jueves, 13 de marzo de 2008

Las cartas y los años

La primera vez que estuvimos frente a frente le pedí un beso, pero ella se negó. Durante cuatro años nos habíamos dedicado a escribir cartas y llamarnos por teléfono, nos conocíamos por completo, pero hasta ese día nunca nos habíamos visto en persona. Ella era más alta de lo que había imaginado. Me llamó la atención su cabello, su color rubio. Era más hermosa de lo que hubiera deseado. Le pedí un beso, pero ella se negó.

Esa ocasión ella vestía con un pescador blanco y una blusa con flores amarillas. Llovía un poco, pero también hacía calor. La tomé de la mano y caminamos por la calle sin que el agua nos importara. Tomamos café y platicamos. Me gustó su sonrisa y la manera en que se tocaba la frente al apenarse. Me gustó la forma en que me miraba. Me acerqué a besarla, pero ella se negó.

Esa primera vez quedamos de vernos frente a unos edificios que estaban por demoler. Varias de las paredes ya habían desaparecido. Por el suelo los escombros. Al llegar, ella ya estaba ahí, con sus brazos cruzados, guarecida bajo las ruinas de un cobertizo. Y sin saber cómo, antes de que tuviera oportunidad de acercarme y decir algo, ella me reconoció. Esa ocasión sólo pudimos estar juntos dos horas.

Pasaron tres años antes de que nos volviéramos a ver. Desde luego, no habíamos dejado de escribirnos. Nos citamos muy cerca de la catedral de su ciudad. Yo estaba ahí para la presentación de uno de mis libros. Iba a estar poco tiempo, así que aproveché para llamarla. Nos detuvimos en uno de los puentes y le dije que me daba gusto volverla a ver.

Ella se había cortado el cabello a la altura de la nuca. Ya no era más esa cascada de ámbar que recordaba. Le dije que se veía bonita. La tomé de la mano y me acerqué a ella, juntito, hasta casi abrazarla. Le dije que, a pesar de que era alta, yo lo era aún más. Recuerdo la suavidad de su mano y el largo de sus dedos. Recuerdo el olor salado que nos llegaba desde el mar. Esa ocasión pudimos estar todo el día juntos.

Comimos en un restaurante. Al terminar, mientras ella fumaba un cigarrillo, le tomé una fotografía, la única que conservo de ella. Esa segunda ocasión también le pedí un beso, pero ella se volvió a negar. “Con esa foto es más que suficiente” dijo.

Un año después me enteré que se había ido para México a estudiar periodismo. Llegó gracias a una beca de intercambio. Me lo dijo mi madre. Se fue también con la intención de encontrarse conmigo y quedarse para siempre. Ella no me lo había dicho antes porque quería que fuera una sorpresa. Yo en esos años había conseguido un trabajo en Nueva York, así que jamás pudimos encontrarnos. Era el destino quien no quería vernos juntos, seguro. Llegué a esa conclusión. Al terminar sus estudios, ella se tuvo que regresar a España.

Pasaron diez años antes de que nos volviéramos a ver. Ella se había casado y tenía dos hijos. En todo ese tiempo no nos habíamos dejado de escribir. Sabíamos todo el uno del otro, nuestras penas y nuestras alegrías, nuestros sueños y nuestros fracasos. Era como si todo el tiempo hubiéramos estado juntos. Nos encontramos en un cafecito de Buenos Aires. “Los dos lucimos viejos” le dije. “Pero yo siempre seré más joven que tú” me contestó. La tomé de la mano y me quedé en silencio.

Platicamos sobre lo mucho que me asombraban últimamente los cuerpos pequeños y los cuerpos grandes. Le dije que no podía evitar sentirme atraído hacia los niños pequeños, esos que parecen como hechos de juguete. Le dije lo mucho que me sorprendían esos hombres grandes y gordos que parecían sacados de alguna novela de aventuras.

Ella me platicó sobre el gusto por fabricar cajas de colores que le había nacido últimamente. Cajas grandes y chiquitas, cuadradas y octagonales. De todos los materiales. Me dijo que en ellas guardaba desde regalos hasta pedazos de cabello que le cortaban al ir al salón de belleza. Me dijo que me hubiera regalado una caja llena de uvas si la hubiera llevado consigo. En esa ocasión no le pedí un beso, ella me lo dio. Le dije “¿Qué hubiera sido de nuestra vida si la hubiéramos pasado juntos?”.

Hace poco murió de cáncer. Lo supe cuando recibí su última carta. Siempre me gustó su caligrafía, la manera en que hacía las emes y las os. El olor del papel que siempre usaba. Miré el sobre al recibirlo, y aún antes de tocarlo ya sabía que algo estaba mal. “Si estás leyendo esto, es que acabo de morir” comenzaba. Su hijo había mandado la carta como parte de su última voluntad.

"Este no era nuestro momento. La vida no quiso que la pasáramos juntos. He pensado mucho en estos últimos días, mientras miro el techo de mi habitación, en ti. Mi deseo fue siempre llevarte a la cama un jugo de naranja, prepararte un café. Abrazarte cuando estuvieras triste. Pero ya no será en esta vida. Quizá en la otra tengamos más suerte. Prometo buscarte. ¿Lo harás tú?"

No sé cuántos años de vida me queden, pero sé que sin ella, sin sus cartas, serán los años más largos que tenga que esperar.


1 comentario:

Daniel Cardona dijo...

Oye brother, este te salió un poco "Corin Tellado", no?

No estoy en contra de los textos que conmueven, para nada, pero creo que este linda con el melodrama.

Te leo,
criptex