lunes, 9 de junio de 2008

1979

¿Cómo he llegado a este lugar? ¿Cómo es que la gente se pone de pie y me mira y aplaude? ¿Cómo es que no puedo sentir el frío de la noche, ni el viento, ni escucharlos? Sólo miro en derredor y veo el rostro de las personas, sonríen y estiran las manos tratando de tocarme. Yo apenas me muevo. Es como si todo estuviera sucediendo en cámara lenta. Puedo ver el detalle de las personas que se acercan, el movimiento de las banderas, pero no sé qué es lo que está pasando. No los escucho, no los siento, no puedo tampoco sentir la ropa que está a un centímetro de mi. Este es un mundo en el que no puedo recordar haber entrado.

Cuando pequeño, lo único que me importaba era destacar. Luchaba todas las tardes con los cuadernos y los libros y las tareas. Deslizaba el lápiz y cuidaba las hojas. Hacía todo lo que por la mañana mi maestra había dejado. Después, estudiaba un poco más. Aprendía todo y de todas partes. Lo único eran los diplomas y las buenas calificaciones. Llegar a la universidad y sacar a mi madre de la pobreza. Esa era la meta, lo único en lo que tenía puesto los ojos. Pero algo en el camino se salió de control.

La primera vez que tuve un arma en las manos fue a los doce años. Me la dio un militar de boina roja. Era pesada y grande, completamente de metal cromado y con culata de madera. En ese momento me pareció el arma más hermosa del mundo. La levanté con ambas manos y apunté hacia la calle, a un perro que iba pasando. Bum. Jalé el gatillo, pero el arma no estaba cargada. Nadie le da un arma cargada a un niño. Desde que la tuve en las manos, desde que pude sentir el olor de la pólvora vieja y el metal, desde que pude deslizar los dedos por los contornos del arma, soñé con comprar también una pistola. Pude hacerlo hasta que tuve dieciocho años.

Practiqué mucho. Tanto o más que con las materias de la escuela. Mi pasatiempo era aprender sobre las pistolas. El revólver era mi favorito. Me gustaba porque era el más poderoso, el más preciso. El arma que utilizan los policías que liberan rehenes. Con un revólver sólo tienes seis oportunidades de acertar, así que no te puedes dar el lujo de hacerlo mal. Pasaba las tardes después de la escuela en el campo de tiro. Nadie podía hacerlo mejor que yo. Pero un día decidí que ya estaba bien de practicar. Necesitaba salir. Aplicar todo lo que había aprendido.

En la esquina de la casa de mi novia había un mini súper de esos que abren todo el día. Pequeñito, con unos cuantos muebles llenos de pastelillos y chicles, con los refrigeradores a punto de reventar con tantas latas de refrescos y cerveza. Por las noches sólo había un empleado al que le gustaba subirle el precio a todo, sólo para quedarse al final con las ganancias extras. Un estafador de poca monta que ni siquiera se atrevía a mirarte a los ojos y que a las tres de la mañana cerraba las puertas y se iba a dormir a la trastienda. Creo que su nombre era Miguel, o Martín, o algo así. Su nombre comenzaba con eme, sólo eso recuerdo. También recuerdo el gesto de su cara después de haber recibido el tiro que le voló la mitad de la cabeza.

Siempre me han gustado los vaqueros. Charles Bronson, Clint Eastwood, Henry Fonda. Me gusta el campo y los caballos, andar bajo el sol cubierto con un sombrero. Usar botas de piel de serpiente. Escuchar los casquillos percutidos al caer en el suelo.

Un día me di cuenta que no había hecho nada con mi vida. Nada más que estudiar y ser un buen hijo y ser un buen empleado en la compañía. Una persona de esas que respetan las leyes y que van a misa todos los domingos. Me di cuenta que era alguien como los millones de personas que viajan en el metro y que viven y mueren sin que nadie se haya dado cuenta de eso. Era uno más de esos que no importan. Peor que eso; una maldita hormiga más en el hormiguero. Quería cambiar mi vida, pero me daba miedo hacer algo demasiado radical.

