento natural del tren haga el trabajo.

Pasa una estación. La chica no se da cuenta que él busca cualquier pretexto para rozarla. La presión entre los cuerpos del vagón es mucha. Ella apenas puede respirar. Él cierra los ojos de vez en cuando, mordiéndose con suavidad el labio inferior.

Entramos en otro túnel. Los observo con atención cuando veo una mano que se introduce en el bolsillo de su saco. La mano no es de él, sino de alguien distinto, ajeno; de alguien a quien no he notado antes. Un tipo de gorra azul.

Son sólo dos segundos, pero claramente alcanzo a ver cómo le saca la cartera mientras el trajeado sigue distraído con el cuerpo de la chica. Él seguramente lo notará hasta que llegue a casa. Me quedo sin aliento.

En eso, por encima del hombro, la chica mira al tipo de la gorra. El hombre la mira a ella y le sonríe. Luego se percatan que los estoy observando y que me he dado cuenta de todo. El hombre de la gorra se limita a poner un dedo sobre sus labios, pidiéndome que guarde silencio. Un golpe de electricidad me sube de los pies a la cabeza.

Llegamos al Rosario. La gente sale corriendo una tras otra, pero yo apenas puedo moverme. Entonces veo a la chica tan fina, tan atractiva, con ese olor a perfume costoso, tomar de la mano al tipo de la gorra y sonreír.

Mientras camino a la salida voy pensando en el joven de traje, en su quincena, en lo mucho que seguramente necesitará ese dinero. En estos días el diablo siempre anda suelto.

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