martes, 3 de mayo de 2011

La chica más bonita del mundo

Sólo un verdadero hijo de la chingada puede reconocer a primera vista a otro verdadero hijo de la chingada. Ella lo supo nomás verme y yo supe que ella lo supo nomás la vi. Fue como si en el ambiente alguien hubiera soltado brisas de electricidad (no encuentro una mejor manera de describirlo). Como cuando está a punto de llover y huele a húmedo pero aún no caen las primeras gotas. Así se siente. Es cruzar la mirada y pum; sabes que estás delante de una grandísima hija de puta igual que tú. No necesitas que nadie te de mayor explicación. Lo sabes y ya. Así fue como supe que no terminaría la fiesta sin haberle metido la verga a aquella mujer que parecía gritar en silencio, pero con todas sus fuerzas, “ódiame”.
            ¿Que por qué quise hacerlo con ella? Por marcar territorio. Ser un cabrón es cosa de todos los días. Trabajas en ello siempre porque si dejas de hacerlo aunque sea un minuto entonces llega otro más cabrón que tú y te tira tu castillo. Peleas como un perro. Soy un culero y los verdaderamente culeros sabemos que en esta vida siempre va a haber chingadazos. Sea con viejas o con machines, siempre hay chingadazos. No hay noche que no regrese a casa con unos buenos moretones. Quise cogérmela en primera por marcar territorio, por enseñarle que ese lugar, la fiesta, los amigos, la música, el chupe, todo, era mío. En segunda me la quise coger porque nunca antes había visto un par de ojos como los de ella. Me pareció tan hermosa que tuve ganas de raptarla, llevarla lejos, muy lejos, a un lugar que sólo yo supiera donde y esconderla para que nunca jamás nadie la viera. Pensé en amarrarla y metérsela a todas horas, duro, para que llorara y que después de haber abusado de ella sin piedad la escuchara decir con lágrimas en los ojos que me amaba. No sabes lo dura que se me puso de sólo pensarlo. Entró a la casa, saludó a mi hermana, me miró de reojo y se fue a la cocina por algo de beber. Cuando desapareció de mi vista volví a escuchar la música y el mundo de nuevo se movió de forma natural.
            Se llama Gabriela y es cinco años más joven que yo. Lo que te voy a contar son las cosas tal como las recuerdo. Luego de esa noche nunca más la volví a ver. Eso me arruinó ¿sabes? Ahora las comparo a todas y ninguna se parece a ella. Creo que al final me ganó. Si yo hubiera estado a su altura tal vez no se hubiera ido o me hubiera llamado o me hubiera mandado algún mensaje o hecho cualquier cosa para dar muestras de vida en todo ese tiempo, pero no fue así. Me arrancó el corazón y se lo dio a comer a los perros que se encontró por el camino. Esa es la verdad. Con el tiempo lo he aceptado. Es la pura puta verdad.
            Así como me ves en este momento, así me acerque a ella. Puse la cerveza en la barra de la cocina, miré sus preciosas nalgas mientras abría el refrigerador en busca de hielos (esos están allá, en las cubetas de la esquina, le dije). Me imaginé cogiéndomela de todas las formas posibles, recorriendo su cuerpo con mis manos, lentamente, pegando mi nariz a su piel para sentir su aroma, lamiéndola, diciéndole cosas sucias al oído. Me imaginé un montón de cosas. Te juro que nunca antes había visto una vieja como Gabriela.  Nomás ver que ella estaba en la misma habitación que yo me ponía cachondo y eso no me había sucedido antes con ninguna otra. La miré caminar, agacharse, poner dos hielos a su vaso con wisky y luego volver a la barra y sentarse frente a mí. El corazón se me detuvo, pero fingí que todo estaba bien.
            Te pareces un montón a Susana, me dijo. Es porque somos hermanos, le contesté. Si me hubieras dado unos momentos más, seguro lo hubiera adivinado, dijo ella y se llevó el vaso a la boca para darle un pequeño sorbo. Quise saltar sobre la barra, tomar entre mis manos su hermoso, hermosísimo rostro, y comérmelo a besos, pero me contuve. Ella era la criatura más perfecta que jamás vi. Mirarla me hacía feliz. No sé si has tenido esa sensación. El mundo podía haberse terminado en ese momento y yo hubiera muerto tranquilo mirándola. Pinche vieja. Desde el primer momento me tuvo en sus manos. Ella es una muestra de lo que puede hacer la belleza frente a un gandul como yo.