La idea llegó cuando tuve que hacer una lista de las cosas que quería hacer antes de cumplir los treinta. Hacer el amor con dos mujeres, vivir una semana en el campo, viajar en globo, nadar desnudo en el río. Era una simple idea, algo que se supone iba a resultar divertido pero que al final terminó no siéndolo. Escribí que quería asaltar un mini súper.

Primero no escribí eso, al menos no con esas palabras. Más bien escribí que quería usar mi revólver fuera del campo de tiro. Luego escribí que quizá debería usarlo en el monte, tal vez cazar un animal o matar un ave. Pero la sola idea me repugnó. La verdad es que no necesitaba disparar el arma, sólo quería sacarla y mostrársela a alguien, sentirme poderoso amenazándolo con ella. Eso. Escribí que quería amenazar a alguien con el revólver. Pensé que la mejor manera de hacerlo era asaltando a alguien. Pero... ¿a quien?

Una noche, después de llevar a mi novia al cine, pasamos al mini súper a comprar unas cervezas. Esa fue la primera vez que vi a ese hombre, al empleado que inflaba el precio de las cosas. Recuerdo que discutimos cuando le dije que eso estaba mal, que no pensaba pagarle de más. Él se alzó de hombros y me dijo que no le importaba. Que si no me parecía podía ir a cualquier otra tienda. Ya había metido las cervezas en una bolsa, así que se limitó a recogerlas del mostrador, darse la vuelta y seguir leyendo una revista de chismes. Mi novia no hizo más que hacer un gesto e indicarme que le pagara, que no valía la pena. Yo, con el coraje adentro, saqué un billete arrugado y lo arrojé sobre el mostrador. El tipo sonrió levemente y me entregó el cambio junto con la bolsa con las cervezas. Juré que me la iba a pagar.

La idea me vino después de mirar una película. Yo sólo quería cambiar su vida, amenazarlo con mi revólver para que cambiara su conducta. Juro que nunca quise que muriera, pero ya lo dije; algo en el camino salió mal.

Ahorré durante varios meses para comprar mi revólver. Recuerdo que lo vi en una tienda de armas de una ciudad en la frontera. Una hermosa Mágnum con el cañón más grande que hubiera visto en mi vida. Plateada. Culata de madera. Una belleza. Me costó el equivalente a tres meses de salario. Cuando la tuve en mi poder no pude dejar mirarla. La cosa más preciosa. Le compré también una funda de esas que usan los policías para guardarlas a un lado del pecho, a la altura de las costillas. Me pasé una hora frente al espejo mirando cómo lucía con ella. Luego la guardé en una caja de zapatos debajo de la cama y soñé con que yo era un vengador anónimo, igual que Charles Bronson.

Nunca fue mi intención utilizarla, pero, honestamente, me sentí muy bien al hacerlo, al jalar el gatillo y escuchar el estallido de la bala, al escuchar sus huesos quebrándose por mi pequeño amiguito de plomo. Disparé dos veces, y las dos veces di en el blanco. Precisos como el bisturí de un cirujano.

Llegué como a las dos de la mañana al mini súper. El tipo estaba ahí, quedándose dormido tras el mostrador. Ni siquiera me vio al entrar. Yo caminé por los pasillos agarrando latas, leyendo las etiquetas y volviéndolas a colocar en su lugar. La verdad es que no me animaba a hacer lo que había venido a hacer. Las piernas me temblaban. Mi boca estaba seca. Los oídos me zumbaban. Era como si de pronto mi espíritu quisiera escapar de mi cuerpo pero mi cuerpo no quisiera soltarlo. Caminé por los pasillos sintiendo el peso de mi arma en el costado, mirando hacia todos lados, pensando mucho en la secuencia de los actos que iba a realizar. Al mirarlo ahí, con los brazos cruzados, a punto de quedarse completamente dormido, una punzada de odio me atravesó el pecho. Fue en ese momento cuando todo comenzó.

