miércoles, 19 de marzo de 2008

Escritor de novelas

El escritor que aún no era escritor escribió “el gran libro” con letras minúsculas sobre la primera hoja. Tecleó el título con lentitud, como si estuviera pensando cada palabra. Los dedos le temblaban al tocar las teclas. Luego del título escribió su nombre. Era la primera página de las muchas que pensaba escribir.

No le habló a nadie de su proyecto. No le dijo ni siquiera a su esposa que estaba escribiendo un libro. Él nunca había sido un hombre de letras. Era un buen lector, pero nunca un escritor. Al menos nadie lo conocía como una persona que escribiera. Y como no quería que nadie se burlara de su proyecto, decidió no mencionarlo. Borró su nombre de la primera página y escribió otro; el nombre de su mascota y como apellido el nombre de la calle en que vivía. Eso fue todo. Cerró su computadora y regresó a casa.

Había decidido sentarse a escribir en un cafecito ubicado a varios kilómetros de distancia de su hogar. No quería que nadie fuera a reconocerlo. No quería que su familia lo encontrara escribiendo. Así que fue a ocultarse en la última mesa de un pequeño cafecito escondido en un callejón de una colonia poco conocida. Pedía un capuchino, acercaba un cenicero, encendía un cigarro y miraba la hoja en blanco. Así pasaban los minutos. Lo segundo que escribió fue la dedicatoria. En ella le pedía a Dios que bendijera a toda su familia y a sus conocidos. Escribió la pequeña oración que rezaba todas las noches a la orilla de su cama antes de meterse a dormir.

En la cafetería no sabían su nombre, nunca platicaba con ninguno de los otros clientes, así que los jovencitos que atendían comenzaron a llamarlo escritor. El escritor que aún no era escritor se sentía bien de escuchar que lo llamaran así. Ahora ya no entraba caminando encorvado, sino que alzaba el rostro, con la barbilla apuntando hacia delante, caminando como si todo lo que estuviera dentro de esas cuatro paredes le perteneciera. La gente no se metía con él. Los jovencitos que atendían se acercaban y le preguntaban “¿Trabajando?” y él asentía con la cabeza. “¿Le traigo lo de siempre?” preguntaban, y él volvía a asentir. Al terminar su tiempo de escritura apagaba la computadora, dejaba el importe del café sobre la mesa y un poco más de monedas para la propina. Sobre el cenicero un montón de colillas aplastadas. Todos los días, después de salir del trabajo, se sentaba durante una hora en aquella mesita de aquél café.

Su plan era el siguiente; si podía escribir por lo menos una cuartilla todos los días, durante un año completo, tendría su primera novela. Su esposa normalmente llegaba a casa más tarde que él, así que no iba a notar esa hora extra que se tomaba. Por eso encendía su computadora tranquilamente y fumaba todo lo que en casa no le permitían fumar. En ocasiones el escritor escribía mucho más de una cuartilla, especialmente después de cualquier día difícil. Pero fuera de esa cafetería la escritura no existía para él. Jamás hablaba de textos con nadie. Sus amigos y su familia jamás sospecharon. Tampoco hablaba con los demás clientes de lo que escribía. Nada.

Como no tenía prisa por terminar un libro que nadie sabía que estaba escribiendo, se tomó entonces más de un año en terminarlo. No le importaba. Había aprendido a apreciar el silencio y la soledad de ese pequeño cafecito, el sonido de las teclas, la aparición de las palabras sobre la hoja en blanco. Eran esos los momentos que se tomaba para estar consigo mismo. Ni siquiera le importaba si lo que estaba escribiendo valía la pena ser escrito. Después de algunos meses ya todos en el café lo conocían como escritor, hasta le apartaban su mesa cada que daban las cinco en punto.

Escribía cosas que se oponían entre sí. Cosas dispares que daban una falsa apariencia de ser un todo coherente. Escribía sobre un hombre atrapado que aparentaba ser alguien libre. Escribía sobre sonidos que nada tenían que ver con la fuente que los producía. Escribía sobre movimientos corporales. Escribía páginas completas que contenían apenas unas cuantas líneas. Escribía lo que sentía que tenía que escribir. Escribía sobre todo y nada a la vez.

En realidad no sabía mucho sobre cómo tenía que escribir un libro, simplemente dejaba que su instinto lo llevara por los caminos de las letras. Escribía según estuviera de ánimo. En realidad siempre escribió de acuerdo a un plan que había establecido aún antes de sentarse a escribir por primera vez. Escribía el libro que a él le hubiera gustado leer. Escribía para entretenerse.

Le gustaba detenerse unos momentos y mirar por las ventanas del cafecito. Miraba a la gente pasar, los automóviles, las nubes. Miraba de vez en cuando a los perros que iban de allá para acá. Miraba la lluvia en las tardes de noviembre. Miraba las ramas secas en diciembre. Escribía y tomaba café. Se detenía cuando estaba cansado. Hacía algunas anotaciones en su cuadernito. Miraba a las jovencitas que iban y venían. Miraba a las mujeres. Pensaba en la juventud que hace mucho había quedado atrás. Se compraba una rebanada de pastel, a veces una Coca Cola.

“¿Para cuando va a terminar el libro?” comenzaron a preguntarle después de unos meses, “ya queremos leerlo”. El escritor decidió incluir en la dedicatoria el nombre de ese cafecito y el de los muchachos que lo atendían todas las tardes. Le hubiera gustado también incluir el ambiente, el color de la duela y el de los manteles, la altura de los bambúes en el centro de las mesas, la espuma de su capuchino, pero no supo cómo hacerlo. Más bien no quiso hacerlo. Pensó que no les haría justicia.

Un buen día colocó el punto final en la última página y terminó su libro. Cerró su computadora, pagó la cuenta –incluyendo propina- dio las gracias a todos y jamás volvió. Mandó el libro a una editorial, pero se lo regresaron. No le dijeron por qué. Luego metió el libro a un concurso y lo perdió. Ni siquiera una mención honorífica obtuvo. “No importa” dijo para sí mismo, “al fin y al cabo lo firmé con un pseudónimo”. Luego quiso dárselo a leer a sus amigos pero recapacitó y no lo hizo. Entonces guardó su novela en algún rincón de los archivos de su computadora y decidió olvidarla, no volverla a ver nunca más. Días después el escritor encontró un nuevo cafecito. Puso la computadora sobre la mesa, se tronó los dedos y decidió volverlo a intentar.

3 comentarios:

Daniel Cardona dijo...

Excelente.
Creo que tu texto toca las fibras de quienes osamos violar lo blanco con una pluma.

Saludos,
criptex

Anónimo dijo...

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Fernando