jueves, 11 de diciembre de 2008

El cazador del fin del mundo

Ayer por la noche soñé con el fin del mundo. Bueno, en realidad no era el fin del mundo, sino que eso ya había sucedido en otro momento. Yo vivía en lo que había quedado después de eso. El cielo era de un permanente color rojo por las mañanas y azul sin estrellas por la noche. Soñé que la única persona que caminaba por la arena y por entre los cascarones de edificios era yo. Sentí la necesidad de extrañar a alguien, que era mi deber, pero no supe por qué. No extrañaba nada ni a nadie. Las rocas y la hierba seca me hacían compañía y eso me parecía suficiente.

De la mochila saqué un cuaderno y quise escribir la historia de un hombre que andaba en busca de algo que sabe que perdió pero que no sabe qué es, y mis dedos y mi pluma no quisieron responder. Con torpeza garabatee unas cuantas palabras sin sentido, más rayones sobre la libreta que palabras, y no pude seguir después del primer párrafo. Quise contar que el hombre, el de mi historia, se dedicaba a cazar patos antes de que todo esto sucediera.

Describí, o al menos eso intenté, la manera en que ese hombre permanecía oculto en el agua durante horas, en silencio, soplando de vez en cuando su silbato para llamar patos, dejando que los mosquitos caminen por sus mejillas, que las sanguijuelas se le peguen a los brazos, que el estómago le ruja de hambre. Describí la manera en que ese hombre debía permanecer en ese sitio hasta que el sol saliera y entonces matar algunos patos para poder llevar algo de comer a su familia. Y describí cómo en ocasiones el hombre debía permanecer durante horas metido en el agua, hasta que comenzaba a temblar. Y cuando amanecía, el hombre miraba el cielo del mismo color rojo que yo miraba en mi sueño, rojo pálido, como si lo hubieran puesto a secar al sol durante mucho tiempo, y ese color se le quedaba grabado en la memoria, y al final eso era todo lo que él podía recordar.

El hombre de la historia no tiene varios dientes, sobre todo los colmillos y algunas muelas, por lo cual no puede masticar la carne de pato. Sólo come pescado y pan remojado en agua, lo cuál explica el por qué trae la piel del rostro y las costillas estrechamente pegada al hueso. Aún así, el hombre se sujeta a su rifle, procurando que éste permanezca siempre seco, y vuelve a soplar su silbato.

Falla el primer disparo. Falla el segundo. La imagen de los patos rompiendo el cielo le parece tenue, como si los estuviera mirando a través de humo, y vuelve a fallar. El hombre camina, hundiendo sus pies en el fondo lodoso del pantano, apartando la hierba con un brazo, soplando su silbato cada vez más y más, ha perdido su sombrero, y vuelve a disparar. La silueta negra de un animal da vueltas en el aire y cae girando lentamente mientras los demás patos siguen su camino hacia el horizonte, ninguno de ellos vuelve la mirada. El cuerpo de su compañero caído no es más que eso, un cuerpo, y no merece la pena esperarlo. El hombre de la historia sonríe, o al menos piensa que lo hace, y camina hacia el lugar en que ha caído su presa. Recuerdo que eso fue lo que escribí sentado junto a la fogata, mirando en lontananza la silueta de una ciudad muerta, y que al volver a leer lo escrito eso se había convertido en nada más que garabatos sobre el papel. Inteligibles. Nada que pudiera comprender.

Desde pequeño tengo este sueño. Siempre el mismo. Siempre sin llegar a ninguna parte. No sé si el hombre de la historia recupera el cuerpo del pato y llega a casa para que sus hijos coman, no sé si en el camino lo olvida y sabe que hay algo importante que debe recordar pero no sabe qué es. Tampoco sé qué sucede conmigo, escribiendo un cuento en un mundo donde ya no hay nadie que pueda leerlo. No sé si alguna vez llego a recordar a toda esa gente que debo extrañar. No sé si alguna vez llego a mi destino, si es que lo hay.

Con los años, lo único que ha cambiado en el sueño es que ya no estoy solo. Entre las calles llenas de escombros encontré un perro, o más bien él fue quien me encontró a mí. En un principio creí que era una rata, en la oscuridad sólo sus ojos brillaban, pero después de unos momentos de estarlo mirando salió y pude verlo bien. Un perro al que le he llamado Alegría. Mamá decía que los amigos son siempre una alegría, así que no se me ocurrió una mejor manera de llamarlo. Alegría duerme acurrucado junto a mí, y en las noches de frío solemos compartir la misma colcha. Él es lo único que ha cambiado en mi sueño, aunque no he podido escribir más allá de lo que ya he escrito, ni aún cuando despierto he pensado en todos los posibles finales de la historia. Al dormir siempre olvido. Al dormir, mi hombre de la historia siempre se queda a medio camino entre el fango y el pato, siempre se queda con hambre, siempre mojado y temblando.

Tengo la esperanza de que con los años eso cambie. De que con los años llegaré a conocer el final de esa historia. Pero por ahora no me queda más que rogar a Dios para que la vida mía sea lo suficientemente larga como para llegar a soñar con eso. Mientras tanto me he comprado un perro igual a Alegría, al cual he llamado Felicidad, y una gorra como la del cazador. He comprado un rifle y un silbato para llamar patos, que no creo usar nunca, y he aprendido a cuidar mis dientes. También he comprado tres libretas y un montón de lápices de colores. Escribir no me preocupa porque nadie me leerá, y en cuanto al fin del mundo... estoy listo para lo que venga, pues ya conozco lo que vendrá después. Entonces acaricio a Felicidad y sé que al menos él estará conmigo.

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