lunes, 4 de abril de 2011

Ceguera

Todos los días primero de mes mamá solía encender una veladora y colocarla al centro de la mesa del comedor. La vez que le pregunté la razón de eso me contestó que esa veladora representaba la luz del Señor que nos iluminaría el resto del mes. No me atreví a preguntarle pero ¿y si alguna ocasión olvidaba encenderla? ¿Sucedería algo grave si no prendíamos la veladora? ¿Andaríamos el resto de los días en la completa oscuridad, tropezando los unos con los otros, golpeándonos contra los muebles? Tuve un escalofrío. Pensar en la noche eterna siempre me ha dado miedo. Pensar que en algún momento pudiera estar tan oscuro que no encontrara la mano de mi madre ni la de mi hermano ni la de alguien que quisiera sostenerla y guiarme y así sentir un poquito menos de miedo me daba terror. No es que me haya sucedido algo terrible con la oscuridad, es sólo que la idea de no ver nada, de perderme todas las cosas que se pueden disfrutar cuando se tienen los ojos funcionando, cosas como la fotografía, el cine, los paisajes al viajar, el rostro de una mujer hermosa… pensar en eso me ponía triste y me llenaba de miedo. Desde siempre supe que el destino de mi vida era quedar ciego. Nací con un defecto en ambos ojos, motivo por el cual con el paso del tiempo fui perdiendo la vista. Veo menos con el ojo derecho que con el izquierdo. En realidad, si he de ser honesto, ya casi no veo. La vida que transcurre allá afuera no es más que manchas y sonidos. Paso las tardes sentado en mi viejo sillón rojo (tan viejo que por eso sé de qué color es –pues lo recuerdo, nadie me lo dijo- y por eso es que conozco tan bien el dibujo de las grecas sobre el diseño de la tela). Mi ceguera no es oscuridad, mi ceguera es un color gris profundo, como vivir en medio de una nube contaminada. Son las tardes mi momento favorito del día. Es cuando viene alguno de los vecinos con un libro bajo el brazo y me lee capítulos completos de novelas que ya jamás podré recorrer con mis ojos. Me acomodo en el sillón, cerca de la ventana, sintiendo el sol calentarme las piernas y el rostro. El vecino que me visita (algunas veces es un muchacho, otras una jovencita, otras un hombre con el que en gustos literarios nada tengo que ver) se sienta frente a mí, en la sombra tenue que a pesar de la escasa iluminación les permite leer. Escucho con atención. Mientras escucho imagino las palabras acomodarse unas tras otras, como un tren que aparece de la nada y que conforme camina va creando los rieles sobre los que correrá a toda velocidad. Imagino cómo deben estar acomodadas las palabras sobre la hoja. Imagino las comas y los puntos y los párrafos. No sé por qué pienso en las palabras y no en los paisajes que me son descritos. En más de una ocasión le he pedido a mi vecino que se detenga y deje de leer. Si el libro es malo se lo digo y él deja de leer y al día siguiente vuelve con un libro diferente. Agradezco que cuiden de un hombre como yo. De todas las cosas que no puedo hacer, lo único que me importa es la lectura. El otro día tuve un sueño en el que todo era oscuridad. Podía escuchar a la gente que hablaba angustiada y que se preguntaba la razón de la falta de luz. Un niño comenzó a llorar y dos mujeres quisieron ayudarlo, pero no sabían llegar a él. Los obstáculos en el camino eran demasiados y nadie quería moverse por temor a un accidente, así que dejaron que el niño siguiera llorando e intentaron tranquilizarlo desde la distancia hablándole de religión. Yo estaba sentado en mi cama pero podía escuchar los autos pasando junto a mí (ahora que lo pienso ¿cómo podía haber autos pasando si no había forma de mirar el camino? ¡Vaya inconciencia la de algunos choferes!). Me puse triste porque nadie podría leerme ni un libro ni una revista ni un fanzine. Nada. Vivir en la oscuridad tiene sus ventajas, pero ¿y la lectura? En ese momento sentí una mano en la espalda. Era un hombre que pedía dinero a cambio de recitar los poemas que él mismo había escrito. Indignado, le dije que yo nunca tuve la desdicha de pedir dinero a desconocidos. Si hay algo que aún conservo es un poco de dignidad. Le dije que yo ya era ciego desde antes que se extinguiera la luz en el mundo. Me di cuenta en ese momento que los que ya éramos ciegos desde antes que esto sucediera podríamos dominar la tierra. Luego del primer momento de alegría por este descubrimiento, me puse de pie y comencé a gritarle a la gente por haber olvidado encender la veladora de principio de mes. Grité preguntando por el culpable. Grité con tanta fuerza que sentí la saliva brincar de mi boca, mis dedos tensos en puño, mi cuello rígido. Me detuve un momento a respirar y ya no escuché ni al niño llorando ni a las personas preguntarse por esa falta de luz ni escuché más autos pasar ni al hombre que momentos antes me había pedido dinero. Todos guardaban silencio. De alguna forma que no puedo explicar, sentí la mirada de todos apuntándome. En ese instante me di cuenta que quien había olvidado encender la veladora de principio de mes era yo. Desperté. Cogí el teléfono que siempre está junto a la cabecera de mi cama y llamé a uno de mis vecinos para comenzar a dictarle esto.

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