jueves, 26 de julio de 2007

Tatuaje


Me preguntó si quería ver su tatuaje.

La conocí unas horas atrás y ya estábamos en su cuarto, a la mitad de una noche calurosa de verano, ebrios como marineros. Fueron sus ojos negros los culpables de que me acercara y le invitara una copa en aquél bar. Pero sobre todo, la culpa fue de su cabello, que caía como una cascada de terciopelo negro sobre sus hombros, acariciándole la espalda.

Estaba al otro lado de la barra, sola, sosteniéndose a una copa de martini vacía. Su piel blanca resaltaba en medio del bar, como la luz de una vela parpadeando a la mitad de un cuarto oscuro. Miraba el vacío. Me pareció que estaba triste, aunque no podía decir exactamente la razón. Fue hasta que toqué su hombro con delicadeza, dos veces, cuando ella regresó a la realidad.

Sonrió cuando la invité a beber. Me dijo que esos trucos baratos de seducción no funcionaban con ella. Le contesté que no me interesaba eso, que ni siquiera me interesaba conocer su nombre. Que era solamente por que me había identificado con su soledad la razón por la que estaba invitándole un trago. Luego di un sorbo a mi cerveza y dejé de mirarla, guardando silencio.

“Haz de pensar que soy una tonta enamorada” dijo después de unos minutos. “Que estoy aquí llorando porque me abandonaron”.

Yo no pienso nada, le contesté. Estoy aquí sólo porque me gusta la música.

“Pues hubieras tenido razón...” dijo. “Claro, si lo hubieras pensado”.

En ese momento me di cuenta que estaba ebria.

No sé cuanto tiempo estuvimos ahí, bebiendo copa tras copa, bailando de vez en cuando, mirando el brillo de las botellas de licor atrás de la barra. En realidad no me interesaba charlar, tampoco ponerme a escucharla. Desde muy temprano en mi vida supe que no tenía vocación de confesor. Estuvimos así hasta que ella me preguntó “¿Quieres ver mi tatuaje?”.

Pocas veces me he negado a una petición de ese tipo.

Nos metimos en un taxi y salimos con rumbo a su departamento. Me zumbaban los oídos. En el camino no dejaba de señalarme los letreros que se encendían y se apagaban. Me decía que le gustaban las luces de neón, que eran como algodones de azúcar para los ojos. Casi no puse atención, la cabeza me daba vueltas.

Cuando abrió la puerta de su departamento quise besarla, tomarla entre mis brazos y entrar revolcándonos como dos enamorados, igual que en las películas, pero no pude hacerlo. Actuar como Don Juan nunca ha sido lo mío. Además, me sentía muy mareado.

Preferí entrar y dejarme caer sobre el sillón.

Ella puso algo de música suave y luego se fue a meter al baño, la escuché vomitar. Después regresó, acomodándose el cabello con los dedos, caminando con lentitud, como si estuviera calculando cada uno de sus movimientos. Tarareaba algo. Confirmé que lo que en realidad me gustaba era su cabello, largo y negro como una noche a la orilla del mar.

“Mamá nunca me dejó ponerme un tatuaje” dijo mientras abría el refrigerador y sacaba dos botellas de agua. “Decía que eso no era para su hija, una niña decente”.

Recordé por qué había venido.

“Lo peor es que en casa teníamos una gran alberca y los fines de semana acostumbrábamos tomar el sol. Mamá podía ver todo mi cuerpo sin necesidad de una orden judicial. Tú me entiendes”. Luego puso una botella de agua en mis manos.

Déjame adivinar, dije. Cuando por fin lograste salir de ahí corriste con el tatuador.

“De hecho, el tatuaje me lo hice a los diecisiete años. Aún vivía en casa con mis papás”.

Me enderecé en el sillón antes de preguntar

¿Y cómo le hiciste para que no te descubrieran? Dije.

“Prometí enseñarte el tatuaje ¿no? Y pienso cumplir con mi palabra”.

Caminó hasta una de las habitaciones y regresó después de un minuto. En la mano cargaba un pequeño estuche de plástico. Se sentó delante de mí, viéndome con sus ojos cansados, y abrió el cierre. No pude creer lo que estaba mirando, lo que estaba imaginando que iba a suceder. Fue como ver caer las plumas de un ave muerta.

Sacó una máquina de esas que utilizan los barberos, la encendió y comenzó a pasarla por su cabeza, una y otra vez, como si sólo estuviera dándose un masaje. Su cabello caía en grandes trozos, junto con un molesto zumbido y lo último de pasión que pude llegar a sentir por ella.

“Al fin y al cabo el maldito Hugo se fue con otra” dijo.

Puse las rodillas en el suelo y tomé los mechones entre mis manos, estrujándolos, guardándolos dentro de mis bolsillos. A ella parecía no importarle, así que continué. Al terminar me dijo.

“Estuve utilizando una peluca durante casi tres meses, pero mamá nunca se dio cuenta... ¿Qué te parece?”

Que ella tenía razón, contesté. Los tatuajes no son para chicas como tú.

Por primera vez en toda la noche, ella me pareció fea.

Estoy seguro que esperaba unas palabras de aliento, pero ni siquiera me molesté en mirar su tatuaje. Tampoco me importaba que hoy la hubiera dejado su novio o que ya estuviera demasiado borracha. Se había arrancado del cuerpo lo único que me interesaba de ella. Me puse de pie y salí del departamento, sin despedirme, ignorando sus palabras que pedían que me quedara. Me fui jugando con los trozos de su cabello entre los dedos.

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