            Le hice las aburridas preguntas de rutina; que si era compañera de escuela de mi hermana, que qué pensaba estudiar después de terminar la prepa, que si tenía hermanos, que qué música le gustaba escuchar, que si no le parecía un crimen ser tan pinche bonita y estar tan pinche sabrosa... bueno, esto último no se lo dije, pero te juro que tuve un chingo de ganas de decírselo. Yo ni la escuchaba, la verdad, sólo la veía mover los labios, embobado, rezando porque la noche no terminara.
            Me dijo que iba a estudiar gastronomía porque su papá quería que estuviera en la cocina (pinches ideas de viejito, dijo), además de que se gana un montón de dinero y se puede viajar por todo el mundo (eso lo dijo para suavizar la cagadota que había cometido), lo que ella en realidad quería era ser boxeadora. ¿Pero cómo? Le dije, ¿con esa cara tan bonita que tienes? Gabriela me contestó que precisamente esa cara bonita era lo que menos le gustaba pues todos pensaban que era una pendeja. Pero tengo algo aquí, ¿sabes? dijo señalándose la cabeza. Soy mucho más inteligente que muchos hombres que conozco y mucho más inteligente que todas las mujeres que conozco. Por eso seré boxeadora, para madrearme a los que digan que soy tonta. La imaginé con un pantaloncillo rojo, botas rojas y guantes rojos, arriba del ring, tumbándole los dientes a un tipo enorme. Era la imagen de la moderna diosa de la guerra. En ese instante ya no hubo vuelta atrás para mí; me enamoré.
            Guardé silencio para escuchar su voz mientras respiraba profundo tratando de percibir su aroma. No recuerdo todo lo que me dijo (yo ya traía varias cervezas encima) la música y la gente que entraba y salía de la cocina no me dejaba escuchar (además de que yo estaba más atento a sus labios pequeños y carnosos, también pintados de rojo, que se movían de forma sensual).
            Hay muchas cosas que quise saber de ella; si tenía novio, si era virgen, si le gustaban los hombres un poco más grandes, si subiría a la habitación y tendría sexo salvaje conmigo hasta el amanecer. Eran tantas las preguntas que daban vueltas en mi cabeza, tantas cosas las que me preocupaban respecto a ella. Quise saber si le gustaría escaparse a un lugar en el desierto y vivir conmigo hasta que la piel se nos pusiera toda seca y arrugada. Quise averiguar el sabor de sus besos.
            Generalmente soy yo quien habla y habla hasta atolondrar a quien me escucha, pero con ella casi no dije nada. Todo lo que salía de mi boca eran monosílabos; sí, no. Era otro, un yo que no conocía, un yo que hasta parecía un hombre sensible, que comprendía los sentimientos de los demás y que le daba su debida importancia. Nada más alejado de la realidad. Si en ese momento hubieran conectado una bocina a mi cerebro seguramente toda la fiesta hubiera guardado silencio, sonrojada al escuchar tanta cosa pécora. Gabriela me habló de una película que había visto el día anterior y que le pareció una basura (las palabras que usó fueron; “me dormí casi al principio, desperté a media película, la vi dos segundos y entendí que en realidad no había sucedido nada importante. Volví a dormir y desperté poco antes del final. La vi los últimos minutos y la entendí completa. Creo que a esa película le sobran como dos horas que bien pudieron tirar a la basura”). No me he atrevido a comprobar si tenía razón. Era la primera vez que la escuchaba (y ahora hasta crítica de cine había salido) pero le creí. Pudo haberme dicho que el sol era un enorme cheto cubierto de queso flotando en un plato de frijoles y le hubiera creído. Soy un culero, ya lo dije, y nunca me dejo envolver de esa forma (más bien soy yo quien envuelve a las viejas para luego llevarlas a la cama) pero tengo que reconocer que Gabriela era más cabrona que bonita. Hizo conmigo lo que quiso. Vaya manera de hablar. Vaya cuerpo.