El asaltante llevaba puesta una máscara de cerdo hecha con papel maché. El dibujo de los ojos era irregular, uno más arriba que el otro. El color rosa de la piel era demasiado rosa como para un cerdo de verdad. Las orejas demasiado puntiagudas. Me dio la impresión de que por las tardes, antes de entrar a robar cualquier tienda, tomaba clases de cartonería en una escuela de cuarta. El asaltante entró corriendo y le apuntó con la pistola a Martín, o Miguel, o como quiera que se haya llamado el empleado del mini súper, a quien pude escuchar cómo se le aflojaban las tripas y dejaba caer todo su contenido al suelo. Nunca antes lo había visto tan despierto. El asaltante le pidió todo lo que había en la caja.

No.

Le pidió también lo que había en la caja fuerte.

El empleado temblaba completito, apenas y podía moverse de su lugar sin soltar algún ruido intestinal. El asaltante parecía no tener mucha paciencia, y menos la disposición para fumarse sus olores. Le puso la pistola en la frente y le volvió a pedir todo el dinero de la caja. El empleado le dijo que no sabía la combinación. Lloraba como una nena. Yo miraba todo desde el fondo, muy cerca del refrigerador de los hielos.

El asaltante perdió el control y comenzó a gritar y a golpear con el arma al empleado, quien se cubría la cabeza con los brazos y se tiraba al suelo pidiendo que lo dejara en paz. Yo nunca había visto algo parecido. Una punzada de odio me volvió a atravesar el pecho. Quise hacer algo, y recordé el revolver que colgaba de mi costado. Pero eso no era suficiente. No me atrevía a moverme de mi lugar. Lo siguiente apenas y si puedo recordarlo bien.

Recuerdo que no quise lastimarlo, por eso le disparé primero en la rodilla derecha. El asaltante, al sentir que la rodilla se le partía por la mitad, dejó salir el tiro que le reventó la cabeza al empleado del mini súper. Luego disparé por segunda vez y le di en la rodilla izquierda. Rápido y preciso, como el bisturí de un cirujano. Me comporté como Charles Bronson en esa película. El asaltante cayó al suelo y soltó su arma. Ahora era él quien lloraba como nena. Mientras, detrás del mostrador, todo era una enorme pintura roja que goteaba sobre los empaques de cigarros. Al menos eso es lo que yo recuerdo, pero las cámaras de seguridad grabaron algo diferente.

En el video de seguridad se mira cómo el asaltante golpea al empleado hasta dejarlo casi inconsciente. Se ve que le grita cosas y que intenta levantarlo agarrándolo por los cabellos. El empleado quiere soltarse, pero no puede. Entonces el asaltante le dispara en la cara. Después de eso aparezco yo, con el brazo bien estirado empuñando mi revólver. Gritando. Disparo una, dos, tres veces, hasta vaciar el arma. Le reviento las piernas y lo dejo llorando en el suelo. Yo me acerco y sigo jalando del gatillo, pero mi el revólver ya no tiene nada más qué disparar. Estoy así, casi encima de él, jalando del gatillo durante un buen rato. Luego, al darme cuenta de lo que acaba de suceder, me dejo caer al suelo, cansado, a esperar a que alguien llegue por nosotros. No recuerdo los gritos de dolor del asaltante.

Me dijeron que el empleado había nacido en 1979. Era dos años más joven que yo.

Ahora sé por qué está toda esta gente aquí. Sé por qué aplauden y quieren darme la mano y quieren decirme lo mucho que me aprecian. Sé por qué sonríen. Sé cómo he llegado aquí. El día de hoy, al llegar al final de las escaleras y saludar al hombre del traje gris, cuando termine de caminar por todo este pasillo lleno de luces y de reporteros y de personas que no conozco, estaré recibiendo el premio al valor ciudadano. Y todo me parece tan irreal. Es como llegar a un mundo al que no sé por cual puerta he entrado y que no sé si después de todo me va a gustar.

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