jueves, 3 de julio de 2008

AUTOCOMBUSTIÓN

Hay cosas que me ponen contento y cosas que me quitan lo triste. Son diferentes. La música entra en la primera categoría, escribir en la segunda. Hay piezas musicales que inmediatamente hacen que mis pies se muevan, mi cadera, mis brazos. Que hacen que me ponga de pie y dé brincos de un lado para otro, ridículo, torpe, siempre sonriendo. Como una quinceañera en su primer baile. Pero escribir... escribir hace que me sienta menos miserable.

Siempre hay algo que alimenta la escritura, que le da vida y la mueve. En mi caso es la propia tristeza, la nostalgia por algo que aún no descubro. Esa opresión en el pecho que no me deja respirar y que sólo se detiene después de escribir algunas palabras. Me vacío. Me desmorono poco a poco sobre la hoja, igual que un reloj de arena. Libero esa vida que siempre está luchando por salir, como un río que se abre camino al mar. Me desinflo. Me abandono. Me soy.

No sé qué provoca esa tristeza. Sólo viene y se clava en mí como carreta que ha perdido una rueda, como roca que se arroja desde un puente. Tengo que sentarme y escribir, porque de otra manera no logro sacar las astillas. No le sobrevivo. Me accidento y no logro despertar. Su dedo gigante me aprieta y no me deja en paz.

Comencé a contar historias a los ocho años, cuando vivía en un internado de monjas en dónde no mirábamos televisión. Por las tardes, después de comer, me tiraba sobre la panza a la orilla del patio y dibujaba en un cuaderno. Las historias apenas las recuerdo, pero eso no importa. Lo que sí recuerdo es el rostro de mis amigos pidiéndome un poco más.

Los domingos siempre estaban llenos de sol y faltos de cosas por hacer. Nos cansábamos de no hacer nada, de sólo estar sentados mirando el patio. Era entonces cuando las monjas traían enormes costales llenos de comics y los vaciaban en el suelo, yo tomaba uno y otro y otro, me sumergía en ese océano de colores y palabras, los leía por completo. Me desconectaba. Me iba a un lugar mejor.

El mundo ha cambiado. Ya casi no leo comics aunque conservo una buena parte de mi colección. Afuera llueve, y después de la mudanza tengo que desempacar.

Me he vuelto melancólico con los años. Pocas cosas me causan ya felicidad. Estoy aprendiendo a vivir con esta molestia en el pecho, con el fracaso y el vislumbre de un futuro gris. Ahora, mientras desempaco mis libros y mis comics, recuerdo aquellos días de infancia en que los dibujos y las letras eran todo lo que necesitaba. Ahora sólo ocupo las letras para estar un poco menos mal. Mi melancolía es el carbón que mueve la locomotora de mi literatura. Me desinflo como una bolsa llena de semillas. Me descarrilo del mundo. Me destruyo. Me devoro para escribir. Me autocombustiono.

Seguro estaré triste toda la tarde.

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