            No todo lo que platicamos esa noche lo he olvidado. Recuerdo varios autores que mencionó (a ella le gustaba leer. Cuando entramos a mi cuarto lo primero que hizo fue mirar en el librero, que en realidad no era mío sino de mi hermana pero guardaba esos libros en mi cuarto porque en el suyo ya no cabían y yo pensaba que estaba bien porque me hacían parecer más inteligente de lo que en realidad soy; miró los libros, hizo comentarios de algunos y otros más ni siquiera los tocó. Le dije que si quería uno lo podía tomar, que se lo regalaba. Creo que se llevó uno de poemas, pero no estoy seguro). Mientras fumábamos un porro en la azotea de la casa, mirando las estrellas, me habló de Huidobro, de Paz, de Bioy Casares, de Cortázar. Le dije que no tenía la más puta idea de quienes eran ellos. Indignada me contestó ¿pero cómo dices que no los conoces? Ellos son las plumas más grandes de América latina. Lo siento, le contesté, pero jamás he escuchado sus nombres siquiera. Por alguna razón recordé esos y más nombres mientras estuve en la cárcel. Recordé que me habló de Salvador Elizondo, de Sergio Pitol, de Mario Bellatin, de Margo Glantz... los leí a todos mientras estuve encerrado. Leerlos hizo que no me volviera loco. Recuerdo las burlas de mis compañeros cuando me veían sentado en los pasillos del reclusorio leyendo. Ahora que medito acerca de esto, Gabriela no sólo me hizo pedazos por dentro, sino que también me ayudó a reconstruir mi corazón.
            Dos cosas recordaré toda la vida acerca de esa noche. La primera fue algo que ella me dijo. Ya llevábamos varios minutos platicando, fumando porro tras porro (recuerdo que pensé al mirar el cielo que la ciudad era una cosa diminuta metida dentro de una bolsa de papel y que alguien había pinchado esa bolsa de papel y creado las estrellas) cuando se dio la vuelta hacia mí, se acercó un poco y me preguntó ¿a poco sí muy malo? No entendí su pregunta. Me han dicho que eres un verdadero cabronazo, que eres bueno para los puños y que haces llorar a las mujeres. ¿A poco sí muy malo? No sé por qué razón escuchar eso de su boca hizo que sintiera vergüenza. Siempre me sentí orgulloso de ser un gandul hijodeputa presumido que podía con todas y con todos. Pero escuchar que ella me describiera en unas cuantas palabras, con ese tono de voz entre retador y de flojera, me hizo sentir mal. Déjame adivinar, le dije, te lo platicó mi hermana. Ella no me ha dicho nada, ni siquiera habla de ti. Pero lo he escuchado de otras personas ¿Es cierto que una ocasión golpeaste a una tipa a la salida de un antro? Dándole otra calada al porro le contesté que era cierto, pero que lo hice nomás porque se metió conmigo mientras yo le daba una madriza a su novio. Golpear mujeres no es algo que me llame la atención. Le pasé lo que quedaba de la mota, la vi terminarse lo último. Me gustó la manera en que tomaba la bacha entre el índice y el pulgar y la colocó en sus labios jalando con fuerza y luego aguantó la respiración. Exhaló y luego me dijo Pues a mí la verdad no me pareces tan rudo. He visto hombres rudos, sé cómo lucen y tú no luces como uno de ellos. Más bien creo que los demás piensan que eres rudo porque son muy nenas y con cualquiera que grite se espantan. Ponme a prueba, le dije. ¿No te vas a echar para atrás? Dijo. Tú dime qué quieres que haga, ¿a quién tengo que ir a madrear? (en ese punto de la noche yo estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de llevarla a la cama. Dicen que prometer no empobrece ¿verdad?). No tienes que madrear a nadie, dijo, eso es muy fácil para ti. Lo que yo quiero es que ¿ves allá, cruzando la calle? Quiero que asaltes ese minisuper. ¿Hablas en serio? Pregunté. Muy en serio. Y me di cuenta que eso no podría hacerlo.
