miércoles, 4 de junio de 2008

Domingo de padre e hijo

El día de hoy mi hijo mató a su primer cerdo. Lo hizo como si llevara toda la vida haciéndolo. En ningún momento se hizo para atrás ni le tembló el pulso. Apenas y se despeinó. Con firmeza tomó el chuchillo y lo deslizó de la manera que le había enseñado. Así. De arriba para abajo en un corte vertical, rápido, profundo. Él apenas tiene once años, pero se comportó como todo un hombrecito.

Llegamos al rastro alrededor de las diez. Unas cuadras antes ya percibíamos el olor a estiércol y animales. Alrededor, las calles llenas de sol. Las paredes del rastro todas pintadas de azul. Afuera varios trailers llegaban cargados con cerdos. Nos estacionamos en la acera de enfrente y entramos.

Primero nos colocamos las botas de plástico y luego la bata blanca. También nos pusimos los lentes de seguridad y un casco. Desde ahí ya escuchábamos los chillidos de los animales. Mi hijo dobló su suéter con calma y lo guardó en un casillero. Daba la impresión de estar siguiendo un antiguo ritual personal.

Recorrimos los pasillos y vi en el suelo los pequeños ríos de sangre que cruzaban por todas partes. En esto, mi hijo no se parece a mí; él caminaba mirando al frente.

La primera vez que vine al rastro yo tenía el corazón que me iba a reventar. Quise salir corriendo nomás de ver las hileras de animales colgados de las patas y retorciéndose, a punto de ser sacrificados. Quise correr pero no lo hice porque mi padre era un hombre grande y fuerte al que siempre admiré, y no quería defraudarlo. Quería que se sintiera orgulloso de mí. Sentía que esa era la oportunidad de demostrarle que yo también podía ser un miembro de su grupo.

Tomé el cuchillo e hice un corte que distó mucho de ser perfecto. El animal comenzó a chillar mientras se ahogaba en su propia sangre, mientras se sacudía en el gancho que lo tenía agarrado por las patas, llorando con fuerza. El animal me miraba fijamente con sus ojos inflamados, como si me lo estuviera reprochando. Fue papá quien tuvo que matarlo cortándole el cuello. Lo sujetó por el tronco y le hizo así nomás, de izquierda a derecha, y pronto el animal dejó de llorar. Yo temblaba de pies a cabeza. Eso nunca volvió a suceder. Nunca volví a fallar de esa manera. Después siempre fui perfecto.

Precisamente en eso, en la manera de abordar la situación, mi hijo se parece más a él.

Por la mañana se levantó temprano y se bañó lavándose bien las manos y entre las uñas y los dedos. Se peinó y se puso sus pantalones de domingo. Cualquiera hubiera pensado que iba a una cirugía. Desayunó sus Choco Crispis y algo de fruta, recibió la bendición de su madre y salimos de casa.

El corte fue preciso, desde la panza hasta el cogote en un solo movimiento, suave, como si lo hubiera ensayado un millón de veces. El animal murió de inmediato. Luego mi hijo se limpió la sangre de la cara mientras una lluvia de aplausos lo cubría completito. Los hombres estaban también asombrados.

Salimos casi al medio día, justo a tiempo para llegar a misa. Después de eso lo llevé a comer quesadillas a La Marquesa y lo dejé andar un rato a caballo. Me senté a mirarlo dar vueltas por el campo, como cualquier domingo entre padre e hijo. En su rostro podía mirar la felicidad. Durante toda la tarde casi no hablamos. Era como si las palabras ya no fueran necesarias entre nosotros, como si el uno supiera lo que el otro estaba necesitando.

Al llegar a casa, antes de bajar del auto, me di cuenta que algo en él había cambiado; algo en su mirada. Ya no era el niño de siempre sino alguien distinto, alguien un poco más maduro. Quise detenerlo, tomarlo de la mano y decirle todo lo que estaba sintiendo en ese momento, pero no lo hice. Preferí dejar que se fuera a llamar a su abuelo.

Mirándolo correr, no pude evitar sentirme orgulloso.

2 comentarios:

Eme dijo...

Has crecido tanto, tanto, tanto...

guillermo MM dijo...

perdona, pero me parece horrendo no lo que escribes-sino como dices y tuvimos tiempo de ir a misa----a que...