jueves, 24 de enero de 2008

Perlas sobre el asfalto


Esa mañana, como todas las mañanas de todos los días de todas las semanas, salí de casa y caminé hasta la parada del autobús. La verdad es que no iba pensando en nada, ni en el sueño ni en la pereza que me causa la rutina, ni en lo aburrido que me resulta el trabajo. Tampoco pensaba en el frío ni en la brisa que amenazaba lluvia golpeándome el rostro. De verdad. No pensaba en nada en el momento en que ese automóvil salió a toda velocidad, atravezó la calle con su motor que rugía como tigre, y se estrelló con toda su fuerza contra esa camioneta de valores.

Me gustaría decir que fui el único en presenciar el choque, pero no fue así. Los autos se estrellaron y dieron vueltas en el aire, crujiendo. Uno de ellos aventó varias partes de la carrocería por toda la calle, como un collar de perlas que se desgrana; trozos de plástico, vidrio y metal. El otro auto simplemente se volteó, girando sobre sí mismo.

La camioneta de valores se deslizó con las llantas hacia arriba a lo largo de varios metros. El metal frotándose contra el asfalto. Se subió a la banqueta, aplastó un auto y se metió dentro de una bodega.

El otro, el coche blanco que salió de la nada a toda velocidad, ese dio vueltas en el aire y cayó rebotando un sinnúmero de veces, hasta terminar metiéndose un árbol por la mitad. El radiador explotó en una nubecita de vapor.

Estuve unos segundos mirando la escena. Miraba a la derecha, después al semáforo, luego a la izquierda. Miraba la camioneta de valores y otra vez al pequeño auto blanco. Había olvidado respirar. El corazón me golpeaba el pecho. En el aire había un olor a llantas quemadas, gasolina, humo y miedo.

Escuché los gritos. Eso fue lo que me hizo correr hacia el auto blanco. Corrí. Crucé la calle sin mirar, saqué el teléfono de mi bolsillo y marqué el número de la policía. Les dije del choque. Les di la dirección y mi nombre. Les dije que vinieran a ayudarnos. También les dije que trajeran unas tijeras grandes, que las íbamos a necesitar.

Me quité la chaqueta y me acerqué a la ventana izquierda del auto blanco. La lluvia comenzaba a caer, los lentes se me mojaron. Adentro del auto encontré a una mujer.

Su cabello rubio casi rojo le caía sobre el rostro. Parecía dormida. Su boca como si fuera a pronunciar una palabra que jamás salió. Los dedos de su mano izquierda temblaban. El cinturón de seguridad puesto. Quise tocarla, pero no lo hice. No sabía qué hacer. Luego vi el trozo de metal que le atravesaba el estómago hasta salir por su espalda; me paralicé.

-No se preocupe. Todo va a estar bien- dije-.

Poco a poco la gente se fue acercando. Hablaban entre labios, por lo bajo. Los hombres estiraban el cuello para ver dentro del auto, las mujeres tapándose la boca. Yo estaba con mi chaqueta en las manos, sin saber qué hacer con ella, mientras el frío comenzaba a morderme la piel.

-Todo va a salir bien- dije, pero la verdad es que no podía dejar de temblar-.

La mujer abrió los ojos lentamente, como cuando las nubes se separan en un día lleno de viento, y dijo algo que no pude escuchar. Tuve que acercarme a ella. Pude oler la sangre. Le dije que repitiera lo que acababa de decir.

-¿Cómo está la camioneta?- fue lo que dijo-.

La pregunta me tomó por sorpresa. Los labios me temblaban. Tuve que sacar la cabeza del auto para mirar en dirección de la camioneta de valores. Mis lentes llenos de lluvia. Tuve que esforzar los ojos para ver lo que sucedía.

La cortina metálica de la bodega estaba completamente arrugada, como si fuera una hoja de papel. El pequeño auto era una estampilla en la pared; y sobre él, con las llantas hacia arriba como un elefante muerto, estaba la camioneta de valores. Pero no fue eso lo que hizo que mi piel se erizará, tampoco fue la lluvia que caía con más fuerza, ni todo el fuego que envolvía la bodega. Nada de eso. Lo que hizo que mi piel se erizara fue la otra camioneta, una Hummer de color negro que se estacionó detrás de la camioneta de valores. De esa Hummer salieron cuatro hombres con el rostro cubierto, cargando unos rifles de éste tamaño, abrieron la parte trasera de la camioneta de valores y sacaron todo lo que llevaba dentro. Todo menos el cuerpo de los custodios. Fueron sólo unos segundos, todos vimos lo que hicieron pero nadie hizo nada. Sacaron todo. Y así como llegaron se fueron.

-¿Cómo está la camioneta?- alcancé a escuchar que decía la mujer dentro del auto blanco-.

Aún sin dar crédito a lo que había visto, metí la cabeza dentro del auto y dije.

-Unos... unos hombres acaban de robar la camioneta.

La rubia, con su cabello casi rojo, abrió los ojos una vez más... y sonrió. Luego echó la cabeza hacia atrás, ya no quiso seguir hablando. El sonido de las ambulancias se escuchaba cada vez más fuerte.

Yo saqué la cabeza del auto, y comprendí todo.

Ese día preferí no ir a trabajar.

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