            Dicen que el alcohol y las drogas hacen que uno cometa estupideces. La mayor parte de las ocasiones el dicho es cierto, pero esa noche mi lado más racional me dijo que intentar aquello era una verdadera tontería. ¿Tiene que ser ese minisuper? Pregunté. En ese lugar todos me conocen, está cruzando la calle, no puedo hacerlo. ¿Lo ves? Eres un cobarde, dijo. Lo supe desde que te vi. No me puedes pedir eso y decir que soy un cobarde. Soy un cabrón pero no un pendejo. Si quieres puedo robar cualquier otro minisuper, el que quieras menos ese. Anda, señala cualquier otro o pídeme otra cosa. Gabriela suspiró y me dijo Nunca has robado nada ¿verdad? Se te nota. Te pusiste nervioso en el momento en que te lo propuse. Eso era lo único que me interesaba constatar. Yo tenía razón cuando dije que eras un bocazas. Perro que ladra no muerde. Terminó de decir eso y apagó el resto de la bacha con sus dedos mojados en saliva.
            A pesar de que nunca nos volvimos a ver, ese reto me quedó grabado. Me obsesioné. ¿Cómo chingados no iba a poder asaltar un puto minisuper? ¿Cómo que me faltaban huevos? Ninguna niña bonita iba a venir a la casa, a mí fiesta, a decirme que era un cobarde. Si ella hubiera sido un hombre te aseguro que le hubiera puesto una madriza.
            Sin decir más, Gabriela dio la vuelta y bajó las escaleras para regresar a la fiesta, dejándome pensativo. Me desarmó sólo con palabras. Yo estuve un rato más mirando las estrellas acompañado del Romel, un viejo labrador que por aquél entonces era mi único verdadero amigo. Estuve ahí un rato, hasta que el orgullo me levantó y decidí regresar junto a ella para el contraataque.
            Sí. Por eso me volví ladrón y terminé en el bote; por culpa de la vieja más bonita del mundo.
            Hay cosas que llegan a tu vida igual que un puñetazo y te noquean. Eso fue ella; un pueñetazo en seco mero en medio de la cara recibido con la guardia baja. No estuvimos juntos más de unas cuantas horas, platicamos de muchas cosas y de nada al mismo tiempo. Aún así, se me instaló en el pecho y ya nunca la pude dejar ir. 
            Lo segundo que recordaré toda la vida acerca de aquella noche es el color de la piel de Gabriela. Soy tan blanco y ella era tan morena. Cuando me quité la camisa preguntó si me bronceaba en una cama de la morgue. No le dije nada, ni siquiera me ofendí. Seguí besándola con hambre. Su piel tan suave y firme, su cabello cayéndome como lluvia sobre el rostro y afuera sólo se escuchaba el sonido de la noche. He buscado eso en todas las mujeres con las que salí después de ella, pero ninguna ha tenido esa magia, esa forma de volverme loco. En realidad quería devorarla, tenerla cerca, no dejarla ir nunca más. La agarraba con fuerza y la acercaba a mí.
            Tal vez sólo sea que estoy enamorado de su recuerdo. Mientras estuve en el tambo pensé mucho en ella, en la vida que hubiéramos tenido juntos. Hasta llegué a imaginar que teníamos hijos y que los días de visita llegaba con ellos tomados de la mano y me traían un sandwich de atún y me lo comía mientras me daba quejas de las travesuras de los pequeños. Perdón, sé que lo que estoy diciendo es demasiado cursi, es culpa de la cerveza, llevamos mucho bebiendo y los sentimientos no se llevan bien con el alcohol.
            Cogímos un montón de veces. Mi corazón bombeaba la sangre con tanta fuerza que se me bajó lo pedo y lo marihuano. Me convertí en una máquina de sexo. Mete y saca, mete y saca. Ella gritaba tanto y a mí me importaba tan poco que alguien pudiera escucharla. Estuvimos así hasta que el cielo cambió de negro a morado y luego a rojo, hasta que salió el sol. Después me quedé dormido. Pero me estoy adelantando.
