sábado, 8 de noviembre de 2008

Ejercicio autobiográfico número uno

El aroma de los tambores de mi memoria me abofeteó con delicadeza; con la fuerza de un caracol lamiendo la roca, con la suavidad de un rayo partiendo al árbol. El tiempo se detuvo. El pozo de mis recuerdos, vacío desde hace tanto, se llenó en un solo momento, el suficiente como para detener los latidos de mi corazón. Los pajarillos callaron. La tierra dejó de dar vueltas. Me quedé sordo, manco, sin la voluntad para dejar de verla.



Con los dedos de sus pies ella recorría mi espalda, tarareando una canción, llenando el cuarto con su aroma. Afuera, más allá de las ventanas, las luces de la ciudad comenzaban a palpitar. Lo sé. Siempre lo supimos. Nunca dejé de saberlo. Ignoré lo mucho que la amaba. Le dije lo mucho que la necesitaba. Me la bebí completa, me respiró entero, me dijo que me odiaba y que nunca en su vida iba a dejar de pensar en mí. Luego, al terminar, ella se abrazó a mis piernas y se durmió. Al día siguiente metió su amor en una valija y luego la dejó olvidada a la orilla de alguna carretera.



El niño dijo, Escritor, escribe algo bonito para mi mamá, pero yo no pude pensar en nada, sólo escuchar esas caricias que hace tanto se habían ido, respirar el recuerdo de esas noches que ya nunca volvieron. Maldije. Y toqué el rostro del pequeño en silencio.

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