            Bajé de la azotea. La casa no es demasiado grande así que la encontré con facilidad. Ella era el centro de atención de cuatro hombres altos que no sé quién chingados eran. Gabriela se reía de no sé qué cosa y a mí me atravesó el estómago una punzada de celos. En ese momento no supe que lo que sentía eran celos pero ahora, con el tiempo, sé que eso fue. Yo quería toda su atención, que estuviera junto a mí, que no mirara a nadie más. Y ahí estaba ella, en medio de esos tipos, riéndose, coqueteando, haciéndolos sentir bien mientras yo quería derretirme y desaparecer por un agujero. Me acerqué y le dije, oye, que mi hermana quiere hablar contigo. ¿Para qué? Quien sabe. Alzó los hombros y se despidió de los cuatro tipos diciéndoles Ahorita vuelvo y caminó por entre la gente en la dirección que le indiqué. Cuando estuvimos debajo de la escalera, la tomé del brazo y la metí en la cobacha, cerrando la puerta tras nosotros. Una vez a solas, ella me dijo, No me llamaba tu hermana ¿verdad? Es verdad, dije. Su cuerpo estaba tan cerca del mío que fue imposible evitar que se me pusiera dura. Uy, dijo. ¿Qué es eso? Intenté cambiar el tema diciéndole que yo no era un cobarde, que podía hacer cualquier cosa que ella me pidiera y no tendría miedo de llevarla a cabo, que me pusiera a prueba, y ella me contestó con un beso y yo tomándola de la cintura y abrazándola con fuerza. Así fue como terminamos en mi habitación, haciéndolo encima de la cama y del escritorio y de la alfombra y de los libros de mi hermana. Así fue como empezó la noche más increíble de mi vida.
            A la mañana siguiente, cuando abrí los ojos, ella se había ido. Caminé al baño, vomité, luego fui a la cocina. Algunos de los invitados que amanecieron en casa ya se habían puesto a a barrer y levantar la basura y arreglar todo el desmadre. Encontré a mi hermana sentada en la cocina, tomando un vaso con agua y sosteniendo dos Advil en la palma de su mano. ¿Qué tal? ¿Cómo pasaste la noche? Me preguntó antes de echarse las pastillas a la boca. Bien, bien, gracias, contesté. Oye, ¿quién era tu amiguita con la que platiqué anoche? Hasta ese momento supe que se llamaba Gabriela. Luego pregunté ¿sabes dónde vive? ¿Tienes su teléfono? Mi hermana me miró entrecerrando los ojos. Poco a poco se fue haciendo grande su sonrisa y me dijo Uy, hermanito, ¿No me digas que te gustó la Gaby? ¡Pero si es una bruja! No le habla casi a nadie en el salón. ¿Por qué la invitaste, entonces? Pues por pura cortesía. Era la fiesta de fin de curso y no soy de las que dejan fuera a nadie, además, lo cierto es que no pensé que fuera a venir. Tomé dos Advil, di un trago al agua de mi hermana y le dije ¿tienes su teléfono sí o no? Nadie sabe nada de ella, me dijo. Es una vieja presumida que sólo llegaba a la escuela, tomaba clases y se iba. Cero vida social con nosotros. Quién sabe dónde viva.
            Por días tuve la esperanza de que ella volviera a casa, aunque fuera sólo para saludar. Me juré a mí mismo pedirle su teléfono (gran descuido la noche anterior) y acompañarla hasta donde viviera (un gesto caballeroso que tal vez apreciaría). Pero nada. Los días se hicieron semanas y las semanas meses. Nunca me llamó ni me mandó un mensaje ni dio muestras de seguir con vida. De pronto se la había tragado la tierra. Por momentos hasta dudé de mi capacidad como amante ¿tan feo se lo habré hecho? El día que se cumplió el primer aniversario de la única ocasión que la vi, asalté mi primer minisuper... y así comenzó mi carrera delictiva. Pero esa es otra historia. Hoy ya es tarde.
            Han pasado seis años, casi siete desde aquella noche. Por la mañana recibí esto; una carta de ella. La primera. Aún no me atrevo a leerla. Mira, ha escrito con máquina mi dirección en el sobre. Ni siquiera la he abierto, no sé si dentro estará su letra. No sé si a esta altura de mi vida sigo enamorado de ella o de su recuerdo o de la idea que me he hecho de ella. Me hizo pedazos una vez y no sé si con esto lo vuelva a hacer.
            Dime. ¿Tú que opinas? Yo ya no tengo fuerza para pensar. Dejo la carta aquí. No me siento bien. Subo a dormir. Ya mañana averiguaré qué me tiene preparado el destino.

2 comentarios:

Tu escritora favorita dijo...

excelente

Anónimo dijo...

En tu lugar, leeria la carta sin pensarlo.
Nada nunca me aleja de una buena lectura.
Y menos de una mujer como la describes.